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La
eutanasia. 100 cuestiones y respuestas
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Congregación
para la Doctrina de la Fe. Conferencia Episcopal Española
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Sentado de nuevo
Pasar
de la cama a un asiento era un paso necesario, que por una parte me
parecía imprescindible, pues no me imaginaba estar acostado el
resto de mi vida. Pero, a la vez, lo veía como una aventura que
requería buena dosis de audacia y precauciones abundantes. Me
daba cuenta de que, en mi modo de ver este paso importante de mi recuperación,
había una cierta contradicción: prisas y calma, urgencia
y precaución. No estaba dispuesto a vivir en la cama, pero de
hecho me había instalado en ella y se me hacía muy
arduo prescindir de la horizontal. Esta posición, a fuerza de
mantenerla por la necesidad, me parecía insustituible. Sólo
acostado tenía impresión de normalidad. En posturas más
verticales me mareaba con facilidad, a pesar de que ni siquiera pretendían
llegar a sentarme, sino sólo levantar un poco más la espalda.
Sentarme
fue un proceso que comenzó con los intentos de incorporarme en
la misma cama, gracias al dispositivo que tienen las camas hospitalarias
para llegar a poner al paciente con la espalda progresivamente erguida.
Con la manivela podíamos ir probando cómo toleraba posiciones
cada vez más verticales. Enseguida se comprobó que la
cosa no iba a ser fácil, que necesitaría tiempo y numerosos
intentos de progresiva elevación para conseguir instalarme, de
modo estable, en un asiento independiente de la cama.
En
este proceso se controlaba, sobre todo al principio, la tensión
arterial; porque la tenía siempre muy baja, y era ésta
la causa de que me mareara, sobre todo si la incorporación se
realizaba con rapidez. Las pérdidas de conciencia eran algo de
todos los días, un riesgo con el que había que contar;
pues, a pesar de que había que evitarlas, no tenía, sin
embargo, la impresión de que me perjudicaran en exceso. Lo único
que notaba al volver a estar consciente era que había abandonado
a mis acompañantes durante unos segundos y me encontraba otra
vez en la posición de partida. Lo que me fastidiaba, sobre todo,
era que teníamos que comenzar de nuevo el proceso, incorporándome
más despacio. Me podía la impaciencia: no terminaba de
llegar el momento de ser un poco más normal, con tantas subidas
y bajadas.
También
me preocupaba que la falta de oxigenación cerebral, que era la
causa de los mareos, acabara afectando a mi capacidad intelectual de
forma irreparable. Recordaba que una lesión cerebral por falta
de oxigenación puede producir lesiones irreversibles. Gracias
a Dios, no he apreciado deteriodo en este sentido pues, al parecer,
también el cerebro tiene capacidad de adaptarse a niveles bajos
de oxígeno.
Utilizábamos
para estas pruebas un asiento reclinable que es un prodigio de la técnica:
con todas las ventajas de una cama y la posibilidad de convertirse en
una butaca convencional. Sólo con pulsar unos botones se modifica
a voluntad la incorporación de la espalda, la elevación
de las piernas, el apoyo de la cabeza o la posición de los brazos.
Además, como tiene ruedas, podía cambiar de ambiente.
Me
entrenaba en ese asiento y a veces me mareaba cuando pretendía
ir a otro lugar, recibir a las visitas o ver la televisión como
antes. Pero era una experiencia nueva: después de varias semanas,
podía mirar por aquella ventana del pasillo que sólo había
visto de lejos cuando abrían la puerta. Podía ver de dónde
procedía un ruido que escuchaba muchas veces, pero que ni siquiera
me había preocupado en preguntar a qué se debía...
Y es que mi natural curioso había recibido un fuerte golpe con
la inmovilidad. Sobre mi carácter callado, me había ido
acostumbrando, además, a aguantarme la curiosidad: no me compensaba
la molestia, mía y de los demás, de andar preguntándolo
todo.
Esta
actitud, a la que me inducía mi situación, me había
servido para pensar bastante más de lo habitual sobre el sentido
de las cosas, de los acontecimientos, de las personas, de la vida...
Pero me alegraba de haber sido curioso hasta entonces y haberme fijado
en muchos detalles, tal vez sin importancia para la mayoría,
pero que a mí me ayudaban, por ejemplo, para asombrarme de la
perfección y belleza del mundo; o, por el contrario, para notar
las deficiencias de lo malo y para llegar a reconocer sus causas. Desde
los detalles que se observan en una simple mosca o en el desarrollo
de una flor, hasta los rasgos de un rostro con capacidad de sonreír
o demostrar preocupación, alegría, ternura... que comunica
esos sentimientos a otro rostro que los entiende aun sin palabras. Cuando
fui recuperando la movilidad y la posición de sentado recuperé
también, hasta cierto punto, la posibilidad de curiosear.
Estar
sentado con normalidad supondría con el tiempo un paso considerable.
Comprendí que con ayudas técnicas y la rehabilitación
física que pudiera lograr, tenía la posibilidad de hacer
mucho aún en esta vida. Veía aquel primer asiento en el
que me mareaba cada día como la punta de un iceberg. Todavía
no estaba a la vista lo que sería capaz de hacer desde una silla.
Visita a la quinta
Un
día llegaron los médicos Ignacio y la doctora de
Castro anunciándome una sorpresa. Se les notaba ilusionados
en lo que iban a proponerme. Se trataba de cambiar de planta. Me ofrecían
una habitación mejor con un balcón al que podría
salir a tomar el sol...
Me
subieron a la quinta planta para verla. Estuvimos poco tiempo y me parece
que mostré poco entusiasmo por la idea, a pesar de los deseos
que ambos doctores tenían de que me agradara. Los veía
ilusionados. Comprendía que, aparte de la mejora material de
la habitación, justificaba el cambio alguna razón que
a mí ni se me había pasado por la cabeza. Seguro que me
argumentaron en este sentido, pero no recuerdo qué otros motivos
me dieron. Sí recuerdo que no lograron que me interesara el traslado:
se me presentaba como otra dificultad más que debía superar
si quería restablecerme lo mejor posible. Me había acostumbrado
a las enfermeras de la tercera, me caían bien y a saber cómo
sería el nuevo personal. No necesitaba, además, otra habitación
mejor. Como saben los que me conocen, no soy confiado por naturaleza
y además tiendo a impedir que otros me organicen la vida a menos
que me conste que tienen derecho a hacerlo.
Ahora,
con el previsible traslado y la visita a la 503, que había sido
en realidad el comienzo de un viaje sin retorno, la tranquilidad en
la añorada planta y la mejora de mi régimen de vida tras
los malos ratos en Intensivos, parecía que se esfumaban. En un
instante iba a perder aquella seguridad, aquel progreso de la tercera,
puesto que fue allí donde más se notó mi evolución
favorable. Salía de lo bueno y conocido. Porque por mucho que
me dijeran... pensaba que "más vale malo conocido que bueno por
conocer". De la quinta no sabía nada, y sólo porque sustituía
a la tercera ya me caía mal.
Pronto
comencé a caer en la cuenta, mientras daba vueltas a si estaría
mejor en la tercera o en la quinta, de que me esperaba durante una buena
temporada una especie de carrera de obstáculos: apenas logrado
un objetivo el ingreso en planta en este caso y sin posibilidad
casi de reposar en él, debería lanzarme a otras dificultades
nuevas e insospechadas hasta entonces.
Sólo
mi doctora sabe el interés que puso, las horas dedicadas a proteger
mi mente en aquellos momentos, sin apenas decirlo pero actuando con
clara intención. Deseaba que la sintonía médicoenfermo
fuera perfecta. Y aunque casi siempre había sus más y
sus menos, se trataba y se trata de pequeños desacuerdos en asuntos
triviales, que acaban en risas muchas veces y manifiestan simplemente
que somos distintos: ella es mayor que yo, de carácter diferente
y mujer. Algo habitual en las relaciones de este tipo, que me confirma
que todo es normal.
Cuando
se superaron casi todas las dificultades serias, me trasladaron a la
quinta. Pasé en la tercera como mes y medio. Fueron semanas incómodas,
de recomienzo de la actividad y decisivas en mi recuperación.
Una etapa quizá poco llamativa en cuanto a progresos visibles,
pero muy importante en cuanto al asentamiento en mí de convencimientos
profundos. Fueron, por esto, unas semanas muy bien aprovechadas.
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