sobre la marcha: confesiones de un tetrapléjico que ama apasionadamente la vida
Luis de Moya
Mi pie izquierdo (2ª ed.)
Cristy Brown
Me escriben

        A lo largo de estos años, mi falta de movilidad se ha visto compensada por la rapidez de las comunicaciones. El correo, en especial, me permite mantener correspondencia con personas impedidas de un modo u otro, a las que intento animar y de las que también aprendo mucho.

        Desde Colombia, por ejemplo, me escribe Aníbal para agradecerme una carta que le envié. Padre en mi medio donde vivo es duro –me dice–. Aquí falta mucha educación para que vean al limitado como una persona útil. Yo me siento a veces mal porque nadie me ha dado la oportunidad para demostrar que yo puedo ser útil. Mi familia es de escasos recursos, yo necesito ayuda pero en Colombia no hay centros de rehabilitación. Yo he pedido colaboración pero no la he encontrado. Yo oro mucho para que algún Dios me ayude a encontrar un camino donde pueda ayudar a la gente.

        Nelly tiene 34 años y vive en Honduras. Está parapléjica desde los 15 a consecuencia de un accidente y me escribe –después de leer un reportaje en el que aparecía yo– para solicitar mi colaboración en la fundación de una Asociación de Limitados en aquel país. Entre otras cosas, dice: Al cabo de veinte años de invalidez me considero una persona muy afortunada y doy gracias infinitas a Dios por su presencia en mi vida y porque, al igual que yo, usted ha tenido la misma bendición del Señor.

        María Angeles es minusválida y vive en Astorga. Contesta a una carta mía, sincerándose: Mi lema ha sido siempre dar ejemplo, pero qué difícil lo encuentro desde hace dos años, cuando empecé a convivir con gente tan diversa. Pero el sufrimiento, sin duda, une mucho y mi meta es ayudar al minusválido empezando por los que viven conmigo. El mejor consejo que he podido recibir de su carta es que le pida a Cristo que me ayude a comprender y amar a los demás. Gracias por él, ha sido muy acertado.

        Otras personas me escriben para decirme que rezan por mí. Desde Plasencia un diabético, Adrián, se muestra solidario en el sufrimiento: Me he atrevido a escribirle para ver si le pueden valer para algo mis oraciones. Rezo bastante por usted para que Dios le dé mucho ánimo y para que se cure usted cuando Dios lo vea oportuno.

        A veces me llegan cartas de otro tipo de "discapacitados". Son personas que sufren la pérdida de algún ser querido o que se encuentran solas. Es el caso de Juana María, que me escribe desde Madrid tras leer un reportaje del periódico ABC: Al leer su historia, su comportamiento, su valentía y su fe he sentido un gran consuelo. Hace dos años mi madre se fue a la Casa del Padre y me he quedado sola y lo he pasado muy mal. Amo a Jesús con toda la fuerza de que soy capaz: El es mi camino y la razón de mi vida. Pero lo paso mal. No deseo que Dios me quite mi cruz, tan sólo le pido que me ayude a llevarla. Y el leer su historia ha sido como recibir un rayo de luz en la oscuridad. He sentido la necesidad de ser un poquito valiente (mucho no porque soy muy poca cosa). Su ejemplo me ha dado fortaleza, ánimo. Necesitaba decírselo. Y pido al Señor de todo corazón que su ejemplo sea aliciente y fortaleza para otras almas.

Un futuro incierto

        Ultimamente tengo algunos proyectos, que se refieren a mi tarea sacerdotal ante todo, y también al estudio, la docencia y la escritura: como que lleguen a ver la luz pública estas reflexiones desde la silla. Recuerdo, en cambio, que durante los primeros meses tras el golpe, el futuro se me presentaba vacío de proyectos concretos y sólo podían ilusionarme los avances en la situación clínica.

        Con el tiempo pude ir incorporando, como gran proyecto importantísimo aunque tremendamente general, la idea de que nada era razón suficiente como para no lograr lo que quería, puesto que conservaba mi capacidad de iniciativa, el nivel intelectual de siempre y contaba además con ayuda humana y medios técnicos para conseguir lo que realmente deseaba: lo mismo de siempre, o más bien actuar en la misma línea de antes; es decir, comportarme como un buen sacerdote normal. No veía obstáculos insalvables para reanudar el estudio, para mantener un trato fluido con todo tipo de personas, o para encargarme de la docencia de alguna asignatura de mi especialidad.

        Sin embargo, con las complicaciones que me surgieron tras abandonar por primera vez la clínica, aunque no perdí el convencimiento de que podría ser el de antes, empecé a contemplar paulatinamente ese futuro, que no tendría por qué plantear excesivos problemas, como algo que dependía demasiado de factores imprevisibles. En teoría, era cierto que, con ayudas, yo podía con todo..., pero la realidad de la vida me mostraba que los planes debía ponerlos entre interrogaciones, porque para mí los imprevistos eran cosa normal.

        Siempre he preferido atenerme a la verdad de las situaciones por lamentables que éstas sean, puesto que sólo partiendo de la realidad, por dura que resulte, se puede mejorar. Tal vez no exista nada más frustrante que sentir el fracaso ante una ilusión por infundada. Por eso, me convenía sobremanera dejar siempre en "veremos..." los planes. Es gran cosa hacerlo siempre –"si Dios quiere..."–, pero para mí las posibilidades de que el plan se trunque son mayores que lo habitual. En todo caso y por fortuna, no debo poner la ilusión en mis afanes privados, que tendrían, como mucho, el interés de lo particular y transitorio. Más bien, de lo que se trata en todo momento es de descubrir qué hay que hacer en esa situación más o menos ordinaria que se me presenta, que tal vez no esperaba, o incluso no quería, o quizas sí y estaba trabajando para que se diera.

        Así he pensado desde hace bastantes años, y por eso no podía ser para mí un gran problema la incertidumbre respecto a mi futuro; ya que el ideal de la vida para las personas consiste en hacerlo honradamente lo mejor posible, en las situaciones que a cada uno le vayan tocando; le gusten o no. Y pienso también, con un convencimiento profundo que me impulsa desde lo hondo a la vida, que mi verdadero futuro está en –así se suele llamar– mi corazón, depende de cómo soy por dentro. Y soy como Dios me ve, como me veo yo al mirarme en Él y darme cuenta de que en ese momento no cabe el engaño, el oportunismo, la astucia, vivir del pasado, o de los demás. Siempre ante Él me encuentro en el gran y definitivo momento de la verdad, de mi verdad, de mi valor y, por lo tanto, siempre con Él estoy ante mi futuro. Un futuro, desde luego, indudable, seguro, nada incierto mientras continúe diciéndole cada día: "salte, Señor, con la Tuya en mí, y sigue ayudándome a querer y cumplir Tu voluntad, aunque me cueste".

        Las incertidumbres me afectan, por supuesto, pero casi siempre se refieren a cuestiones de poca importancia como planes a corto plazo, la salud o los proyectos profesionales. Tampoco sé –y esto sí es importante– cómo seré interiormente, ante Dios y ante mí mismo, el resto de los días que me quedan en este mundo. Pero para asegurar positivamente, como deseo, ese futuro, sólo tengo que ser bueno: decir "que sí" con sinceridad ante Dios, ante mí mismo. No siempre será fácil; pero contaré con Él en cada instante. Me ayudará mejor que lo haría yo mismo y me perdonará muchas veces, pues tendré que reconocer a menudo que no he correspondido a su Amor. También de esto estoy profundamente convencido.

        Normal. Me siento normal. Con todos los condicionamientos, pero al mismo tiempo sólo los imprescindibles: ni uno más de los que yo me quiera permitir.

        Normal ha sido la última novena, el último curso de retiro al que asistí, el último verano en San Sebastián; normales han sido los últimos meses en la Torre, las meditaciones que vengo predicando, las clases. Dentro de esta normalidad están los proyectos. Ilusionados, nada ingenuos, pero optimistas contando con mis limitaciones.

        Ante todo, desde luego, me ilusiona tratar mejor a Dios. Debo amarle más filialmente cada jornada con ocasión de los detalles continuos que la componen. En cada circunstancia me espera, pues son todas una oportunidad de amarle, y a la vez y por eso de ser feliz. A veces cuesta hacerlo bien. Incluso lo que no es difícil, tantas veces no apetece. Con frecuencia, de hecho, digo que no. El problema es que no quiera: el orgullo. Pero, si soy sarmiento unido a la vid, con la vida que recibo de Quien me ha pensado, me ha querido y me ha hecho nacer, todo va bien aunque haya sido podado.