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Cuidados
Paliativos del Paciente Oncológico
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Mauro
J. Oruezabal Moreno
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Primer verano en Sanse
Llegó
el calor y comenzaron las vacaciones en la Universidad. Los meses de
julio y agosto podrían ser una buena oportunidad para descansar,
retomando de paso mis ocupaciones típicas del verano.
El
verano siguiente a mi ordenación hacía ya diez años
había estado en el Colegio Mayor Ayete de San Sebastián,
atendiendo sacerdotalmente a los asistentes a unos cursos de Teología
organizados allí y explicando una de las asignaturas. Ayete podría
ser un buen lugar por lo espacioso y la ausencia absoluta de barreras
arquitectónicas.
Guardaba
buen recuerdo de aquel verano: la ciudad, el clima, algunos amigos,
el mar y la pesca; y, desde luego, las primeras clases como profesor
de Teología... Sin embargo, no sabría decir por qué
por poco razonable que resulte, esta vez Ayete me cayó
fatal. A lo mejor sólo por aquello de que no me gustaba nada
que me organizaran la vida. Tenía la impresión de que
se empeñaban en que me gustara algo que no se me había
ocurrido a mí. En casa todo era resaltar la agradable temperatura
veraniega, lo espacioso del lugar, la ausencia absoluta de barreras
arquitectónicas: lo que ya sabía por propia experiencia.
Aquel malhumor tonto también manifestaba poco sentido común
e insensatez por mi parte.
El
sitio no me podía venir mejor, como comprobé en una visita
que hicimos a San Sebastián para inspeccionar el lugar: acceso
fácil a la casa, planta baja muy espaciosa, una habitación
amplísima prevista para mí, un jardín transitable
para la silla en buena medida...
Una
vez en Ayete con dos meses por delante, me sentí a gusto como
hacía tiempo que no me sentía. San Sebastián fue
un buen balón de oxígeno para el quehacer intenso, tenso
a veces, de mi vida en Pamplona. Es posiblemente la casa misma lo que
más agradezco. Aralar es, en comparación, una montaña
rusa.
Enseguida
empezaron las clases. Sin problemas. Sólo debían colocarme
los folios con el esquema en un atril plegable delante y lo demás
corría de mi cuenta como siempre. Lo más trabajoso era
la preparación misma de las clases. Componía los esquemas
con el ordenador. En la exposición de las clases no noté
nada distinto de otras veces.
Aquel
otro verano del año 82 que había pasado en San Sebastián,
conocí a los Susperregui: Emilio y Bernardina. Él, un
experto pescador profesional ya retirado, guardaba el bote que utilizábamos
para pescar. Aquellos encuentros breves, cuando le pedíamos la
embarcación, y sobre todo su natural talante acogedor facilitaron
una amistad que con el tiempo ha ido afianzándose. Cada vez que
voy a San Sebastián les llamo y organizamos una cita. Les acompaña
su hija Pilar y casi siempre quedamos para comer en algún restaurante,
ya que tienen una casa pequeña en la que me es imposible el acceso.
Otras
veces, las comidas fuera o las salidas en general, las ocasionaron mis
padres o hermanos que pudieron gozar viéndome según
ellos tan bien. Realmente me sentía bien. Me sentía
bien, sobre todo, al sol; aunque a muchos les pareciera demasiado sol
para mí.
Aparte
de que descansé bastante y que se confirmó mi capacidad
para volver a las aulas, Ayete tuvo de bueno que apreciamos cierto progreso,
pequeño pero auténtico, en la movilidad de los hombros.
La ganancia era más evidente en el lado izquierdo. A partir de
entonces insistimos con decisión en rehabilitar ese movimiento
incipiente pensando que tal vez pueda servir algún día
para controlar una silla de modo manual.
Fueron
quizá los aspectos positivos del verano y el simple disfrutar
por la ausencia de tensión junto con la inexperiencia
lo que nos distrajo de la atención debida a mi piel. No valoraron
de modo adecuado las primeras alteraciones y acabé con una escara,
en las posaderas. No fue, por eso, todo reír y cantar en la primera
experiencia de San Sebastián. Cuando caímos en la cuenta
de la seriedad de la herida era ya demasiado tarde. La consecuencia
de ese despiste supuso año y medio de curas diarias, porque no
estaba dispuesto a dedicarme exclusivamente a curarla: para ello tendría
que haber prescindido demasiado de la silla. Hasta Magdalena tuvo que
venir periódicamente a Aralar y hacía lo imposible porque
cerrara. Se redujo de hecho a la mínima expresión, pero
hasta la intervención quirúrgica y el consiguiente reposo
no hubo forma de zanjar el asunto.
Ingreso en septiembre de 1992
A la
vuelta de San Sebastián, tenía previsto ingresar por unos
pocos días en la Clínica para una revisión, antes
del comienzo del curso. Se trataba de examinar con más detenimiento
mi estado general tras los meses de verano. Me apetecía francamente
poco, a pesar de que era el plan ya acordado con los médicos.
Podía ingresar cuando mejor me viniera durante el mes de septiembre.
Deseaba liquidar el asunto cuanto antes y con esta mentalidad ingresé
a los pocos días de llegar a Pamplona, porque me interesaba acudir,
antes del comienzo de las clases, a un encuentro con sacerdotes de una
semana de duración.
Acabada
la revisión en el tiempo previsto, regresé a casa con
bastantes asuntos pendientes a corto plazo; pues, además, en
la última semana de septiembre los alumnos se incorporaban a
sus clases y, por tanto, me esperaban en Torre I tres tardes a la semana.
Estaba
a punto de comenzar, o había comenzado ya aunque no lo notara,
la temporada más dura que he tenido hasta el momento.
La emoción de las plaquetas
Todas
las semanas me hacían análisis de sangre para detectar
posibles infecciones. Recuerdo que durante bastante tiempo casi sólo
estábamos pendientes del número de plaquetas. También
tenía con frecuencia los glóbulos blancos un poco más
elevados de lo normal leucocitocis, pero a esto le daban
los médicos menos importancia. No era una elevación desmesurada
y se debía, al parecer, a infecciones urinarias leves que iba
tolerando aceptablemente.
Cuando
las plaquetas bajaban demasiado, todos nos poníamos nerviosos
porque era indicativo la experiencia lo decía de
que había infección por pseudomona. Esta bacteria fue
mi "bestia negra", y me tuvo en jaque durante una larga temporada. No
fue fácil quitármela de encima. Los especialistas en fármacos
trabajaron en serio para dar con la medicina ideal, porque nada de lo
más corriente servía.
Mi
relación con este germen se remonta a los primeros meses de hospitalización.
Muy pronto me habitué a los cultivos de esputo, de orina, para
descubrir su presencia e identificar un fármaco eficaz para su
tratamiento, porque se hacía resistente a la mayoría.
También entonces los análisis rutinarios de sangre daban
trombocitopenia: una cifra baja de plaquetas. En seguida, por tanto,
comenzaron a seguir en casa los resultados de análisis y cultivos.
Desde
el comienzo tomaba a diario una aspirina infantil, como antiagregante
plaquetario, con el fin de eliminar el peligro de una trombosis, pues
debido a la inmovilidad, la sangre tiende a estancarse, sobre todo en
las piernas, y a formar coágulos. Después de unos meses
empecé a tomar otro medicamento diferente que tenía el
mismo efecto, porque la aspirina podía producirme problemas de
sordera puesto que soy propenso. Cuando las plaquetas bajaban, este
fármaco hubiera sido perjudicial porque facilitaría las
hemorragias; por eso, era lo único que no me importaba tener
que tomar. Después he dejado por completo los antiagregantes,
aunque tengo bien las plaquetas. Según los médicos, ya
no parecen necesarios en mi caso, porque tengo garantizada una buena
movilización pasiva de las extremidades.
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