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Mi
pie izquierdo (2ª ed.)
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Cristy
Brown
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Desconciertos
Con
el tiempo hemos ido aprendiendo todos lo peculiar que soy, sobre todo
cuando no me encuentro bien. Pero las primeras veces que me puse mal,
tras de ser dado de alta, daba la impresión de que estaba enfadado,
de que se me había enrarecido el carácter o, simplemente,
de que me estaba despistando un poco más de lo normal. Cuando
esto se puso más de manifiesto fue durante el último trimestre
del año 92.
Por
ejemplo, pensaba que no me entendían, que no se hacían
cargo de mi situación. Me sentía a disgusto porque me
organizaban la actividad contra mi criterio, con excesivos recortes
y precauciones, como si no pudiera hacer prácticamente nada por
mi falta de movilidad. Yo quería progresar a toda costa pero
sentía un freno permanente en mi propia casa, a pesar de que,
por otra parte, notaba que me querían ayudar. Me resultaba todo
bastante complejo y veía cómo iban pasando los días
y las semanas metido en una nube de confusión y, a la vez, de
apatía o indiferencia. Sin embargo, al mismo tiempo, me sentía
seguro de mi cabeza, de mis razonamientos, y no me gustaba que me llevaran
la contraria en lo que me parecía apreciar con claridad. A la
vuelta de San Sebastián, durante el mes de septiembre, se pudo
apreciar con bastante claridad lo que digo.
Las
comidas eran un incordio del que hubiera prescindido si sólo
me moviese a comer el apetito. Las que se ocupan en Aralar del comedor,
ponían todo su saber, que no es poco, en prepararme alimentos
apropiados y apetitosos, pero que si quieres... Procuraba esforzarme
en comer, pero entre la falta de experiencia respecto a mi alimentación
y que no tenía ya aspecto delgado, sino más bien al contrario,
el caso es que no comía lo que debía: estaba demasiado
gordo pero poco alimentado. Estaba más bien hinchado, edematoso,
según se fue viendo después.
El
caso es que, mientras nos aclarábamos en casa sobre lo que más
me convenía y menos me costaba tragar, hizo su aparición
lo que fue el origen de la más grave complicación médica
que he tenido desde que me dieron de alta hasta ahora: el estreñimiento.
Debo reconocer que me resistía a los enemas. Los aceptaba, como
todo lo demás médicamente prescrito, pero de muy mala
gana. Por entonces aún no me hacía cargo de la importancia
del tránsito intestinal: que las deposiciones no podrían
ser no ya voluntarias sino tampoco espontáneas y que sería
imprescindible en mi caso extraer de algún modo las heces.
Lo
más grave del asunto no era ni el natural desagrado ante el panorama
presente y futuro ni el trastorno intestinal en sí, sino el acúmulo
de material en el abdomen, que con el tiempo va ganando consistencia.
Los médicos llamaban fecalomas a unas masas que se apreciaban
en mis radiografías, correspondientes a un contenido intestinal
ya denso, porque no había sido eliminado oportunamente.
Me
imagino mi tripa como un saco lleno de patatas; exagerando, claro. Resultaba
difícil que circulara algo por allí y, además,
las "patatas" estaban molestando a los pulmones que, bastante precarios
de movilidad no muevo las costillas, tampoco podían
dilatarse bien hacia abajo por acción del diafragma, que debía
luchar contra todo aquel acúmulo intestinal.
De
modo imperceptible, pero también implacable, fue resintiéndose
la función pulmonar: unos pulmones que se mueven muy poco, no
sólo oxigenan mal a la persona, sino que acumulan las secreciones
normales y se infectan con facilidad. Además, las "patatas" causantes
del problema no eran precisamente inertes bolas de cristal, sino el
manantial de no sé qué productos que me iban intoxicando
sin que me diera cuenta. Total, que entre el escaso oxígeno,
una neumonía y un poco de intoxicación, después
de un verano espléndido, fue empeorando mi estado de modo preocupante.
Pero
no se manifestó enseguida el fondo del problema. Además,
el deterioro objetivo era mucho más claro para los demás
que para mí. Yo casi sólo me quejaba de que las preocupaciones
que tenían conmigo no me permitían el plan de trabajo
que había previsto. Me molestaba tanto cuidado... y tanta precaución...,
que ahogaban, todavía más, mis posibilidades bastante
mermadas ya de hacer algo. Más que enfermo, me sentía
incómodo y confuso. Con una desagradable impresión, mezcla
de resignación y desconfianza, mientras mi capacidad de razonar
con lucidez iba disminuyendo lenta pero decididamente.
Interrupción de la Novena
Pasaron
los meses de octubre y noviembre a impulsos de mi empeño por
estar bien y, como consecuencia, de querer llegar a cuanto había
previsto: una vida en casa lo más normal posible. Pero había
un cierto desconcierto tanto en casa como en la Clínica por pequeñas
pero continuas anomalías, que, sí, me molestaban, pero
no me impedían hacer la vida que deseaba.
Eran
mareos pasajeros, sudoración transitoria, a veces vértigos,
unas pocas décimas de más o también de menos en
la temperatura... Así fueron pasando las semanas y las plaquetas
estaban bajas.
Llegó
el treinta de noviembre, san Andrés, y comenzó como siempre
la Novena de la Inmaculada. Tenía que estar en el Polideportivo
confesando: ya había estado el año anterior, a los ocho
meses del accidente y sin problemas, todos los días de la Novena;
malo sería, entonces, no poder estar al año siguiente,
porque el supuesto progreso habría sido ficticio.
Recuerdo
que se me hacía duro, posiblemente más duro al ir pasando
los días, la salida nocturna, el viaje, los escasos minutos que
inevitablemente debía sufrir a la intemperie y la espera, que
se me hacía demasiado larga, en el confesionario. Hasta lo notó
alguna persona que atendí. Acabaron aconsejándome en casa
que no fuera. No me sentía el de otros tiempos, porque aunque
seguí el consejo libre y dócilmente, internamente notaba
que no era el de antes. Agradecí la sugerencia de buena gana,
no sólo porque me sintiera ayudado, sino porque me libraba de
una carga molesta. Debía de estar lo suficientemente mal como
para no "comerme el coco" por si estaba también perdiendo el
afán de almas con sentirme aliviado al no tener que ir.
No
sé cuántos días de Novena perdí. Pero recuerdo
bien que el día más crítico fue el propio día
ocho, el de la Inmaculada. Me puse verdaderamente mal y al día
siguiente fue necesario ingresarme. Conservo en la memoria el trayecto
hasta la Clínica. Trataban de animarme, pues era evidente mi
contrariedad por la ilusión que tenía en seguir adelante
como fuera; pero, mientras íbamos, ya me sentía bastante
fuera de juego. Me dejaba llevar, pero como inerte, derrotado física
y psíquicamente, sin iniciativa. Como si me diera igual a dónde
me llevaran y para qué.
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