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Sin
miedo: cómo
afrontar la enfermedad y el final de la vida
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Miguel
Ángel Monge
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El
descenso de la UCI a la tercera planta de la Clínica Universitaria
fue todo un acontecimiento festivo. Conchita procuró incluso
que subiera alguna de las enfermeras que me iban a atender a partir
de entonces, para que nos fuéramos conociendo y me animara más
con el cambio. Pero con el cambio tenía ella contados los días
de su presencia. Había cumplido gran parte de su labor conmigo
y le tocaba ahora ir desapareciendo discretamente. Faltaba todavía,
sin embargo, un detalle que recuerdo bien por lo divertido, eficaz y
gratificante que me resultó.

Un tubo menos
Bajé
de la UCI con la sonda nasogástrica que garantizaba mi alimentación,
puesto que era capaz de ingerir muy poco alimento por mí mismo.
Se trataba de un tubo que se introducía en la nariz y llegaba
hasta el estómago. Era diferente de los demás: no era
transparente sino opaco y provenía de una botella que goteaba
de modo permanente un líquido indefinible que me alimentaba sin
parar.
Llegué
a la tercera planta con el propósito de deshacerme cuanto antes
de aquella sonda tan molesta, pero los médicos eran partidarios
de no hacerlo hasta que pudiera comer por mi cuenta. Tenía la
impresión de que la sonda misma suponía un evidente obstáculo
para comer: como cuerpo extraño, me molestaba cada vez que intentaba
tragar. Yo aseguraba que comería mejor cuando me quitaran la
sonda. Pero el médico no recuerdo cuál de ellos
parecía no fiarse de mis promesas y prefería esperar a
que comiera más, no me fuera a desnutrir. Con la sonda tenía
garantizado al menos un mínimo de alimento.
En
estas estábamos: yo me quejaba a Conchita porque me sentía
incomprendido. Hasta que un día me dijo que ella misma me iba
a quitar la sonda. No me lo creía. Nunca se había ocupado
personalmente de lo que correspondía a las enfermeras de planta.
Pero fue tirando poco a poco del tubo, hasta que salió todo por
mi nariz. No se trata de que glose ahora la impresión de libertad
que sentí, pero no es difícil imaginarse que cuando no
se puede hacer casi nada, la más pequeña atadura resulta
esclavizante. Por un momento pensé que había tomado la
iniciativa por su cuenta al margen del médico y me hizo gracia
lo que eso podía tener de pilla rebeldía por complacerme.
Pero enseguida comprendí que estaba en un ambiente profesionalmente
serio y que no se hacían las cosas ni por capricho ni sólo
por agradar.
Según
se consolidaba favorablemente mi estado clínico, las visitas
de Conchita se hicieron más esporádicas. Venía
sólo a saludar, pues ya había aprendido yo a manejarme
en aquel ambiente. Habían desaparecido las tensiones e inseguridades
de los primeros momentos y, además, contaba con la presencia
diaria de la doctora de Castro a su regreso de América. Aquellas
últimas visitas no tenían nada que ver con las de la UCI.
Fueron una manifestación de que el trato entre personas que se
aprecian no es algo interesante sólo si es útil. Pasó
el tiempo pocos meses y Conchita dejó Pamplona para
trabajar en una clínica que se estaba poniendo en funcionamiento
en Italia: allí trasplantará lo que hizo aquí conmigo.

Pensando en la tercera
En
la tercera me correspondió la habitación 340. Era más
bien grande: había sido en otro tiempo un aula y por eso disponía
de bastante espacio libre. A mí me daba lo mismo: no pensaba
pasear... Tuve allí mayor impresión de sorpresa que en
la UCI, porque fui consciente de todo desde el primer momento y porque
poco a poco iba conectando más con las situaciones que me rodeaban
y, sobre todo, con el futuro.
No
es que soñara con planes a medio o largo plazo, sino que notaba
cómo la vida de los demás seguía y que yo no estaba
ahí, con ellos. No estar en la calle lo veía como un freno
imponente que me bloqueaba. Me figuraba que en poco tiempo me quedaría
desfasado, anticuado. Dejaría de estar al tanto de los cambios
ordinarios y continuos en la vida. Me preocupaban en especial las noticias
sobre personas: en la política, en el deporte, en la universidad...;
pues, evidentemente, sólo me enteraba de una mínima parte.
Y no me preocupaba tanto quedarme atrás o la simple desinformación
como sentirme fuera de juego en la vida, en una órbita diferente
del resto de la gente que venía tratando hasta entonces. Temía
no poder conectar con ellos, por estar al margen de las inquietudes
concretas, de los afanes cotidianos de la gente corriente.
Sentía,
en aquellos primeros momentos de más clara conexión con
la realidad, un cierto pánico al pensar que la gente iba a seguir
evolucionando, progresando en sus inquietudes y aspiraciones cotidianas,
siempre cambiantes. Y yo, mientras, casi no me iba a enterar por no
estar ahí, entre ellos: en la calle, en la universidad, con la
gente que va y viene, que sube y baja y comenta la última incidencia
como quien no quiere la cosa, de pasada y sin darle más importancia:
así funciona el mundo, la realidad de la vida.
El
ser cada vez más consciente de mi situación se plasmaba
también en que me veía sobreviviendo, pero con una vida
tan frágil que se podía romper en cualquier momento, a
pesar de las muchas y continuas precauciones. Sin planteármelo
expresamente, en el fondo pensaba que podía morirme con cualquier
complicación. Incluso que hablar de salir de la Clínica
era un deseo bueno, sí; pero, como se dice a veces, sólo
real en teoría. Los obstáculos entre la 340 y la calle
eran tantos, que volver al mundo ni se me pasaba por la cabeza. Quiero
decir, que no lo pensaba. Lo deseaba muchísimo, pero comprendía
que no valía la pena contar los innumerables pasos que me separaban
de la calle.
Mi
verdadera esperanza apuntaba y apunta a la Eternidad, por supuesto;
pero también a lo que se traían entre manos médicos
y enfermeras. De modo que me iba limitando a salir del paso de los distintos
contratiempos que surgían y a procurar alcanzar los objetivos
que me planteaban. En la práctica, una vez asegurado lo importante
la orientación de mi vida hacia el destino eterno en Dios,
lo cotidiano le quitaba dramatismo a los profundos planteamientos existenciales.
La tercera estaba, además, llena de sorpresas y objetivos por
alcanzar.

El mundo de las enfermeras
La
primera sorpresa fueron las enfermeras. Se trataba de caras nuevas.
Por decirlo de algún modo, en la UCI no fueron nuevas, no tuve
impresión de novedad, pues recobré el contacto con este
mundo paulatinamente, como si un sueño, que no se sabe cómo
empieza, comenzara a tomar cuerpo real y a recobrar nitidez poco a poco.
Todas las personas que allí conocí surgieron sin saber
cómo ni cuándo, y por eso no tuve impresión de
novedad. Con las de la tercera, en cambio, sí. Cada una, además,
era peculiar y me esforcé en aprenderme sus nombres y los detalles
más característicos de algunas. Observé que eran
muy buenas profesionales. Coincidían un grupo con suficientes
años de experiencia clínica como para estar de vuelta
de casi todo lo que le puede suceder a cualquier paciente, por extraño
que al propio paciente le parezca.
Buena
prueba de ello la tuve en alguna ocasión dos veces, creo
recordar en que me enfadé, sacando mi mejor mal genio de
siempre: cayeron mis iras o al menos una parte de ellas
sobre la enfermera de turno. Ocurrió siempre por la noche. Lo
recuerdo porque a la mañana siguiente me sentía avergonzado
y trataba de disculparme. Entonces era cuando podía apreciar
la profesionalidad y categoría personal de aquellas mujeres que,
con extraña habilidad, lograban que mi impertinencia me pareciera
perfectamente disculpable.
Me
enteré enseguida de qué es una supervisora, pues aunque
en la UCI también había una no escuché allí
esta palabra. Araceli supervisora en la tercera tiene la
experiencia profesional que hace falta no sólo para hacer a la
perfección todo lo propio de una enfermera sino, además,
para saber "hacer hacer". Como otras supervisoras que he ido conociendo
después, infundía seguridad. La raya continua distintiva
que llevan en la cofia indica, entre otras cosas, que está todo
bajo control en ese momento. Tal vez la situación es difícil
o no hay mucho más que hacer, pero con su presencia se tiene
la convicción de que se hará todo lo necesario. Tiene
la capacidad de hacer pensar a los pacientes que ella no tiene problemas
propios, porque lo que sucede a sus enfermos se lo toma como si no tuviera
otra cosa que hacer. De ahí que acudir a ella resulta fácil
y da tranquilidad.
Una
vez fuera de la Clínica he tenido ocasión de charlar con
Montse, una de las enfermeras que me atendieron entonces. El recuerdo
que tiene de mí concuerda con lo que vengo expresando. Según
ella, resultó duro atenderme, porque estaba en una planta de
cardiología y no tenían demasiada experiencia en pacientes
neurológicos, porque necesitaba mucho tiempo de atención
todos los días, porque eran muy frecuentes diversas complicaciones:
me mareaba con facilidad al sentarme, tenía dificultades respiratorias,
me molestaba la inmovilización del cuello y tuvieron que modificarla,
necesitaba mucho tiempo para comer, sentía molestias por la postura
en la cama, no dormía bien y me apetecía hablar por la
noche a horas intempestivas...
Por
otra parte, enseguida se estableció, a instancias de la doctora,
un horario, con clases y otras actividades, como medio necesario para
la recuperación que estábamos buscando. Algo insólito
en un paciente convencional, que suponía una cierta interferencia
con los trabajos de enfermería. Les resultaba incómodo,
puesto que no estaba plenamente disponible en todo momento como los
demás pacientes. No obstante, procuraban respetar mi horario,
porque era una parte importante del tratamiento.
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