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La
eutanasia. 100 cuestiones y respuestas
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Congregación
para la Doctrina de la Fe. Conferencia Episcopal Española
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Labor de todos
Con
frecuencia recojo de diversas formas la admiración de la gente.
De bastantes que me conocen ahora por primera vez; de otros que me conocían
ya antes y vuelven a verme o reciben noticias de mí despues de
un tiempo; y de algunos que, tratándome a menudo, parece que
se maravillan de la constancia de ánimo que mantengo, del optimismo,
o de los progresos en la adaptación al entorno: cómo manejo
la silla o el ordenador, o la capacidad para desenvolverme por la calle
o en la universidad...
No
pienso yo que vivir así sea algo extraordinario. No tengo la
impresión de estar haciendo nada especialmente difícil.
Una existencia sobre cuatro ruedas no es, desde luego, frecuente, aunque
cada día nos vayamos acostumbrando más al inválido
y a su rodada marcha. De ahí que si la admiración viene
por lo raro del fenómeno, es comprensible, pero sólo hasta
cierto punto; pues los fenómenos no son admirables ni merecen
aplauso porque sean raros, ni por la sofisticación que conllevan
ni, en definitiva, porque llamen la atención.
No,
si no es sólo por eso me dirán. Es que tiene
mucho mérito su constancia, su empeño, su fortaleza en
medio del padecimiento y la alegría que suele manifestar, la
conformidad que parece sentir con su estado. Y es que, además,
no para... Otro en su caso no se complicaría la vida tanto...
Y así
podríamos continuar todavía un rato más considerando
las "virtudes" de don Luis, mientras no sé de qué sonreírme
más, si de la candidez de algunos o de mí mismo, que,
como siga escuchando, hasta me lo voy a creer. Pero seguramente lo mejor
será dejar las sonrisas para otro momento, porque esto es bastante
serio.
No
tengo la impresión de ser extraordinario ni que las cosas me
resulten demasiado difíciles. Más bien me parece que lo
mío es de una dificultad normal, teniendo en cuenta lo que debo
hacer en realidad; es decir, lo que se espera de mí, y las posibilidades
reales que tengo de llevarlo a cabo. Considero que lo que hago es perfectamente
razonable para mi situación, entendida como el conjunto de la
limitación física, más las aptitudes o cualidades
naturales o adquiridas con el tiempo que poseo como cualquiera,
los medios materiales de que dispongo y la ayuda que recibo de los que
me quieren. Esto último solo tiene por sí mismo tal fuerza,
estimula, anima tanto, que es en buena medida aparte de mi propia
libertad, la clave para ser capaz de vivir con intensidad una
vida valiosa, sea cual sea la aptitud física. Al menos, ésta
es mi experiencia. Por eso trato de explicar, sobre todo cuando noto
demasiada admiración en los espectadores, que, realmente, soy
labor de todos. Además, si mi conducta resulta ahora especialmente
edificante, tal vez sea porque siendo en el mejor de los casos correcta
no tengo la impresión de ser ahora más heroico que
en abril de 1991 es, eso sí, más notoria y peculiar,
y llama la atención más que antes, por más que
yo pretenda pasar inadvertido.
Y siendo
así, ¿a quién convendrá aplaudir? Porque en
mi persona confluyen tantos intereses, tantos esfuerzos, tanto trabajo
y tanto cariño... Habría que ser ciego para no verlo,
y muy injusto para no sentir gratitud aunque los demás no quieran
agradecimiento. Porque tal vez merezcan más las gracias quienes,
sin tratarme y a veces conociéndome sólo por referencias,
me encomiendan a Dios. Habrá, por eso, que saber ver a don Luis
y, sin solución de continuidad, junto a él a un buen grupo
de "amigos" gracias a los cuales es posible el trabajo al que me reincorporo
en mayor medida cada día, la evolución favorable que se
nota en la capacidad de moverme en distintos ambientes y el dinamismo
que poco a poco voy recobrando, la salud física siempre
relativa y la mental, y esta paz interior que hace que me sienta
fundamentalmente bien. A veces me emociono pensando en algunas de las
personas que demuestran en estos días, o han demostrado en el
pasado, interés por ayudarme; y con frecuencia reflexiono sobre
la responsabilidad que tengo al contar con tanta ayuda. Me parece que,
en mi situación, vengo a ser como esos niños, hijos de
padres ricos, con las puertas de su vida abiertas al triunfo y, por
eso, con más obligación de progresar que otros que no
tienen tantos medios.
Como un caracol
En
aquellos meses, casi recién salido de la Clínica y después
de un prolongado retiro, en cierta medida, de la vida pública,
sentía todavía la necesidad de aprovechar todas las ocasiones
de reaparecer. Estaba empeñado en que el paréntesis que
había sufrido en mis relaciones normales con la gente no se agravara
más por culpa de la inmovilidad. En mi vida iría ya como
un caracol, con su pesado aparataje siempre a cuestas: el coche, la
silla, las rampas, el que me acompaña, las previsiones varias,
el tiempo extra, etc. Pero tenía que aprender a moverlo con agilidad
si quería ser el de siempre.
Necesitaba
empeñarme era casi una obsesión por estar
donde mi presencia fuera al menos oportuna. Procuré no desperdiciar
ninguna ocasión. Quería comprobar que estaba dispuesto
a lo que fuera, a llegar hasta donde me aguantaran las fuerzas, a volver
a ser, con silla, el sacerdote de antes.
Paseos por Pamplona
Los
domingos soleados del final de la primavera y comienzo del verano solía
callejear por Pamplona. Venía a ser una actividad casi necesaria
esa impresión tenía en los primeros meses
de vida extrahospitalaria. Me parecía imprescindible, tras tantos
meses de encerramiento y asepsia artificial, volver cuanto antes a lo
normal: el ruido de los coches, el viento, el sol o un poco de lluvia
imprevista, el pavimento corriente irregular por tanto de
las calles, las miradas curiosas y extrañadas de la gente ante
lo "nunca visto"... Hasta entonces, la silla y yo lo habíamos
tenido muy fácil. Los trayectos a veces se repetían, sobre
todo si salía por salir, para hacer horas de rodaje, y acabé
sabiéndome hasta las menores dificultades que me esperaban en
algunos recorridos. Ahora se trataba de conocer Pamplona desde mi nuevo
punto de vista.
Me
supuso una cierta novedad volver a contemplar lo mismo de siempre un
año después, pero mirado desde medio metro más
abajo. Para mí, en cierto sentido, todo había cambiado.
Por una parte las cosas no estaban a mi alcance: no podía tocar
el árbol, ni mirar hacia atrás para comprobar si conocía
a los del coche que acababa de pasar... Resultaba casi imposible, ahora,
entenderme con el vendedor de periódicos dentro de su quiosco
y debía pensar bien cómo cambiar de acera, teniendo en
cuenta los pocos lugares adecuados para bajar y subir.
¿Me
dará tiempo a bajar a la calzada, cruzar y volver a subir, mientras
el semáforo está verde?
No
sabría decir por qué, después de un año
todavía echaba de menos la cercanía física de las
cosas. Enseguida había tenido buena experiencia de esto en la
propia Clínica y lo comprobaba cada día sin salir de Aralar.
Fue posiblemente al encontrarme de nuevo frente a otras situaciones,
distintas de las domésticas, pero vividas también personalmente
hacía poco tiempo. Ahora veía la calle desde otro ángulo,
con otra perspectiva quiero decir. Notaba bastante el medio metro perdido
y la falta de agilidad, de rapidez, en lugares menos familiares que
la propia casa. Necesité salir a la calle unas cuantas veces
para que me pareciera normal contemplar todo desde media altura.
Al
principio me parecía un poco complicado detenerme con alguien
en medio de la calle. Por ejemplo en el parque: debía pensar
dónde parar la silla para no interrumpir demasiado el paso de
la gente, teniendo en cuenta cómo iba a quedar el brazo que sostiene
el mando con el que la manejo, cuando lo retirara de mi cara para charlar
con mayor comodidad... Era todo más simple de lo que a mí
me parecía, y a la gente no sólo no le importaba en absoluto
tener que esquivarme, sino que, al parecer, les parecía estupendo.
Me lo decían con los ojos, con sus sonrisas, incluso con sus
gestos de saludo, aunque no los conociera.
Eran
deliciosamente agotadoras esas mañanas de domingo aliñadas,
además, con el buen humor de mis acompañantes: casi todo
nos hacía reír. Un bordillo imprevisto era un reto, una
aventura, en parte para mí, en parte para la silla, en parte
para ellos, y en buena parte también para algunos viandantes
que, con cierto disimulo, contemplan la escena. Después de superar
el reto se solía repetir el mismo comentario:
Esta
vez no cobraremos por el espectáculo.
Al
volver a casa después de dar una vuelta, bastantes se interesaban
por el recorrido. Me sentía algo cansado pero muy a gusto, como
después de los partidos de pala de otros tiempos. Valía
la pena salir, aunque tuviera que vencer a veces una cierta pereza si
pensaba, sobre todo, que recibiría golpes por lo accidentado
del terreno, que la temperatura no era la ideal, que tendrían
que ponerme recto porque me iría hacia los lados... y también
en todo lo que podría hacer quedándome en casa. No valía
la pena, tampoco en aquel caso, dialogar con las tentaciones.
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