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El
problema del dolor (7 ª ed.)
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C.S.
Lewis
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Un buen descubrimiento
En
conversaciones individuales o con pequeños grupos, a veces, si
hay confianza, surge la pregunta sobre el origen de mi dedicación
a Dios:
Pero
vamos a ver, usted ¿desde cuándo..., cómo empezó...?
Para
explicar esta otra historia debo remitirme a mis años universitarios.
Durante mi primer año en Madrid, mientras estudiaba primero de
medicina, conocí el Opus Dei. Fue un descubrimiento que influyó
decisivamente en mi vida, hasta el punto de que hoy no querría
por nada del mundo imaginar mi existencia al margen de la Obra.
Mis
padres ya eran de la Obra, pero en Puertollano donde vivíamos
entonces no había comenzado aún la labor apostólica
del Opus Dei con gente joven, así que yo no sabía mucho
de la Obra. De cualquier forma, el espíritu del Opus Dei, que
es de cristianos corrientes, estaba presente en mi familia. Crecimos
en un ambiente profundamente cristiano y nos parecía lo normal,
aunque otros no se lo tomaran tan en serio.
Aquel
curso 7172 resultó bastante accidentado en lo que se refiere
a la asistencia a las clases, porque las protestas estudiantiles fueron
continuas y, de hecho, bastantes alumnos perdieron el curso. Como en
mi facultad se suspendieron las clases por los disturbios, solíamos
estudiar en casa. Yo lo hacía en una residencia llevada por religiosos
en la que compartía una habitación con otros dos estudiantes.
Por entonces uno de mis tíos de Ciudad Real el tío
Ramón tuvo que ser ingresado en el Hospital Clínico
de Madrid por una dolencia rara de difícil diagnóstico.
Con frecuencia iba a visitarle por las tardes y, en aquellas visitas
me habló de la Obra, puesto que él pertenecía al
Opus Dei desde hacía varios años. No fue gran cosa lo
que me explicó acerca de la Obra como institución y tampoco
mostré yo especial curiosidad. Sí me dijo que los del
Opus Dei hacían oración y frecuentaban sacramentos Misa
diaria y que había numerarios, agregados y supernumerarios.
Yo ya sabía que los numerarios y los agregados no se casaban
y los supernumerarios sí. Él era supernumerario.
En
una de esas visitas coincidí con Paco, un antiguo amigo suyo
de Ciudad Real, también de la Obra, que vivía ya en Madrid.
Él fue quien me facilitó la dirección del centro
del Opus Dei por el que comencé a ir después de las vacaciones
de Navidad. Para entonces mi tío se encontraba restablecido,
otra vez en Ciudad Real, y a su amigo no lo volví a ver. El verano
pasado tuve otra vez noticias suyas, pues me felicitó por mi
cuarenta cumpleaños. La verdad es que sólo le he visto
una vez en mi vida: la tarde en que me dio aquella dirección.
Con
el conocimiento del cristianismo que tenía gracias a mi familia
y al colegio, comprendí bastante pronto que valía la pena
la vida que llevaban aquellos profesionales y universitarios que conocí
en el piso de la calle Princesa: habían decidido dedicarse a
acercar a otros hasta Dios, mientras procuraban acercarse a Él
ellos mismos cada vez más, agradándole con un trabajo
ejemplar.
Recuerdo
perfectamente que el primer día que traté con ellos escuché
algo que suponía un reto para alguien joven y aventurero, pero
perezoso como yo. Era de Camino, la obra más conocida del beato
Josemaría Escrivá: "Oras, te mortificas, trabajas en mil
cosas de apostolado..., pero no estudias. No sirves entonces
si no cambias. El estudio, la formación profesional que sea,
es obligación grave entre nosotros". Estas palabras las citó
un sacerdote joven, que dirigía un rato de oración a un
buen grupo de gente aquella tarde de sábado. Luego, además,
cantaron la salve. Yo no salía de mi asombro: tantos más
de cincuenta estaríamos que se empeñaban en rezar,
un sábado por la tarde, en un cuarto piso de la calle Princesa,
a pocos metros del mejor ambiente estudiantil festivo de Madrid.
Recuperado
de la impresión, me quedé con la idea del estudio rondando
en la cabeza. Aquello me picó. No valía sólo con
ser buenecito. Comprendí que era posible llegar a más
puesto que otros podían. El precio de poder, de ser capaz, lo
intuía desde el principio bastante bien. En mi mano estaba lo
que debía entregar o cambiar para lograr ese ideal rebelde y
atractivo; y lo fui comprendiendo mejor poco a poco, pero debía
querer. Quererlo de verdad.
Aquel
curso, con dieciocho años, iba a trancas y barrancas dando los
primeros pasos en la medicina. El curso se interrumpió varias
veces, aunque de modo desigual dependiendo de las facultades, pues las
huelgas académicas y las manifestaciones de protesta, sistemáticamente
reprimidas, eran el modo de proclamar la oposición al régimen.
Pero,
con independencia de si uno estaba de acuerdo con aquel modo de proceder
o si sintonizaba con los ideales que en el fondo movían las protestas,
lo que a la inmensa mayoría de los alumnos de medicina nos pasaba
era que los estudios médicos, de suyo muy interesantes para quien
los había escogido, se presentaban con poco interés. No
habíamos tenido la oportunidad de descubrir, por la falta de
clases, ese atractivo que presuponíamos, puesto que en las aulas
no oíamos hablar de medicina sino de los problemas del país.
A esto se añadía la masificación: cursábamos
primero más de mil alumnos y los propios profesores nos hacían
ver el pobre futuro que nos esperaba, estando así las cosas.
Me
preocupaba el futuro, entendido como horizonte material y económico:
todo iba a depender de si aprovechaba la oportunidad que entonces tenía
de asegurarme el porvenir con aquella carrera universitaria. Aprobar
y no perder curso eran, por entonces, mis preocupaciones fundamentales.
Ahora sé que un estudiante debe estudiar; y aprobar y no repetir
cursos, como consecuencia. Pero en aquella época, las consecuencias
me interesaban bastante más que la necesaria premisa del estudio.
De ahí que me "escociera" aquel punto de Camino.
Si
he mencionado este detalle de mis inquietudes es porque fue entonces
en esa situación de inseguridad ante el futuro motivada
en parte por mi apatía y en parte por el estado de las cosas
en la Universidad cuando me enfrenté con la cuestión
de si en lugar de inquietarme por lo mío, como problema básico
de mi vida, debía preocuparme, más bien, por lo de los
demás.
La tarea de un buen oculista
Lo
de las gafas tiene su historia. Una historia que comienza, recién
llegado de las vacaciones de Navidad, en enero de 1972.
Aquel
sábado por la tarde, el primer día que estuve en el piso
de la calle Princesa, conocí a Antonio. También estudiaba
entonces primero de medicina, aunque luego lo dejó y terminó
siendo abogado. Ahora es decano de la Facultad de Derecho de la Universidad
de Piura, en Perú.
Antonio
me pareció un tipo normal: tenía mi edad dieciocho
años entonces y era deportista. Había nacido en
Zamora pero vivía en Madrid. Con él no sentía ningún
compromiso, no debía guardar unas especiales formas, ni tenía
sobre mí ningún ascendiente. Más bien, en ciertos
aspectos yo me sentía superior porque me consideraba más
libre para organizarme a mi gusto, ya que no tenía en Madrid
quien me controlara, mientras que él vivía con sus padres.
Yo,
desde antes de conocer el Opus Dei, estaba empeñado en no corromperme
moralmente. Para mí era muy importante no perder la buena relación
con Dios. Pero poco a poco tuve que reconocer que ese interés
por Dios tenía mucho de amor propio, de interés por mí
mismo: procuraba calcular con exactitud las ventajas y los inconvenientes
de portarme bien. Claro que sería mejor hacer más...,
pero no era imprescindible.
Mientras
tanto la sencilla y perseverante actitud de Antonio era un argumento
sin palabras incontestable. Ante mis ojos estaba su autoexigencia por
mejorar cada día. Notaba que sentía urgencia, como si
tuviera prisa o, más bien, un cierto apuro por sacarle todo el
partido a cada jornada. A la vez fui dándome cuenta de que para
él había algunas realidades intocables, como varias prácticas
de piedad la Misa diaria y la oración, por ejemplo
o su actitud ante las chicas. Parecía como indiferente con ellas,
no conectaba con los comentarios que yo hacía cuando veíamos
a alguna por la calle o cuando le hablaba del ambiente de un club que
conocía.
Aquel
comportamiento no me resultaba atractivo. Lo encontraba demasiado especial
y diferente de lo que me parecía que debía ser una persona
normal. Yo quería ser bueno, pero normal; y, por entonces, pensaba
que lo normal, lo más normal y lo más frecuente, lo que
hacen la mayoría de los cristianos, está bien; y que salirse
de esa normalidad no sólo es innecesario, sino que, además,
estropea las cosas.
Ese
querer ser corriente, adecuadamente entendido, ha jugado mucho en favor
de la decisión que acabaría tomando. Pero fue necesario
algún tiempo para que pudiera darme cuenta. Era preciso que aprendiera
que casi siempre lo mejor, lo más valioso, es raro. No es que
por ser raro sea bueno, sino que, como cuesta más, lo hacen o
lo tienen pocos. La mayoría no. Porque no pueden o porque no
quieren.
No
soy capaz de recordar ahora detalles concretos de los planteamientos
que me hice entonces, pero sí que sentí la necesidad de
optar definitivamente sobre el sentido de mi vida. Veía ante
mí con nitidez dos ideales: mi vida para mí mi progreso,
mi triunfo, mis cosas: lo mío en resumidas cuentas y mi
vida para Dios. Pues, aunque creía en la bondad de Dios, no se
me escapaba que con el primer paso hacia Él debía aplastar
mis propios planes. O, más bien, que mis ideales particulares
serían, por propia decisión, secundarios desde entonces.
Bueno era cumplir con Dios pensaba, pero ser radicalmente
secundario y para siempre...
Así
veía las cosas en los primeros momentos de debate interior: mis
sueños y mis ideales puras ilusiones tantas veces
quedarían marginados si me decidía por Dios. Lo demás
el interés, el atractivo y la alegría de la vida
que me esperaba, lo bueno que sería todo a pesar del esfuerzo
y para siempre no estaba tan claro como sucede siempre en las
cuestiones que aceptamos por fe. Estaba seguro: Dios es bueno y no defrauda.
Pero no lo tenía claro.
Todo
esto me llevó tiempo madurarlo. Algo me dijeron en aquellos días
para animarme, pero tuve la impresión de que apenas me influía
en ningún sentido, porque yo me lo decía todo en momentos
de soledad intensos, que pretendía que fueran tranquilos aunque
resultara inútil. Sentía el nerviosismo y la emoción
de quien sabe que está jugándose mucho: su vida.
Fue
más adelante cuando descubrí que la tarea del Antonio
de turno se parece a lo que hace un oculista con los pacientes: únicamente
los trata para que puedan ver bien con sus propios ojos. Lo que quieran
ver o mirar es cosa de cada uno. Pero nunca es el pintor, el director
de cine o el escritor de novelas, que presentan ante los ojos de la
gente cómo ven ellos las cosas.
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