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El
hombre en busca de sentido
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Viktor E. Frankl
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Mis manos y mis pies
Entre
lo que perdí aquel 2 de abril, mirando desde fuera, echo de menos
sobre todo la movilidad de mis pies y de mis manos.
Cuando
la doctora me hizo caer en la cuenta por primera vez adelantándose
como siempre de que iba a necesitar a alguien junto a mí
de modo habitual, empleó esta expresión gráfica,
clara y significativa:
Serán
sus manos y sus pies.
Esta
frase me sobrecogió. Quizá más lo de necesitar
a alguien permanentemente junto a mí, por mi afán de independencia,
que lo de necesitar otras manos y otros pies, por dramático que
pudiera parecer. En todo caso, era importante en aquellos momentos,
cuando comenzaba a despertar a mi nueva vida, no dar nada por supuesto
y que fuera haciéndome a la idea de lo que me esperaba, para
poder ir madurándolo poco a poco. Creo recordar que, en efecto,
no había pensado yo aún las cosas de modo tan drástico
y en concreto; y, por eso, aunque no sabía cómo, me parecía
normal lograr un modo de vida aceptable.
Sobre
ayudas, tenía ya la experiencia de haberlo recibido todo desde
el accidente. Me sentía seguro en la Clínica; y, como
comprobaba que iba contando con cuanto necesitaba, no se me ocurría
pensar que pudiera faltarme la ayuda imprescindible para seguir adelante:
lo que quería ante todo, lo fundamental de mi sacerdocio, podría
llevarlo a cabo también sin movilidad. Sería bastante
sencillo pensaba yo disponer de la ayuda que pudiera necesitar.
Desde
luego, el planteamiento era simplista e ingenuo. Las inquietudes cotidianas
de los primeros tiempos, más centradas en la supervivencia que
en el futuro concreto, hacían que me planteara el porvenir con
poco realismo: apoyándome del todo en la Obra, no consideraba
las dificultades reales que, en el día a día, conlleva
mi situación.
Por
fortuna, la doctora de Castro me puso, con tiempo, en la realidad concreta
de la vida que me esperaba, y pude así pensar, al menos de modo
global, en la necesidad de tener siempre a alguien a mi lado o, al menos,
accesible.
Reconozco,
una vez más, que no me ha sido fácil adaptarme a este
sistema de vida, porque siento espontáneamente resistencia a
depender de otros como la mayor parte de la gente, supongo. Pero a mí
me cuesta además confiar: dar por bueno lo que los demás
han pensado, han decidido o han hecho. Me gusta ser autónomo.
Sé porque así sigo siendo de momento que en
esto tendré, quizá de por vida, un caballo de batalla,
que espero ir dominando poco a poco. Mientras tanto, Dios y ayuda.
Una
idea, muy bien asumida en el variado grupo de "admirables" que me rodea,
consiste en que se trata de ayudarme lo mínimo imprescindible.
Lo cual no significa que deban hacer por mí lo estrictamente
imprescindible para que pueda salir adelante, aunque sea a duras penas.
Si con su ayuda y a duras penas por mi parte sólo lograra la
supervivencia, mal irían las cosas. Estarían prescindiendo
de lo imprescindible, porque espero de la vida mucho más que
el mero vivirla sin problemas personales.
Se
trata de no olvidar, mientras hacen algo por mí, que la gran
incapacidad que sufro es casi sólo de movilidad. Casi sólo,
porque padezco otras limitaciones: digestivas, respiratorias, etc.,
que también hay que atender; pero la ayuda más habitual
que me prestan es para paliar mi falta de movimientos, sobre todo de
mis manos y mis pies.
Me
doy cuenta de que esos movimientos son casi irrelevantes en el conjunto
de la compleja actividad humana, que se caracteriza por el ejercicio
de las facultades superiores. Los grandes personajes de la historia
fueron, en efecto, mujeres y hombres gigantes de la inteligencia y del
amor. Lo de menos para su categoría personal es si también
eran ágiles y fuertes o, por el contrario, eran torpones.
Con
todo, la ayuda que me ofrecen es muy importante, pues me permite, en
cierta medida, el contacto con la realidad. De hecho, como a pesar de
la técnica no me muevo al ritmo de los demás por
más movilidad que me dé la silla, me relaciono torpemente.
Es corriente que permanezca bastante tiempo en el mismo lugar, y que
por esto no me entere enseguida, por ejemplo, de lo último que
le ha sucedido a Jong por su problema con el castellano o de que se
inaugurado un nuevo cine en el barrio. Es importante que me cuenten
cosas, también intrascendentes, para que esté al tanto
hasta de lo trivial como sucede en cualquier familia. Hay que suplir
mi torpeza en las relaciones humanas, que es tan sólo falta de
agilidad para moverme. Esta sí es una buena ayuda. Especialmente
buena porque me abre las puertas al mundo de las propias decisiones.
Si estoy informado, puedo organizarme mejor, hacer planes, salir al
paso de las últimas novedades de la vida. Se trata de ayudarme
para que pueda seguir opinando y decidiendo con fundamento.
Según
en qué circunstancias, me resulta más difícil que
a los demás mostrar mis deseos. Si me interesan los resultados
de fútbol, por ejemplo, o un programa de televisión, yo
mismo iría derecho si pudiera a la página de los resultados
o apretaría directamente el botón correspondiente del
aparato. No es posible. Puedo pedir la ayuda correspondiente, desde
luego. Pero muchas veces no hace falta. Como me conocen, ya se sabe...
Admira
a más de uno la sintonía que he llegado a tener con casi
todos los que me han ayudado. Con el tiempo se han hecho a mi mentalidad.
Suele resultar todo tan fluido que muchas veces se adelantan a mi pensamiento
y voy más rápido gozando con esta rapidez
que si quisiera algo por propia iniciativa. Sin embargo, también
es cierto que "no es oro todo lo que reluce"; y, aunque no se note,
de vez en cuando hay sus más y sus menos con alguno...
Por
otra parte, cada vez me convenzo más de que los problemas que
surgen en este terreno son casi todos míos, de mi carácter
o de mi falta de consistencia interior. Necesito tiempo para aprender
a vivir con tanta ayuda: como un niño que aún maneja con
torpeza sus manos y sus pies.
Intimidad
Un
aspecto interesante de esta vida que llevo "sobre la marcha" es el de
mi intimidad. Al redactar me ha salido así, de modo espontáneo:
"mi intimidad". Casi con decir esto, está dicho todo, porque
mi intimidad se supone que es mía: los demás no deben
conocer, si yo no quiero, esas facetas de mi persona y de mi vida que
tengo derecho a reservar sólo para mí.
La
falta de intimidad es otro inconveniente más de la lista; y es,
a la vez, una oportunidad continua que tengo para ser humilde que
no es mala cosa, para aceptar la voluntad de Dios que me
quiere así y, sobre todo, siendo positivo, para experimentar
esa libertad que se siente cuando uno no debe preocuparse por defender
lo propio.
Desearía
que no transcendiera lo que considero privado. Tal vez lo que salta
primero a la vista es lo relativo al cuerpo, pues en estos años
de evolución, gracias a Dios, no me he acostumbrado a que esté
expuesta mi intimidad corporal, ni a que se haga y se deshaga conmigo,
aunque sé que es muy necesario y me siento agradecido por poder
tener quien se preocupa de mi cuerpo. Lo mismo se podría decir
del control de la función urinaria y digestiva y de las manipulaciones
imprescindibles para que se produzca la defecación y, en algunas
ocasiones, también la micción. Se trata sólo de
un ejemplo, que no es el más personal.
Cuando
siento que algo íntimo está de algún modo disponible,
desvelado ante otros que aunque me resulten muy próximos
no deben, sin embargo, ser espectadores, me siento incómodo
y especialmente sensible, por si lo que veo tan mío puede ser
maltratado o trivializado. El cansancio, o tal vez el acostumbramiento
de quien me ayuda, puede ser la ocasión de que me parezca que,
en ese momento, lo mío merece otra actitud. Concretamente, ese
interés o esa delicadeza que yo pondría. Siento que alguien
se está enterando de algo sin derecho y encima no valora lo que
a mí me importa bastante.
Si
se trata, por ejemplo, de hacer una llamada telefónica, nunca
me he sentido mal por algún comentario o algún gesto del
que me sostiene el teléfono, pero no puedo evitar echar de menos
la soledad que cualquiera tiene si se debe tratar de algo delicado,
o referente a otros, o que manifiesta la debilidad propia o la ajena:
algo que debe quedar en la intimidad.
La
verdad es que, por mi carácter, esta consecuencia de mi situación
no se me hace precisamente fácil. Se me conoce por ser más
bien callado: observador más que locuaz. Prefiero pensar bien
las cosas antes de decirlas, sobre todo si se trata de implicar a otras
personas o definirme sobre asuntos de cierta relevancia; y, por si fuera
poco, soy desconfiado. Ya sé que no está bien. Por eso
reconozco que tengo ahora una buena ocasión para ser mejor.
Hay,
sin embargo, personas en las que confío, pero necesito otorgar
la confianza a cada una en particular. Entonces me parece que confío
de verdad. Voy aprendiendo poco a poco que es preferible y más
justo pensar que la gente, aunque sea a veces débil y limitada,
es leal y tiene buena intención. Voy también comprendiendo
menos mal que cuando algo me molesta, no siempre existe
un culpable.
Por
la ayuda que necesito en todo momento, sobre todo si quiero desarrollar
la máxima actividad posible, mi vida está a la vista de
modo permanente. Si me empeñara en ocultarme, sería al
precio de la inactividad. Me quedaría solo, con mi mundo interior:
secreto, pero sin que mi vida tuviera apenas repercusión en mi
entorno. Para relacionarme necesito hablar, mirar, escribir; y, casi
siempre, habrá otro allí que, quizá sin querer,
me contemplará, me oirá o se enterará de lo que
escribo, aunque no le interese o aunque querría no enterarse.
Me molesta. A veces me molesta bastante, pero no estoy dispuesto a sacrificar
mis posibilidades de relación y, por tanto, de enriquecimiento
para mí y para otros, por reservarme mi intimidad. No valdría
la pena. Hay que sacrificar la intimidad. Debo estar dispuesto a ese
sacrificio y confiar en el respeto de los que tengo más próximos.
Se
sabe cómo trabajo: si soy diligente, perezoso, ordenado, puntual.
Si ahora me apetece... y por eso lo hago por puro capricho, o si procuro
trabajar en lo que corresponde aunque no tenga ganas. Se conocen mis
gustos. Cosa normal y muy buena en cualquier familia, también
en el Opus Dei, pero no siempre. No me gusta que uno cualquiera de esta
numerosísima familia pueda conocer a la perfección mi
forma de ser, porque está conmigo unas cuantas tardes.
Siento,
sin embargo, que tiene bastante de positivo esta obligada y aceptada
limitación que siento tan en lo vivo: ser transparente casi siempre,
no tener ni visillos en "mi alcoba". Es un modo evidente de prescindir
de lo privado, una forma forzosa si se quiere, pero aceptada por
mí como buena de prescindir de derechos, por elementales
y legítimos que parezcan, que no son imprescindibles para lo
único que me interesa de verdad. Si se tratara de renunciar a
mi derecho a Dios o a los medios que me llevan a Él, no transigiría
en modo alguno. Pero estar dispuesto a ceder el derecho a mi intimidad
no defender algo tan mío, sin sentirme malhumorado
más bien me da alas en el acceso a Dios porque soy más
libre.
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