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Eutanasia:
¿Debemos matar a los enfermos terminales?
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Brian
Pollard
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En casa de Chente
Chente
estudiaba el último curso de Económicas y nos conocíamos
mucho de sus años en la Torre. Vivía ahora en un piso
con otros universitarios, también antiguos de la Torre, bastante
cerca de la Clínica. Casi todos venían a verme con frecuencia
y algunos habían participado en unas reuniones que organicé
en el Colegio para tratar los temas de interés humano que ellos
decidieran. Intentábamos abordar a fondo los problemas y, por
tanto, siempre salían a relucir aspectos morales, personales,
espirituales en definitiva.
Les
propuse continuar esas reuniones y les pareció bien. El problema
era encontrar un sitio adecuado porque mi habitación de la Clínica
no parecía el mejor lugar. Pronto, una vez que Chente lo habló
con los demás, quedamos de acuerdo en reunirnos una vez a la
semana en su piso a última hora de la tarde. El plan incluía
que me invitaban a cenar.
El
primer día ideamos la estrategia más eficaz para actuar
con rapidez y no dar problemas a las enfermeras. Vendrían dos
a buscarme a las ocho. Empujando la silla, convenientemente abrigado
y a toda velocidad porque hacía frío, saldríamos
por Urgencias. Cruzando una calle y atravesando una zona ajardinada
llegaríamos al portal de la casa. Aquí empezaba lo más
laborioso de la operación, porque para llegar al nivel del ascensor
había que superar cinco escalones. Sólo era cuestión
de juventud, entusiasmo y abandono por mi parte en su habilidad. Luego,
había que quitarle los apoyapiés a la silla para que cupiera
en el ascensor.
Una
vez en el piso comenzaba enseguida la sesión. Primero exponía
yo durante breves minutos el tema escogido y a continuación el
coloquio: ellos preguntaban y yo les preguntaba lo que no se les había
ocurrido preguntar pero me parecía interesante. En una hora dábamos
por concluida la sesión y de modo más informal si cabe
comenzaban a brotar recuerdos de sus tiempos de la Torre, de otros amigos,
lo que habían hecho en vacaciones; de paso que salían
diversas viandas de la cocina. El tiempo se hacía muy corto,
pero debía estar de vuelta pronto en la 503. En tono rimbombante,
llamábamos a aquellas tertulias "cenas teológicas".
La silla motorizada
En
noviembre llegó por fin la tan anunciada y esperada silla. Recuerdo
con viveza la escena de su aparición y que mi primera valoración
del acontecimiento fue bastante negativa.
Varias
veces me habían dicho que estaba encargada una silla que podría
manejar yo mismo sin necesidad de utilizar las manos. No me parecía
mal pero tampoco me lo tomaba como si fuera el gran logro. Como proyecto
para el futuro lo coloqué en la lista de los planes que otros
me organizaban y, como yo no había tenido ni arte ni parte en
la idea, la pobre silla nacía ya marcada con mi desinterés.
Se ve que el orgullo no se pierde aunque se pierda el movimiento. De
hecho, no estaba esperando el vehículo ilusionado por las posibilidades
que me ofrecería, por más que veía la ilusión
que ponía la doctora. Como la idea no había sido mía,
y no pensaba en ella, no podía prever lo que me iba a aportar.
Vistas
las cosas en tono positivo, me pasaba lo de siempre: que con el golpe
había perdido varias cosas pero no mi típica forma de
ser y de reaccionar ante ciertas situaciones. Aquella tarde se pondría
de manifiesto un aspecto de mi carácter, no precisamente virtuoso,
que espero ir dulcificando con el tiempo:
Un
individuo más o menos joven entró con la silla y comprendí
que era el proveedor. Comenzó hablando con bastante entusiasmo
de las maravillas nada frecuentes, según él
del aparato recién llegado de Alemania. Se veía que él,
que debía de ser el experto, explicaba admirado aquel artilugio
como quien habla de un extraterrestre prodigioso y desconocido, también
para quien lo explica.
Estaríamos
media docena de personas en la habitación. Recuerdo muy bien
que el experto se dirigía sobre todo a los demás. Me llamó
la atención que se esmerara tanto en su intento por dejar claro
cómo funcionaba la silla a los que nunca se iban a sentar en
ella. Pero mi admiración aún no había crecido bastante.
Fue necesario esperar al turno de preguntas lógico después
de la explicación.
Y
este piloto rojo ¿qué indica?
Y
cuando pase tal... ¿qué hay que hacer?
Vino,
entonces, por su parte, el turno de las divagaciones, de la novedad
revolucionaria del aparato, que claro..., y como las instrucciones están
en alemán... Resumiendo, que me cayó bastante mal el vendedor
y su silla. Y como no tenía mucho más que aportar, mi
curiosidad era poca, la doctora de Castro promotora de la idea se encontraba
fuera de Pamplona y era un trasto demasiado aparatoso en la habitación,
pregunté si contaban en la planta con algún almacén,
y allí la guardaron de momento según sugerí, porque
no tenía ninguna intención de reclamarla. En los días
siguientes no se volvió a mencionar el tema.
Pero
aquello duró poco. Por suerte para mí, el proveedor es
un profesional: un hombre bueno y paciente, que ha procurado atendernos
muy bien siempre que hemos necesitado su colaboración. Confío
en que siga haciéndolo, pues es seguro que voy a necesitar casi
de modo permanente el apoyo de ayudas técnicas para no perder
movilidad o para mejorarla, serviéndome de los sucesivos adelantos.
Cuando,
a los muy pocos días, volvió la doctora, lo primero que
hizo al entrar en la habitación fue preguntar por la silla. Se
la veía tan entusiasmada antes de verla como al vendedor y me
recriminó mi frialdad y falta de interés. Indicó
que la trajeran inmediatamente y comenzamos las pruebas. Todo era bastante
complicado, empezando por sentarme, puesto que es muy diferente a las
que existen en la Clínica. Les sobra silla a los que me sientan,
si sólo están habituados a las sillas corrientes. Esta
tiene un cabezal para la cabeza, que la hace más alta que las
demás. Una vez sentado, era necesario ajustar el respaldo en
la inclinación correcta y regular la altura del cabezal. Por
entonces aún no tenía un perfecto control de cuello y
con frecuencia necesitaba apoyar la cabeza.
El
mando con el que manejo la silla queda situado delante de la cara y
un poco debajo para que lo pueda mover con el mentón. No está
siempre ante mí. Puedo retirarlo a mi derecha y atrás
golpeando con la cabeza un conmutador que instalamos en el cabezal de
la silla. Basta un pequeño toque hacia atrás y a la derecha,
para que el sistema de control de la silla se coloque ante mí
o se retire. El cabezal, de hecho, únicamente lo utilicé
para apoyar la cabeza durante las primeras semanas; luego, como tengo
suficiente fuerza en el cuello, ha quedado sólo para sujetar
el conmutador. El mismo módulo que lleva el control de dirección
tiene un potenciómetro al que accedo también con la barbilla.
Sirve para determinar la velocidad máxima del vehículo.
Resultó
muy útil en los primeros momentos la posibilidad de regular la
inclinación del respaldo. Aunque prefería ir lo más
erguido posible me parecía lo más natural,
bastantes veces no había más remedio que recostarme un
poco si había riesgos de mareo. También ahora mueven con
cierta frecuencia el respaldo, hasta incluso la horizontal, por ejemplo,
si conviene que cambie un rato las zonas de apoyo.
Enseguida
la doctora prudentísima ella dijo que necesitaría
un cinturón, pues podría irme hacia delante. La idea,
por supuesto, me pareció fatal. Lo veía como una complicación
innecesaria. Afortunadamente, por ahora vengo saliéndome con
la mía.
Desde
luego, mis primeros movimientos con la silla fueron torpes, si bien
es cierto que la cosa no tiene de suyo ninguna complicación y
en muy poco tiempo pude manejarme con bastante soltura. En todo caso,
como no tenía interés en llevarme a nadie por delante,
procuraba ir con cuidado puesto que una colisión sería
muy desagradable, sobre todo para el contrario, ya que entre la silla
y yo sumamos ciento noventa kilos largos que se desplazan. No podía
evitar, a pesar de todo, sonreírme irónicamente por dentro
y por fuera, y hasta hacer algún comentario, para mí gracioso,
cuando mi doctora, prudentísima como digo, me recordaba que fuera
con mucho cuidado: a la mínima velocidad.
Después
de aquellas anécdotas, que recordándolas ahora me hacen
sonreír y sentir una cierta compasión de mí mismo,
vino la normalidad. Cuando la silla se convirtió en un instrumento
de trabajo poco menos que imprescindible.
En
las primeras semanas el objetivo era hacer kilómetros, probar
el instrumento en las variadas situaciones que podían presentarse
en mi quehacer por Navarra. Había que confirmar la resistencia,
la autonomía, su capacidad de maniobra, la potencia en las subidas,
si podía superar algunos obstáculos, qué pasaba
si perdía el control en cuesta, si me inclinaba sobre el asiento
y no llegaba al mando. Comprobé que todo eran problemas. Pero
el tiempo me fue diciendo que el problema era yo con mi impaciencia.
Al
principio, cualquier trayecto que discurriera fuera de las amplias autopistas
de la Clínica se me hacía mortificante. Salía mucho
a la calle y sabía bien lo que me esperaba. Estaba convencido
lo decía en broma pero con la intención de ser realista
de que mi silla era una "silla de piso". La verdad es que poco a poco
me fui confiando y aprovechándome de las buenas cualidades técnicas
del cacharro, y pude asombrar a más de uno, sin pretenderlo,
de las maniobras que se pueden hacer con él.
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