sobre la marcha: confesiones de un tetrapléjico que ama apasionadamente la vida
Luis de Moya
La eutanasia. 100 cuestiones y respuestas
Congregación para la Doctrina de la Fe. Conferencia Episcopal Española

        Sentado de nuevo

        Pasar de la cama a un asiento era un paso necesario, que por una parte me parecía imprescindible, pues no me imaginaba estar acostado el resto de mi vida. Pero, a la vez, lo veía como una aventura que requería buena dosis de audacia y precauciones abundantes. Me daba cuenta de que, en mi modo de ver este paso importante de mi recuperación, había una cierta contradicción: prisas y calma, urgencia y precaución. No estaba dispuesto a vivir en la cama, pero –de hecho– me había instalado en ella y se me hacía muy arduo prescindir de la horizontal. Esta posición, a fuerza de mantenerla por la necesidad, me parecía insustituible. Sólo acostado tenía impresión de normalidad. En posturas más verticales me mareaba con facilidad, a pesar de que ni siquiera pretendían llegar a sentarme, sino sólo levantar un poco más la espalda.

        Sentarme fue un proceso que comenzó con los intentos de incorporarme en la misma cama, gracias al dispositivo que tienen las camas hospitalarias para llegar a poner al paciente con la espalda progresivamente erguida. Con la manivela podíamos ir probando cómo toleraba posiciones cada vez más verticales. Enseguida se comprobó que la cosa no iba a ser fácil, que necesitaría tiempo y numerosos intentos de progresiva elevación para conseguir instalarme, de modo estable, en un asiento independiente de la cama.

        En este proceso se controlaba, sobre todo al principio, la tensión arterial; porque la tenía siempre muy baja, y era ésta la causa de que me mareara, sobre todo si la incorporación se realizaba con rapidez. Las pérdidas de conciencia eran algo de todos los días, un riesgo con el que había que contar; pues, a pesar de que había que evitarlas, no tenía, sin embargo, la impresión de que me perjudicaran en exceso. Lo único que notaba al volver a estar consciente era que había abandonado a mis acompañantes durante unos segundos y me encontraba otra vez en la posición de partida. Lo que me fastidiaba, sobre todo, era que teníamos que comenzar de nuevo el proceso, incorporándome más despacio. Me podía la impaciencia: no terminaba de llegar el momento de ser un poco más normal, con tantas subidas y bajadas.

        También me preocupaba que la falta de oxigenación cerebral, que era la causa de los mareos, acabara afectando a mi capacidad intelectual de forma irreparable. Recordaba que una lesión cerebral por falta de oxigenación puede producir lesiones irreversibles. Gracias a Dios, no he apreciado deteriodo en este sentido pues, al parecer, también el cerebro tiene capacidad de adaptarse a niveles bajos de oxígeno.

        Utilizábamos para estas pruebas un asiento reclinable que es un prodigio de la técnica: con todas las ventajas de una cama y la posibilidad de convertirse en una butaca convencional. Sólo con pulsar unos botones se modifica a voluntad la incorporación de la espalda, la elevación de las piernas, el apoyo de la cabeza o la posición de los brazos. Además, como tiene ruedas, podía cambiar de ambiente.

        Me entrenaba en ese asiento y a veces me mareaba cuando pretendía ir a otro lugar, recibir a las visitas o ver la televisión como antes. Pero era una experiencia nueva: después de varias semanas, podía mirar por aquella ventana del pasillo que sólo había visto de lejos cuando abrían la puerta. Podía ver de dónde procedía un ruido que escuchaba muchas veces, pero que ni siquiera me había preocupado en preguntar a qué se debía... Y es que mi natural curioso había recibido un fuerte golpe con la inmovilidad. Sobre mi carácter callado, me había ido acostumbrando, además, a aguantarme la curiosidad: no me compensaba la molestia, mía y de los demás, de andar preguntándolo todo.

        Esta actitud, a la que me inducía mi situación, me había servido para pensar bastante más de lo habitual sobre el sentido de las cosas, de los acontecimientos, de las personas, de la vida... Pero me alegraba de haber sido curioso hasta entonces y haberme fijado en muchos detalles, tal vez sin importancia para la mayoría, pero que a mí me ayudaban, por ejemplo, para asombrarme de la perfección y belleza del mundo; o, por el contrario, para notar las deficiencias de lo malo y para llegar a reconocer sus causas. Desde los detalles que se observan en una simple mosca o en el desarrollo de una flor, hasta los rasgos de un rostro con capacidad de sonreír o demostrar preocupación, alegría, ternura... que comunica esos sentimientos a otro rostro que los entiende aun sin palabras. Cuando fui recuperando la movilidad y la posición de sentado recuperé también, hasta cierto punto, la posibilidad de curiosear.

        Estar sentado con normalidad supondría con el tiempo un paso considerable. Comprendí que con ayudas técnicas y la rehabilitación física que pudiera lograr, tenía la posibilidad de hacer mucho aún en esta vida. Veía aquel primer asiento en el que me mareaba cada día como la punta de un iceberg. Todavía no estaba a la vista lo que sería capaz de hacer desde una silla.

Visita a la quinta

        Un día llegaron los médicos –Ignacio y la doctora de Castro– anunciándome una sorpresa. Se les notaba ilusionados en lo que iban a proponerme. Se trataba de cambiar de planta. Me ofrecían una habitación mejor con un balcón al que podría salir a tomar el sol...

        Me subieron a la quinta planta para verla. Estuvimos poco tiempo y me parece que mostré poco entusiasmo por la idea, a pesar de los deseos que ambos doctores tenían de que me agradara. Los veía ilusionados. Comprendía que, aparte de la mejora material de la habitación, justificaba el cambio alguna razón que a mí ni se me había pasado por la cabeza. Seguro que me argumentaron en este sentido, pero no recuerdo qué otros motivos me dieron. Sí recuerdo que no lograron que me interesara el traslado: se me presentaba como otra dificultad más que debía superar si quería restablecerme lo mejor posible. Me había acostumbrado a las enfermeras de la tercera, me caían bien y a saber cómo sería el nuevo personal. No necesitaba, además, otra habitación mejor. Como saben los que me conocen, no soy confiado por naturaleza y además tiendo a impedir que otros me organicen la vida a menos que me conste que tienen derecho a hacerlo.

        Ahora, con el previsible traslado y la visita a la 503, que había sido en realidad el comienzo de un viaje sin retorno, la tranquilidad en la añorada planta y la mejora de mi régimen de vida tras los malos ratos en Intensivos, parecía que se esfumaban. En un instante iba a perder aquella seguridad, aquel progreso de la tercera, puesto que fue allí donde más se notó mi evolución favorable. Salía de lo bueno y conocido. Porque por mucho que me dijeran... pensaba que "más vale malo conocido que bueno por conocer". De la quinta no sabía nada, y sólo porque sustituía a la tercera ya me caía mal.

        Pronto comencé a caer en la cuenta, mientras daba vueltas a si estaría mejor en la tercera o en la quinta, de que me esperaba durante una buena temporada una especie de carrera de obstáculos: apenas logrado un objetivo –el ingreso en planta en este caso– y sin posibilidad casi de reposar en él, debería lanzarme a otras dificultades nuevas e insospechadas hasta entonces.

        Sólo mi doctora sabe el interés que puso, las horas dedicadas a proteger mi mente en aquellos momentos, sin apenas decirlo pero actuando con clara intención. Deseaba que la sintonía médico–enfermo fuera perfecta. Y aunque casi siempre había sus más y sus menos, se trataba y se trata de pequeños desacuerdos en asuntos triviales, que acaban en risas muchas veces y manifiestan simplemente que somos distintos: ella es mayor que yo, de carácter diferente y mujer. Algo habitual en las relaciones de este tipo, que me confirma que todo es normal.

        Cuando se superaron casi todas las dificultades serias, me trasladaron a la quinta. Pasé en la tercera como mes y medio. Fueron semanas incómodas, de recomienzo de la actividad y decisivas en mi recuperación. Una etapa quizá poco llamativa en cuanto a progresos visibles, pero muy importante en cuanto al asentamiento en mí de convencimientos profundos. Fueron, por esto, unas semanas muy bien aprovechadas.

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