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Mi
pie izquierdo (2ª ed.)
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Cristy
Brown
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Organizándome en la quinta
Llegó
octubre y, con el comienzo del curso, los conocidos de la Torre empezaron
a desfilar por la 503 con toda naturalidad. No habían tenido
todos la ocasión de saludarme después del golpe porque
no estaba yo para muchos saludos a la salida de la UCI, y ese momento
coincidió además con los exámenes finales. Por
eso, el mes de octubre fue un permanente trasiego de entrañables
conocidos. Me alegraba mucho recibir a esos chicos, entre otras razones
porque notaba que eran amigos de verdad. Con bastantes de ellos venía
charlando desde hacía algún tiempo con diversa profundidad,
según los casos, y me parecía lógico continuar
con ese trato de amigos, aunque tuvieran que acudir por el momento a
mi habitación.
A partir
de media mañana y de media tarde, el horario general de la Clínica
prevé que los pacientes reciban visitas. Por eso me organicé
lo mejor que pude para sacarle todo el partido posible a esas horas,
haciéndolas compatibles con el tiempo que tenía previsto
para estudiar.
El
grueso de la ocupación, mientras me iba fortaleciendo y superando
las varias infecciones pulmonales y de orina de aquel tiempo, era la
atención de los conocidos de la Torre y la Escuela de Arquitectura.
Las conversaciones, al ser normales y francas, necesariamente eran sacerdotales.
Yo sabía bastante bien con quién hablaba en cada momento
y ellos también eran conscientes de quién tenían
delante. Estaba bastante claro que me interesaban mucho esas entrevistas:
pretendía que fueran mejores cristianos aunque ya fueran buenos;
pues, en esto, todos tanto ellos como yo debemos ganar siempre.
Por eso solía recordarles al principio, de forma más o
menos explícita, que hablaríamos de lo que quisieran si
estaban dispuestos a ser sinceros. Si no, ambos perderíamos el
tiempo tontamente.
Seguí
estudiando historia por mi cuenta como en la tercera. Pero comencé
también con otras materias. La música me había
gustado desde el colegio. Tengo buen oído. Sólo toco la
armónica, pero desde niño he pertenecido a diversas corales:
fui incluso solista durante algún tiempo. Alguien de Aralar me
presentó a David, alumno de la Universidad, gran apasionado de
la música, que estudiaba también uno de los últimos
cursos de la carrera de piano en el Conservatorio de Pamplona. Se brindó
a darme clases de música dos días por semana. Tendríamos
audiciones de música clásica y me iría explicando
algo de su historia, los autores, los instrumentos, los estilos... Era
un verdadero entusiasta, que me animaba con el calor de sus explicaciones
con una constancia admirable. Casi siempre utilizábamos la televisión
para ver videos de orquestas que interpretaban las grandes obras clásicas
o algunas óperas.
Pero
la televisión la utilizaba sobre todo y a diario para las clases
de inglés. Por casualidad estuvo varios meses en Pamplona, para
someterse a un tratamiento médico en la Clínica, un joven
economista Javier que había conocido en Madrid a
finales de los setenta, y marchó a Canadá para colaborar
allí en los apostolados que promueve la Obra. Desde entonces
vive en aquel país. A estas alturas, el inglés no tiene
secretos para él.
Con
la televisión y con mucha paciencia, fuimos siguiendo un curso
de conversación inglesa hecho por la BBC. Javier era un auténtico
reloj: en cuanto daba la hora, comenzaba su clase con toda profesionalidad
sin admitir ninguna interrupción. "Se ruega no pasar, estamos
en sesión de trabajo", se podía leer en un letrero que
colocábamos en la puerta de la habitación. Hubo diversos
comentarios a propósito del cartel, pero a nadie le pareció
mal.
Las
clases y el resto de mis ocupaciones en los meses de la Clínica,
no eran, sin embargo, algo pacífico que no me supusiera esfuerzo.
Más de una vez me sentí cansado e incluso harto, sobre
todo de las clases. Después de una sesión en radiología
o en el servicio de rehabilitación, o si había charlado
con cierta intensidad con varios muchachos inmediatamente antes, no
me apetecía demasiado escuchar al protagonista de "Follow me":
prefería mil veces que conectaran la televisión y ver
lo que pusieran en ese momento.
A menudo
pensé que no valía la pena tomarse esas actividades tan
en serio. En especial las clases de inglés, que me suponían
esfuerzo por la concentración que debía poner para ir
progresando a buen ritmo. Así se lo dije a la doctora, pero "pinché
en hueso": no transigió en absoluto con mi debilidad. Deduje,
entonces, que estaba en condiciones de mantener un ritmo de trabajo
responsable de acuerdo con lo acordado y que no había razón
para estar sin hacer nada o haciendo sólo lo que me fuera apeteciendo.
Las clases de inglés y las demás actividades previstas
siguieron con el orden y la seriedad del principio hasta el final de
mi estancia en la Clínica. Fueron siempre una ocasión
de enriquecimiento y a veces también una oportunidad para vencer
la pereza, para hacer lo que se debe; exactamente igual que antes, cuando
era la hora y no me apetecía dar una clase o ir al confesionario.
Y además,
con buen humor. También en la 503 debía esforzarme por
hacer de tripas corazón: poner entusiasmo y sonreír, aunque
fuera sólo para un espectador. Una vez que conocía bien
mi situación y la aceptaba, no debía funcionar con complejo
de víctima por la vida. Quería que mi estado de ánimo
fuera la consecuencia de los profundos y grandes convencimientos que
me habían impulsado hasta el momento del accidente y que estaban
ahí: no se habían esfumado con el golpe y seguían
siendo válidos.
Desde
entonces muchas circunstancias habían cambiado. Estar con molestias
era lo normal: posturas, inmovilidad, cansancio, sudor, inapetencia,
mareos... La lista sería interminable, pero no estaba dispuesto
a que todo eso, que podía experimentar todos los días
y de continuo, protagonizara mi existencia. Sencillamente, no me daba
la gana. He tenido siempre bastante claro que lo meramente físico
o corporal no tiene por qué llevar la voz cantante en la vida
de una persona.
Una
de las novedades de la quinta planta que me gustaron fue el gimnasio.
Hasta entonces había tenido siempre las sesiones de rehabilitación
en la cama. Aunque es frecuente que las fisioterapeutas traten pacientes
en sus habitaciones incluso en la UCI, como a mí,
lo más normal es que los tratamientos se apliquen en el gimnasio.
Por tanto, era un avance obligado bajar al gimnasio con los demás.
Enseguida pude comprobar que era un momento de descanso, de desahogo.
Me
bajaban los sanitarios en una silla y me colocaban sobre una de las
camillas, casi siempre en "el plano", que se podía incorporar
verticalmente. Después de la movilización pasiva de las
extremidades y algunos ejercicios de cuello, sujeto con unas cinchas,
iban poniendo "el plano" cada vez más vertical, esperando un
poco entre cada punto y el siguiente para evitar los mareos. Varias
veces perdí el conocimiento en estas elevaciones y tuvieron que
bajarme enseguida. Poco a poco he ganado capacidad para estar erguido.
Es una postura que me favorece desde el punto de vista médico
y me descansa.
Conocí
gente nueva en el gimnasio. Aparte de la doctora Casado, jefe del Servicio,
las fisioterapeutas y las auxiliares, estaban los pacientes. Casi siempre
había niños, algunos muy pequeños, y me los presentaban.
Por un primer ajuste de mi horario, cambié la rehabilitación
de la mañana a la tarde. Comenzó, entonces, a atenderme
Merche en lugar de Milagros; pero, poco después, al ir aumentando
mi actividad por las tardes, tuve que volver al horario de mañanas,
esta vez con Beatriz, que me sigue tratando hasta hoy. Casi todos los
pacientes iban desapareciendo porque mejoraban y eran dados de alta.
Yo era y soy la permanencia puesto que mi tratamiento es sobre todo
de mantenimiento.
Primera meditación
Un
paso pendiente todavía, e importante hacia la normalidad en mis
ocupaciones ordinarias, era la predicación. Fue uno de tantos
pasos sugeridos por la doctora, que sabía bastante bien en qué
debía consistir mi trabajo. Debía poner, según
ella, mucho empeño por mi parte, pues se suponía que después
de los últimos meses, tan especiales también en mi actividad
intelectual, me iba a costar hablar con sentido durante un rato largo
y refiriéndome ordenadamente a un tema, para ayudar a los oyentes
a rezar mientras yo mismo rezaba. Tanto me insistió la doctora
en que me preparara bien para la meditación, que estaba un poco
intrigado acerca de las dificultades que se me podían presentar
y tal vez demasiado prevenido, no fuera a fracasar. Como se trataría
de una prueba siendo, sin embargo, una verdadera meditación,
tendría lugar en mi propia habitación y para un público
selecto y reducido.
Procuré
tomarme en serio aquella primera media hora que me esperaba, después
de un lapsus grande cuatro meses, el mayor desde mi ordenación
sin dirigirme a la gente en oración. Me encontraba bastante sereno.
Pronto decidí sobre qué podíamos tratar con el
Señor y, además, me hacía mucha ilusión
recuperar aunque fuera esta vez sólo una prueba algo
que había sido mi trabajo y mi gozo en los últimos años.
No
quise complicarme la vida preparando algo especial para la ocasión,
sobre todo porque me vino a la cabeza enseguida un texto del beato Josemaría
Escrivá que juzgaba muy apropiado en la situación en que
me encontraba. Me pusieron delante su homilía "El corazón
de Cristo, paz de los cristianos" con algunas notas escritas a mano
que había dictado previamente. Recuerdo que me molestaba el cuello
al leer: "Jesús en la Cruz, con el corazón traspasado
de amor por los hombres, es una respuesta elocuente sobran las
palabras a la pregunta por el valor de las cosas y de las personas.
Valen tanto los hombres: su vida y su felicidad, que el mismo Hijo de
Dios se entrega para redimirlos, para limpiarlos, para elevarlos".
Me
sentía limitado. No tanto por presentar ante los ojos de la gente
un estado físico bastante penoso, sino, sobre todo, por mi forma
de ser, por las deficiencias de mi carácter. Por otra parte,
sabía y sé que mi vida no es valorable sólo con
criterios humanos, no es comparable a nada de lo que se ve y se aprecia
por su atractivo material o físico. Pero eso, mi condición
personal no es de mi invención, ni decisión mía
ser lo que soy. Me aplico siempre a mí mismo el convencimiento
que irónicamente explicaba a los alumnos en la Escuela de Arquitectura:
Tenemos
tanto mérito por ser personas, como las lechugas por ser lo que
son. Ellas han hecho lo mismo que nosotros por lograr la condición
original que tienen.
Desde
el accidente tengo más sensibilidad para valorar mi condición
personal y para reconocer que algo tan grandioso, tan por encima de
otros modos de existencia, se me ha otorgado gratis: tener un destino
en Dios, en función de mi libertad es inimaginablemente fantástico.
Eso
era yo mientras hablaba: una persona como las demás que corrían
por la vida. Para algunos, posiblemente un inútil. La pregunta
surgía espontánea. Dios, en su infinita sabiduría,
me valora tanto "valen tanto los hombres: su vida y su felicidad,
que el mismo Hijo de Dios se entrega...", que pensó que
valía la pena dar su vida por mí. Dar su vida por cada
uno de los hombres que han existido y por los que van a existir: mujeres
y hombres, blancos y negros, ricos y pobres, listos y tontos, jóvenes
y viejos, amigos y enemigos, sanos y enfermos... ¿Qué pienso,
entonces, de mí mismo? ¿Cómo veo y miro a los demás?
¿Considero lo que valen, en todo caso, porque valen para El? ¿Qué
distingos hago entre unos y otros, y por qué? Había que
pensar también en las deficiencias de carácter de los
demás, que suelen echarnos para atrás en el trato con
la gente y nos llevan a hacer demasiadas distinciones: a El le interesamos
todos y por los peores parece que se desvela más.
Me
sentía lo iba considerando en voz alta ante mi pequeño
auditorio con todas las posibilidades intactas para ser feliz,
para llevar a cabo empresas grandes. Yo, como sacerdote, tenía
por delante una tarea grandiosa con los hombres y ante Dios; y este
trabajo me había hecho feliz, me estaba haciendo feliz. También
los demás deben todos hacer cosas muy grandes por
los demás y ante Dios; y también así serán
muy felices. Vale la pena, por mucha pena que haya, pues "valen tanto
los hombres: su vida y su felicidad, que el mismo Hijo de Dios se entrega".
Las
cuatro personas que me escuchaban entendían muy bien la importancia
de ocuparse de las necesidades de los demás: eran la doctora
de Castro, dos enfermeras y Rocío, mi hermana menor, que estaba
casualmente en Pamplona esos días.
Pasó
la media hora prevista de oración. Tras la acción de gracias,
se disolvió la pequeña asamblea y tuve la impresión
de que continuaba siendo el mismo, también en este aspecto de
mi vida sacerdotal. La experiencia no volvió a repetirse en la
503, pues a partir de entonces comenzaron a pedirme con cierta frecuencia
que fuera a predicar en diversos lugares.
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