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La
eutanasia examinada. Perspectivas
éticas, clínicas y legales
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John
Keown (compilador)
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Mi silla y la Escuela
Un
problema que todavía persiste es el del equilibrio. Ocurre que
con facilidad pierdo la vertical: si me caigo para un lado o hacia adelante,
no soy capaz de recuperarme y debo recurrir a quien me acompaña
para que me enderece. Menos mal que el problema va a menos según
pasa el tiempo. He aprendido algunos recursos para recuperarme que me
sirven hasta cierto punto.
En
un terreno inclinado o de pavimento irregular mi equilibrio es bastante
precario, por más que trate por todos los medios de hacer fuerza
para no caerme. No sé si llegaría al suelo, nunca me ha
sucedido. Pero, de vez en cuando, me quedo totalmente "vendido", con
el cuerpo casi colgando hacia un lateral, sin posibilidad de recuperar
la vertical, a favor de la pendiente y sin poder llegar con la barbilla
al mando de control para dirigir la silla. Es de lo más molesto
y me hace experimentar con claridad lo dependiente que soy. Si no fuera
por mi acompañante, ahí me quedaría agotándome
por enderezarme. Basta sólo con un pequeño empujón,
en el hombro izquierdo casi siempre, y todo solucionado. Casi nada,
ya lo sé. Pero imprescindible.
La
falta de tono muscular en el tronco me ha convertido en una especie
de muñeco de trapo flácido, que se cae hacia cualquier
lado desde la posición vertical, según el movimiento y
la inercia de la cabeza y los hombros. Lo noto, sobre todo, en el coche,
cuando sólo llevo el cinturón de seguridad corriente.
Los cambios de dirección casi siempre son peligrosos, aunque
vayamos a velocidad discreta. En las curvas a la derecha me inclino
hacia la izquierda y al revés en las curvas a la izquierda. Cuando
vamos cuesta arriba no hay problema, ya que me sostiene el respaldo;
pero si la pendiente es hacia abajo y bastante pronunciada, me voy hacia
adelante. Es imprescindible tomarse esta batalla cotidiana con buen
humor.
En
mis paseos con la silla por el campus de la Universidad tuve buena experiencia
de este problema. Más de una vez casi llegué a la Escuela
de Arquitectura. Ganas no me faltaron de acercarme, pero sí el
tiempo necesario. Esperé a poder ir con la furgoneta para ahorrar
el tiempo del trayecto en silla: posiblemente más de una hora
entre ida y vuelta.
Cuando
por fin pude ir a la Escuela, avisé para que supieran que iba
a entrar por la puerta del Laboratorio de Edificación. Es el
único acceso que entonces tenía rampa. Sin pretenderlo,
aunque de algún modo era inevitable, con mi llegada capté
la atención de la gente. Detenido por los saludos, se improvisó
una concurrida bienvenida con la que no contaba y que alargó
la visita más de lo que había previsto. Me sentí
un poco incómodo por ser el centro de un alegre e improvisado
barullo, pero estaba también contento al ver el afecto de la
gente. Algunos no me habían visto desde el accidente y así
pude saludarlos sin tener que pasarme por cada despacho. Se mezclaban
de modo espontáneo directivos, profesores y alumnos con señoras
de la limpieza, el que hace las fotocopias y los que atienden el bar.
En
ese clima de fiesta las preguntas y los comentarios procedían
de todos, pero en el fondo coincidían. Primero:
¿Cómo
está? ¡Qué bien se le ve!
Y a
continuación:
¿Cuándo
volverá?
Es
lo que más deseaba y así lo manifesté. Eran evidentes
las dificultades para instalarme en la Escuela con aquel armatoste de
silla. Haría falta habilitar otro despacho en la planta baja
donde pudiera estar, recibir alumnos y trabajar con el ordenador; pues,
por entonces, no había ascensor.
Setas
Con
el otoño aparecieron setas en mi habitación. Me las trajo
Eduardo, sacerdote, amigo, colega de capellanía en la Universidad
y compañero de salidas micológicas, además de excelente
y divertido intelectual. Navarra es un paraíso para el setero
y algunos nos aficionamos al llegar aquí. Yo soy manchego y a
mucha honra; Eduardo, uruguayo: su acento lo delata. Vive cerca de la
Clínica y venía a verme con cierta frecuencia. Me contaba
que estaban saliendo hongos, como llaman aquí al apreciadísimo
Boletus edulis. Entre bromas y veras no me terminaba de creer que fuera
capaz de traerme algunos.
Pero
sí: se presentó con una pequeña cazuela que habían
preparado en su casa para que los probara. De sobra sabíamos
que era contravenir las más elementales normas de cualquier clínica,
pero en fin... No tratamos, por otra parte, de ocultarlo y el inconfundible
olor del guiso inundó el pasillo. Enseguida apareció Ana,
con aspecto enfadado. Sentía la obligación de cumplir
con su deber de supervisora, lo cumplía llamándome la
atención, pero pienso que en el fondo no le pareció mal.
Lo
más divertido de las setas es recogerlas; cocinarlas y comerlas
es lo que llamo "cerrar el ciclo", un ciclo que comienza con el conocimiento
teórico de las diversas especies y la excursión de búsqueda.
Con el regusto de aquella cosecha en el paladar, se me ocurrió
que sería posible recorrer el ciclo completo en silla de ruedas,
haciendo claro está algunas adaptaciones. A Eduardo
le pareció bien la idea y, de hecho, nos pusimos a pasar revista
a varios lugares que conocemos donde sería más sencillo
llevar a cabo la operación. Habría que comprobar la capacidad
de la silla en terrenos accidentados.
Con la gente de siempre
Aunque
fueron decisivos los primeros contactos con el exterior después
del accidente, fue propiamente la Novena de la Inmaculada en los
primeros días de diciembre el momento en que se confirmó
que podía no sólo relacionarme como antes, sino trabajar
como sacerdote también en un ambiente difícil.
Para
todos los que estuvieron al tanto de mi reaparición ante el gran
público en el Polideportivo de la Universidad, fue poco menos
que una hazaña aguantar todos los días el tiempo previsto
de confesionario, con el trajín de ida y vuelta a la Clínica
que esto suponía. Me ilusionaba mucho volver también este
año a la Novena. No había faltado desde que llegué
a la Universidad. La doctora de Castro me animaba: pensaba que estaba
en condiciones de aguantar si tomábamos algunas precauciones,
y eso hicimos.
Lo
primero era disponer de un confesionario. No fue complicado, pero tuve
que avisar a los organizadores que iría como todos los años.
En principio, no contaban conmigo. A partir de entonces comencé
a anunciar mi reaparición pública como sacerdote, más
pública que la de Torre I. Luego había que estudiar con
detalle la entrada y la salida, para evitar sorpresas en el acceso y
no estar innecesariamente a la intemperie. Emplearía la silla
pequeña para facilitar las maniobras, pues hubiera sido demasiado
complicado con la eléctrica hacía pocos días
que la tenía, por el tamaño y los escalones que
es necesario salvar. Por supuesto que iría muy abrigado, pues
era diciembre, los confesionarios están en un lugar abierto y
sin calefacción.
Aparte
de la abundante actividad sacerdotal y aunque entraba y salía
deprisa, era inevitable que me pararan algunos entre los miles que suelen
acudir a la Novena, entre alumnos, profesores y otros trabajadores de
la Universidad. Eran momentos de alegría, de sorpresas, de hacer
planes, de concertar citas para otro momento... Y todo rapidísimo,
porque yo a lo que iba era a confesar.
Para
la mayoría resultaba una temeridad, un riesgo excesivo e innecesario.
A mí no me parecía que fuera para tanto, pero sí
una cierta aventura que me encantaba, pero a la que estaba dispuesto
a renunciar en cuanto viera que no podía. Además, para
seguridad de todos, la doctora de Castro, como siempre, iba a seguir
muy de cerca mi estado. Por fortuna, todo fue bien en esta ocasión;
y el estar de nuevo en contacto con muchos conocidos acrecentó
mis deseos de volver a la vida universitaria. Me sentía realmente
bien.
Después
de la Novena, los residentes de la Torre me invitaron a la tradicional
cena de Navidad que se suele celebrar en los comedores universitarios.
Había comido allí a diario durante tres cursos y, aunque
no podría volver de modo habitual, sí en algunas ocasiones
más señaladas, más festivas. La celebración
de la Navidad se anticipaba algunos días porque los residentes
están en sus casas para esa fecha.
Después
de la meditación ante el Belén salimos para los comedores
con nuestras mejores galas. Todo llama la atención: es como si
se encarnara, por una noche también, el cuento de Cenicienta.
Las mesas, con manteles "de fiesta" y colocadas en una disposición
especial, dan realce a la gran sala. Las viandas ya dispuestas en las
mesas han sustituido al trajín del autoservicio. No faltan el
vino ni el champán. En el ambiente flota un especial deseo por
parte de todos de ser gratos con los demás: es Navidad.
Un
momento cumbre esperado en secreto por los veteranos que
supone una sorpresa para los demás es la entrada triunfal del
cocinero. De blanco impecable con su inmenso gorro, hace aparición
transportando grandes bandejas, con preciosos y dorados cochinillos
recién salidos del horno. Es recibido en clamor de aplausos.
Luego los brindis, el postre extraordinario e incluso algún villancico.
Pero para entonces ya me he marchado, porque el postre no me conviene
y la despedida se puede alargar.
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