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Mi
pie izquierdo (2ª ed.)
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Cristy
Brown
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En
casa, una vez realizadas las debidas adaptaciones para que pudiera desenvolverme
con la mayor comodidad posible, he encontrado el ambiente confortable
que es de desear en cualquier hogar normal y mi situación ha
ido asimilándose como algo ordinario. Ya no extraña ver
por todos sitios la silla que, por decirlo así, forma una unidad
conmigo como los propios zapatos con cualquiera.
Cuando
se sabe que no hay que ponerme silla en el comedor puesto que ya llevo
la mía, que hay que abrir las dos hojas de la puerta para facilitarme
el acceso, que conviene que esté alguien al tanto de servirme
el café enseguida porque me gusta muy caliente por referirme
sólo a detalles del almuerzo, la vida en Aralar me resulta
acogedora. Se ha dicho que nada hay que arrastre tanto, que anime tanto,
como el cariño; y muchas veces he tenido ocasión de comprobarlo:
notar que me quieren me da impulso para vivir en unas circunstancias
que, sin ese estímulo y mis convicciones de fe, resultarían
desagradables para todos.
Aralar
El
Colegio Mayor Aralar parece un sitio ideal para mi situación
desde casi todos los puntos de vista. Es un lugar grande y tiene la
ventaja de que puedo contar con abundantes brazos. Pero también
es antiguo, con el inconveniente de una complicada arquitectura, que
hace de los desplazamientos en silla una verdadera carrera de obstáculos.
El
pequeño jardín, en el que pueden aparcarse los coches,
me facilita bastante el acceso a la casa. Ahí tengo además
una ocasión para entretenerme con las plantas un hobby
de siempre, de modo especial con los bonsais, que todavía
sigo cultivando con las manos de otros. Con el paso de las semanas,
me fui acostumbrando a subir y bajar rampas para llegar a cualquier
parte de la casa interesante para mí. Se ve que antiguamente
era señal de buena arquitectura construir la planta baja en varios
niveles: para entrar al comedor, al oratorio, a la sala de estar y a
mi habitación necesito rampa. Ya están instaladas de modo
permanente: han sido un regalo de Víctor. En algún caso,
incluso, fue necesaria una pequeña obra de albañílería:
para agrandar una puerta, por ejemplo. ¡Todo sea por el enfermo!
Aralar
tiene un ambiente muy movido, con numerosas y variadas actividades:
lo típico de un Colegio Mayor. Además es evidente el aire
heterogéneo de sus habitantes, por las diversidades de edad y
las múltiples nacionalidades. Sin embargo, es también
muy notorio, por chocante que resulte, que nos tratamos familiarmente,
como consecuencia de la naturaleza de nuestra vocación: somos
una familia con unidad de vocación e intenciones.
Ser
familia hace que me sienta seguro y especialmente unido a quien dirige
Aralar, el rector: Ernesto Peñacoba, que es casualmente el mismo
sacerdote al que oí citar aquel punto de Camino que me dio tanto
que pensar..., el día que traté por primera vez con gente
de la Obra, en el centro de la calle Princesa. Con Ernesto tengo toda
la confianza del mundo, y en él encuentro el apoyo y la comprensión
que necesito.
Enseguida
me incorporé al régimen normal del Colegio: hacía
un rato de oración y concelebraba la Santa Misa a primera hora,
comía con todos y asistía a los ratos de tertulia que
suelen ser habituales. Unicamente para cenar me quedaba ya en la cama,
puesto que no estaba habituado al principio a permanecer sentado en
la misma postura las horas suficientes y temía que se me lesionara
la piel. Las lesiones que suelen producirse escaras por decúbito
se deben a un roce excesivo de la piel y son de lenta curación.
Con el tiempo mi piel ha ganado en resistencia y estoy también
con todos a cenar.
Como
los demás, me organizo de acuerdo con mis ocupaciones. Como para
mí son imprescindibles los cambios posturales de los que depende
la integridad de la piel, ya se sabe que a primera hora de la tarde
debo cambiar de postura. Antes me echaban un rato en la cama. Ahora
voy al plano inclinado: al "potro", lo llaman bromeando. Es una especie
de camilla en la que me paso más o menos una hora, antes del
trabajo de la tarde. Se puede poner casi vertical: lo ideal para cambiar
de apoyos y relajarme. Suelo aprovechar ese rato para rezar el rosario.
También me movilizan entonces brazos y piernas y hago unos ejercicios
respiratorios.
Durante
los primeros meses después del alta, el objetivo era la reincorporación
a una vida normal. Sin embargo, no era evidente para todos en qué
debía consistir mi normalidad. Notaba en el ambiente, sobre todo
en los más mayores, un evidente interés excesivo
para mi gusto por facilitarme todo. En su deseo de "volcarse"
conmigo hacían que me sintiera especial. Era puro cariño,
pero algunos no conocían aún mi forma de ser y nadie tenía
experiencia en trato con tetrapléjicos. Ha sido la vida la que
nos ha ido enseñando cada día. Todos tienen un convencimiento,
aprendido del beato Josemaría Escrivá: "Por un enfermo
robaríamos un pedacico de Cielo". No resulta evidente, sin embargo,
en qué consiste ese "pedacico de Cielo" en cada momento concreto.
Había que aprender a descubrirlo.
No
siempre me resulta fácil dejarme ayudar, aunque veces reclame
más ayuda. Entre otras razones, porque no me gusta comprobar
que me condiciona el modo de ser del que me ayuda. Es muy difícil,
por ejemplo, que al tomar el café otro me lo sirva como lo tomaría
yo. Pero es más notorio aún que soy yo quien condiciona
la vida de los que me rodean y tampoco me gusta, aunque no hay más
remedio: casi para cada movimiento necesito a alguien, que no es de
piedra ni un mero autómata, y acusa por eso el eco de mi estado
de ánimo.
Una
vez instaladas las rampas, cinco en total, la planta baja y el jardín
estuvieron a mi disposición. En el jardín fue necesario
sustituir un camino empedrado de granito por losas planas, ya que por
ahí necesito circular cada vez que entro o salgo. Las grandes
piedras eran bonitas para un jardín, pero molestísimas
para una silla. En este caso hubo que sacrificar la estética.
Por
ciertos lugares me cuesta más pasar. Al principio me parecía
muy complicado, casi desesperante intentarlo. Hoy, en cambio, con más
destreza, habiendo aprendido los trucos y más tranquilo, compruebo
que no era necesario, por ejemplo, cambiar muchas puertas para facilitarme
el paso. Sin embargo, hubo que sustituir una antes de que viniera a
Aralar y después algunas otras.
De
todas formas, por muchas que sean las facilidades y pequeños
los desplazamientos, siempre serán para mí bastante más
complicados que antes. Esto, que es muy evidente, me costó un
poco incorporarlo mentalmente a mi modo ordinario de funcionar: notaba
una continua rebeldía, una queja interior, al pensar en las maniobras
que tendría que hacer para llegar al comedor; para tomar café
después y salir de la sala de estar esquivando gente; pidiendo
paso entre gestos, risas y medias palabras. Notaba algo así como
pereza, al pensar que ya era otra vez la hora de comer y debía
enfrentarme con la compleja arquitectura de la casa, evitando golpes
y roces. Además, nunca tengo hambre. Pero la hora es la hora...
Todo sea por la normalidad, que no es poco importante.
Llegado
al punto de destino, con la impresión del deber cumplido, me
sentía descansar. No era, desde luego, para tanto; ni me han
aplaudido nunca por llegar a la hora. Se trataba, además, de
las primeras experiencias de un novato. Sólo necesitaba tiempo
para ganar en habilidad y, sobre todo, una profunda comprensión
del sentido y el valor que tenían las nuevas circunstancias que
matizan hoy mi vida. El tiempo ha jugado a mi favor. Menos mal que no
hice de estas dificultades, reales por otra parte, un problema dramático.
Pronto,
con el paso de las semanas, los problemas mecánicos quedaron
bastante marginados, en el sentido de que los tenía mucho menos
en cuenta que al principio, aunque seguían estando ahí.
Sólo me inquietaban cuando podían dificultarme la actividad
prevista. Por eso me preocupaban los fallos del coche, de la silla o
del ordenador. Pero como en casa somos muchos más de sesenta
casi siempre, entre tantos siempre hay algún experto en
cada cosa. Gracias a ellos, hasta ahora no me he quedado nunca parado.
Procuro, sin embargo, tener bastante cuidado de estos tres instrumentos,
que para mí son algo más que instrumentos de trabajo:
sin la silla no puedo moverme, sin coche no puedo salir de casa y sin
ordenador pasaría muchas horas al día sin poder trabajar.
En
cuanto a lo que podría llamar mis "problemas mecánicos
corporales" también estoy bien atendido. Para el mantenimiento
de la mecánica corporal, como para los coches o para la electrónica,
también contamos en Aralar con expertos. No me hace falta acudir
al médico de la casa a diario, pero si me ocurre algún
pequeño problema tengo un doctor al alcance de la mano. Me refiero,
por ejemplo, al cuidado de la piel. El médico se suele ocupar
además de las evacuaciones intestinales también
lo hacen otros y de controlar mi estado general.
Mi
habitación tiene baño completo. Aparte de la cama, que
es como las de la Clínica para permitir la incorporación,
hay una estantería con libros y discos de ordenador. El propio
ordenador está sobre una pequeña mesa con ruedas, en la
que no cabe nada más. En el alféizar interior de la ventana
hay unas fotografías de familia y un bonsai. Dispongo también
de un radiador eléctrico que asegura el microclima en invierno.
En la pared, una imagen de la Virgen y un crucifijo.
Cuando
estoy en casa paso en ella bastante tiempo trabajando: leyendo o escribiendo,
casi siempre. Si no, estoy en la sala de estar con los demás,
charlando, leyendo la prensa o viendo la televisión. Cada día
paso en varios momentos al oratorio, no sólo para concelebrar
la Santa Misa y durante mis ratos de meditación personal: otras
veces me acerco sólo por unos instantes. A veces me toca a mí
dirigir la meditación de la mañana. Hay que poner, entonces,
una pequeña rampa para que pueda subir al presbiterio.
El
jardín, como el aire libre en general, me encanta, pero suelo
utilizarlo más que nada como lugar de paso hasta el coche o desde
el coche. En verano, siempre que puedo, descanso al sol, haciendo gala
de mi origen manchego y recordando con cierta añoranza los veranos
tórridos de mi tierra. Disfruto al aire en la estación
más caliente, pero sólo entonces. De hecho, casi siempre
voy por el jardín a toda velocidad, para evitar la intemperie
que, salvo en verano, me molesta.
Aralar
es, en definitiva, mi casa, mi centro de operaciones y mucho más,
porque es el lugar donde sobre todo debo esmerarme por mi
santidad. Aquí están los míos, mi familia espiritual:
los que más me ayudan porque me quieren y los que antes que nadie
merecen mi desvelo.
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