sobre la marcha: confesiones de un tetrapléjico que ama apasionadamente la vida
Luis de Moya
Sin miedo: cómo afrontar la enfermedad y el final de la vida
Miguel Ángel Monge

        El descenso de la UCI a la tercera planta de la Clínica Universitaria fue todo un acontecimiento festivo. Conchita procuró incluso que subiera alguna de las enfermeras que me iban a atender a partir de entonces, para que nos fuéramos conociendo y me animara más con el cambio. Pero con el cambio tenía ella contados los días de su presencia. Había cumplido gran parte de su labor conmigo y le tocaba ahora ir desapareciendo discretamente. Faltaba todavía, sin embargo, un detalle que recuerdo bien por lo divertido, eficaz y gratificante que me resultó.

Un tubo menos

        Bajé de la UCI con la sonda nasogástrica que garantizaba mi alimentación, puesto que era capaz de ingerir muy poco alimento por mí mismo. Se trataba de un tubo que se introducía en la nariz y llegaba hasta el estómago. Era diferente de los demás: no era transparente sino opaco y provenía de una botella que goteaba de modo permanente un líquido indefinible que me alimentaba sin parar.

        Llegué a la tercera planta con el propósito de deshacerme cuanto antes de aquella sonda tan molesta, pero los médicos eran partidarios de no hacerlo hasta que pudiera comer por mi cuenta. Tenía la impresión de que la sonda misma suponía un evidente obstáculo para comer: como cuerpo extraño, me molestaba cada vez que intentaba tragar. Yo aseguraba que comería mejor cuando me quitaran la sonda. Pero el médico –no recuerdo cuál de ellos– parecía no fiarse de mis promesas y prefería esperar a que comiera más, no me fuera a desnutrir. Con la sonda tenía garantizado al menos un mínimo de alimento.

        En estas estábamos: yo me quejaba a Conchita porque me sentía incomprendido. Hasta que un día me dijo que ella misma me iba a quitar la sonda. No me lo creía. Nunca se había ocupado personalmente de lo que correspondía a las enfermeras de planta. Pero fue tirando poco a poco del tubo, hasta que salió todo por mi nariz. No se trata de que glose ahora la impresión de libertad que sentí, pero no es difícil imaginarse que cuando no se puede hacer casi nada, la más pequeña atadura resulta esclavizante. Por un momento pensé que había tomado la iniciativa por su cuenta al margen del médico y me hizo gracia lo que eso podía tener de pilla rebeldía por complacerme. Pero enseguida comprendí que estaba en un ambiente profesionalmente serio y que no se hacían las cosas ni por capricho ni sólo por agradar.

        Según se consolidaba favorablemente mi estado clínico, las visitas de Conchita se hicieron más esporádicas. Venía sólo a saludar, pues ya había aprendido yo a manejarme en aquel ambiente. Habían desaparecido las tensiones e inseguridades de los primeros momentos y, además, contaba con la presencia diaria de la doctora de Castro a su regreso de América. Aquellas últimas visitas no tenían nada que ver con las de la UCI. Fueron una manifestación de que el trato entre personas que se aprecian no es algo interesante sólo si es útil. Pasó el tiempo –pocos meses– y Conchita dejó Pamplona para trabajar en una clínica que se estaba poniendo en funcionamiento en Italia: allí trasplantará lo que hizo aquí conmigo.

Pensando en la tercera

        En la tercera me correspondió la habitación 340. Era más bien grande: había sido en otro tiempo un aula y por eso disponía de bastante espacio libre. A mí me daba lo mismo: no pensaba pasear... Tuve allí mayor impresión de sorpresa que en la UCI, porque fui consciente de todo desde el primer momento y porque poco a poco iba conectando más con las situaciones que me rodeaban y, sobre todo, con el futuro.

        No es que soñara con planes a medio o largo plazo, sino que notaba cómo la vida de los demás seguía y que yo no estaba ahí, con ellos. No estar en la calle lo veía como un freno imponente que me bloqueaba. Me figuraba que en poco tiempo me quedaría desfasado, anticuado. Dejaría de estar al tanto de los cambios ordinarios y continuos en la vida. Me preocupaban en especial las noticias sobre personas: en la política, en el deporte, en la universidad...; pues, evidentemente, sólo me enteraba de una mínima parte. Y no me preocupaba tanto quedarme atrás o la simple desinformación como sentirme fuera de juego en la vida, en una órbita diferente del resto de la gente que venía tratando hasta entonces. Temía no poder conectar con ellos, por estar al margen de las inquietudes concretas, de los afanes cotidianos de la gente corriente.

        Sentía, en aquellos primeros momentos de más clara conexión con la realidad, un cierto pánico al pensar que la gente iba a seguir evolucionando, progresando en sus inquietudes y aspiraciones cotidianas, siempre cambiantes. Y yo, mientras, casi no me iba a enterar por no estar ahí, entre ellos: en la calle, en la universidad, con la gente que va y viene, que sube y baja y comenta la última incidencia como quien no quiere la cosa, de pasada y sin darle más importancia: así funciona el mundo, la realidad de la vida.

        El ser cada vez más consciente de mi situación se plasmaba también en que me veía sobreviviendo, pero con una vida tan frágil que se podía romper en cualquier momento, a pesar de las muchas y continuas precauciones. Sin planteármelo expresamente, en el fondo pensaba que podía morirme con cualquier complicación. Incluso que hablar de salir de la Clínica era un deseo bueno, sí; pero, como se dice a veces, sólo real en teoría. Los obstáculos entre la 340 y la calle eran tantos, que volver al mundo ni se me pasaba por la cabeza. Quiero decir, que no lo pensaba. Lo deseaba muchísimo, pero comprendía que no valía la pena contar los innumerables pasos que me separaban de la calle.

        Mi verdadera esperanza apuntaba y apunta a la Eternidad, por supuesto; pero también a lo que se traían entre manos médicos y enfermeras. De modo que me iba limitando a salir del paso de los distintos contratiempos que surgían y a procurar alcanzar los objetivos que me planteaban. En la práctica, una vez asegurado lo importante –la orientación de mi vida hacia el destino eterno en Dios–, lo cotidiano le quitaba dramatismo a los profundos planteamientos existenciales. La tercera estaba, además, llena de sorpresas y objetivos por alcanzar.

El mundo de las enfermeras

        La primera sorpresa fueron las enfermeras. Se trataba de caras nuevas. Por decirlo de algún modo, en la UCI no fueron nuevas, no tuve impresión de novedad, pues recobré el contacto con este mundo paulatinamente, como si un sueño, que no se sabe cómo empieza, comenzara a tomar cuerpo real y a recobrar nitidez poco a poco. Todas las personas que allí conocí surgieron sin saber cómo ni cuándo, y por eso no tuve impresión de novedad. Con las de la tercera, en cambio, sí. Cada una, además, era peculiar y me esforcé en aprenderme sus nombres y los detalles más característicos de algunas. Observé que eran muy buenas profesionales. Coincidían un grupo con suficientes años de experiencia clínica como para estar de vuelta de casi todo lo que le puede suceder a cualquier paciente, por extraño que al propio paciente le parezca.

        Buena prueba de ello la tuve en alguna ocasión –dos veces, creo recordar– en que me enfadé, sacando mi mejor mal genio de siempre: cayeron mis iras –o al menos una parte de ellas– sobre la enfermera de turno. Ocurrió siempre por la noche. Lo recuerdo porque a la mañana siguiente me sentía avergonzado y trataba de disculparme. Entonces era cuando podía apreciar la profesionalidad y categoría personal de aquellas mujeres que, con extraña habilidad, lograban que mi impertinencia me pareciera perfectamente disculpable.

        Me enteré enseguida de qué es una supervisora, pues aunque en la UCI también había una no escuché allí esta palabra. Araceli –supervisora en la tercera– tiene la experiencia profesional que hace falta no sólo para hacer a la perfección todo lo propio de una enfermera sino, además, para saber "hacer hacer". Como otras supervisoras que he ido conociendo después, infundía seguridad. La raya continua distintiva que llevan en la cofia indica, entre otras cosas, que está todo bajo control en ese momento. Tal vez la situación es difícil o no hay mucho más que hacer, pero con su presencia se tiene la convicción de que se hará todo lo necesario. Tiene la capacidad de hacer pensar a los pacientes que ella no tiene problemas propios, porque lo que sucede a sus enfermos se lo toma como si no tuviera otra cosa que hacer. De ahí que acudir a ella resulta fácil y da tranquilidad.

        Una vez fuera de la Clínica he tenido ocasión de charlar con Montse, una de las enfermeras que me atendieron entonces. El recuerdo que tiene de mí concuerda con lo que vengo expresando. Según ella, resultó duro atenderme, porque estaba en una planta de cardiología y no tenían demasiada experiencia en pacientes neurológicos, porque necesitaba mucho tiempo de atención todos los días, porque eran muy frecuentes diversas complicaciones: me mareaba con facilidad al sentarme, tenía dificultades respiratorias, me molestaba la inmovilización del cuello y tuvieron que modificarla, necesitaba mucho tiempo para comer, sentía molestias por la postura en la cama, no dormía bien y me apetecía hablar por la noche a horas intempestivas...

        Por otra parte, enseguida se estableció, a instancias de la doctora, un horario, con clases y otras actividades, como medio necesario para la recuperación que estábamos buscando. Algo insólito en un paciente convencional, que suponía una cierta interferencia con los trabajos de enfermería. Les resultaba incómodo, puesto que no estaba plenamente disponible en todo momento como los demás pacientes. No obstante, procuraban respetar mi horario, porque era una parte importante del tratamiento.

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