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Cuidados
Paliativos del Paciente Oncológico
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Mauro
J. Oruezabal Moreno
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Traslado de planta
En
la habitación de destino Ana, mi nueva supervisora, también
controlaba hasta el último detalle la situación y se encargó
de las presentaciones. De nuevo debí emplearme, rápidamente,
en retener los nuevos nombres de las nuevas caras.
Eran
los primeros días de julio. Estábamos en plenos sanfermines
y cada jornada comenzaba en la 503 con el encierro del día. Lo
veía en la televisión con Jorge, el sanitario que se encargó
de mi aseo al cambiar de planta. Solía llegar a la hora en punto
para encender el aparato. "Sobre la marcha" contemplábamos los
prolegómenos de la carrera, el estallido del cohete de salida
y la emocionante carrera de mozos y toros con los revolcones de unos
y otros, casi siempre sin más consecuencias que el susto. Eran
cinco minutos de distensión, después de mi oración
de la mañana.
Aseado
y desayunado, se iniciaba una jornada normal. Continuaba con mi estudio,
la correspondencia procuraba atenderla al día, las visitas médicas
ocupaban la primera parte de la mañana y las de los amigos y
familiares cambiaron, porque algunos salieron de Pamplona con el verano,
otros con las vacaciones tenían más fácil venir
y a otros los conocí por mi nueva situación. La doctora
de Castro venía a diario al menos una vez; muchos días
dos. Ignacio Alberola más de cuando en cuando.
Los
análisis eran entonces semanales y un permanente objeto de atención.
A partir de las cifras de analítica y por las constantes de presión
arterial y temperatura que de forma rutinaria me tomaban, se comprobó
que la lesión medular me ocasionaba unas alteraciones peculiares
que, sin embargo, en mí no eran relevantes. Lo ordinario era
que tuviera la tensión muy baja, lo que sorprendía a quien
la tomaba. Y lo mismo se podía decir de la temperatura, sorprendentemente
baja. Pronto se supo que no era yo un enfermo convencional, al menos
en cuanto a las cifras que suelen indicar el estado médico de
los pacientes.
Ana,
que tiene la experiencia y la madurez profesional fruto de toda una
vida atendiendo a enfermos, es la continuidad en la quinta planta, segunda
fase. Por eso, cuando alguien que no estaba al tanto de mi caso comentaba,
admirándose y en un tono de alarma, alguno de los valores que
aparecían en mi historia clínica, ella o quizá
alguna otra enfermera que me conocía más, aclaraba:
Eso
en don Luis es normal.
Con
el paso de las semanas, aquella habitación y las personas que
la frecuentaban médicos, enfermeras, sanitarios, señoras
de la limpieza o el encargado de mantenimiento se me hicieron
familiares, un ambiente en el que me sentía seguro, sin sobresaltos,
y donde la rutina me ayudaba a centrarme en lo más importante:
mi vida interior y la eficacia de esa vida en los demás. Me parece
muy cierto que la calidad de la propia vida, la interior, la verdadera
y propiamente humana en definitiva, la que Dios contempla de cada
uno, que se suele llamar vida interior se manifiesta en especial
en los demás. Por eso, mirando lo que influyo en ellos, puedo
contemplar, por sus efectos, la calidad de mi vida.
En
aquellos meses largos e intensos de la 503 los problemas
médicos estuvieron en un segundo término. Decidí
expresamente mantenerme al margen de las problemáticas clínicas
cuanto fuera posible, para poder centrarme, cuanto más mejor,
en tareas como las de antes.
Cuando
me preguntaban por la marcha de alguna de las complicaciones que entorpecían
mi recuperación, solía decir bromeando:
Eso
es cosa de los médicos.
Prefería
no complicarme la vida con si subían o bajaban los glóbulos,
si ese día tocaba análisis y no estaba demasiado al tanto
de las pautas de medicación previstas. Eso era cosa de los médicos,
y las enfermeras se ocupaban minuciosamente de cada detalle. Lo mío
era cada vez más lo de antes: mi vida con el Señor y con
quien estaba a mi lado o lejos, donde dirigía una carta. En la
quinta, con la mente cada vez más clara, retomé con más
decisión mis ideales de sacerdote.
Vivir es siempre fascinante
Sé
que, a raíz del accidente, tendré que poner de modo habitual
un esfuerzo mayor que otras personas para cualquier actividad, pero
soy consciente de que el empeño valdrá la pena, ya que
el resultado, en mi caso, puede ser en bastantes ocasiones superior:
en mí mismo, por lo que tendrá de especial enriquecimiento
personal al ejercitar al máximo lo mejor de las cualidades de
que dispongo; y en los demás, porque ese empeño supondrá
un estímulo para muchos. Y esto, pensando sólo en los
beneficios humanos, sin tener en cuenta las consecuencias que, de cara
a la vida eterna, puede tener mi vida para mí mismo y para otros.
Hace
bastante tiempo que me convencí lo decía el beato
Josemaría Escrivá de que la formación de
la persona no termina nunca. Siempre se puede mejorar, pues no somos
perfectos: ni en lo que sabemos ni en nuestro modo de ser. Me siento
muy agradecido por haber recibido esta enseñanza, pues me lleva
a sentirme siempre joven y a saber que aún puedo crecer: mejorar,
aprender y rectificar mis errores.
Desde
que estoy así, sobre ruedas, me siento en un momento ideal para
formarme bien. Me encuentro en las mejores condiciones para pensar y
también para escuchar: para recapacitar sobre mis actitudes y
decisiones pasadas, para preguntarme y responderme con plena franqueza
si de verdad han valido la pena algunos empeños de otros tiempos.
Gracias
a Dios, esta oportunidad me ha llevado a calar más a fondo en
los convencimientos profundos con los que he orientado mi vida. La experiencia
que voy teniendo de este "ser muy consciente" o "calar más" es
verdaderamente animante. Desde el punto de vista subjetivo siento una
impresión de plenitud, de armonía en el mundo y en la
vida, que no recuerdo haber tenido hasta ahora, aunque antes me encontrase
físicamente muy bien. Por parte, de los demás noto apoyo
permanente y que mi vida les sirve para ser mejores. Podría poner
bastantes ejemplos concretos. Algunos irán saliendo "sobre la
marcha".
Vuelvo a celebrar Misa
Cuando
comencé a concelebrar la Santa Misa, este acontecimiento se convirtió
en lo más importante de cada jornada, como hasta entonces lo
había sido la Comunión o la Eucaristía a la que
asistí algunas veces en la planta tercera. En mi horario tenía
previsto bajar a primera hora de la tarde al oratorio para hacer un
rato de oración ante el sagrario y concelebrar a continuación.
Muy rara vez omití la Misa. Sólo cuando me encontraba
considerablemente peor y estaba claro que no iba a ser capaz del pequeño
ajetreo que suponía la ceremonia. Siempre me he entendido muy
bien en esto con la doctora de Castro. Aun cuando tenía un poco
de fiebre no dejaba la Misa, porque me sentía en condiciones
para concelebrar y, por hacerlo, no iba a empeorar mi estado.
Media
hora antes estaba ya en el oratorio rezando, como preparación
más inmediata a la Eucaristía. En el oratorio pequeño
el único que había entonces ya tenía
un lugar prácticamente reservado, de silencioso y común
acuerdo con los habituales en la capilla a esas horas. Trataba de no
interferir el tránsito normal de la gente por el obstáculo
de la silla. En esos ratos solía meditar con frecuencia algún
texto que me colocaban delante. Pero entonces no tenía tanta
movilidad en el cuello como ahora y se me hacía bastante incómodo
leer así. No era capaz de mantener la cabeza mirando hacia abajo
el tiempo suficiente.
Aparte
de lo que leía y de lo que reflexionaba por mi cuenta, me llevaban
a Dios las imágenes que tenía ante mí, cientos
de veces contempladas, y las personas que estaban ahí, con su
alma para Dios y cada uno con sus cadaunadas. De vez en cuando aparecía
una cara conocida que era otro aliciente para mirar Arriba porque podía
encomendar al Señor sus afanes.
Para
la celebración me llevaban hasta la pequeña sacristía,
donde hay siempre preparado un altar para que puedan celebrar de modo
privado los sacerdotes ingresados. El que iba a presidir la concelebración
disponía lo necesario mientras mi acompañante, que sería
el acólito, me revestía los ornamentos, situándome
a continuación junto al celebrante principal. También
se ocupaba de acercarme el texto de la plegaria eucarística para
que pudiera seguirla y pronunciarla en los momentos indicados. Según
fue consolidándose mi situación médica, en concreto
cuando gané más capacidad respiratoria, hacía también
alguna de las lecturas. Esto, que no es imprescindible, me hubiera agotado
al principio.
La
Santa Misa es el "momento" del sacerdote. Siempre lo he entendido así,
pero tal vez ha sido ahora, al tener más tranquilidad para contemplar
el Sacrificio mientras celebro, cuando mejor he captado el Amor de Dios
que salva y el sentido del sacerdocio ministerial: esa participación
del Amor en algunos hombres, que están entre los suyos con la
virtud de Cristo Sacerdote, viviendo para ellos, muriendo para ellos.
Muchas veces, al contemplar a alguno de los que estaban junto a mí
en el altar o de los que avanzaban por la fila para comulgar, pedía
al Eterno su fortaleza: la que necesito para ser otro Cristo y servir
a los demás para su salvación.
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