sobre la marcha: confesiones de un tetrapléjico que ama apasionadamente la vida
Luis de Moya
El hombre en busca de sentido
Viktor E. Frankl

En Torre I

        También he vuelto a atender de manera regular a algunos residentes de la Torre. Lo único serio que se interrumpió con el accidente fue el trato que, como sacerdote, mantenía con aquellos chicos, aunque no fuera propiamente el capellán del Colegio Mayor, ya que me ocupaba sobre todo de la Escuela de Arquitectura y de un colegio mayor femenino.

        Cuando he vuelto a tratar con los colegiales, aún vivían allí bastantes con los que compartía pasillo y comedor poco tiempo antes. No puedo ahora visitarlos en sus habitaciones, ni reunirme con ellos a veces hasta tarde... en tertulias informales. Tampoco jugar a pala los lunes. Pero sí puedo escucharles uno a uno o en grupos y hablarles de su vida y la mía y, sobre todo, de Dios.

        Me han reservado una salita en la planta baja, para las tardes que voy. Por allí van pasando, según se organizan entre ellos, y yo procuro ayudarles en lo que desean. Porque las conversaciones con ellos quiero que sean de dirección espiritual: una ayuda, nada más, para que intenten con mayor facilidad ser buenos cristianos. Esto queda claro desde la primera charla. No les impondré nada y sólo les ayudaré a que logren lo que de verdad deseen, en orden, exclusivamente, a ser mejores cristianos. Las decisiones con las que se va concretando esa mejora de día en día, son siempre suyas, aunque se las haya sugerido yo o ellos mismos las adopten, al reconocer que siguen mejor el ideal de Jesucristo meditando el Evangelio, siendo ordenados con sus cosas, trabajando con intensidad y puntualmente, recibiendo la Eucaristía...

        La habitación que ocupo en Torre I sufre cuando llego una pequeña reorganización de mobiliario, para que pueda situarme cómodamente y se encuentren a gusto mis amigos. Consiste en cambiar la disposición de unos asientos y conectar un calefactor que asegure mi microclima imprescindible.

        Con el buen tiempo, prefiero el aire libre frente al edificio y la sombra de un cedro sobre el césped, para los chicos, claro. No les importa a los colegiales sentarse sobre la hierba y hablar de lo que sea. Yo no desaprovecho la oportunidad para ponerme al sol, si no es demasiado intenso.

        Más de una vez he podido participar en actividades colegiales o en reuniones de diverso tipo con los alumnos y en varias ocasiones he salido con ellos de excursión. Sería larguísimo entrar en detalles de las innumerables incidencias de esas salidas, que siempre son un verdadero descanso mental para mí. A pesar de cómo estoy me sale natural sentirme muy a gusto en el ambiente de ellos cuando, fuera del Colegio, no se preocupan de cuidar ciertas formas, imprescindibles, en cambio, en una residencia universitaria. En casa de sus padres, con los amigos del pueblo, preparando la comida típica que les gusta..., están en su ambiente. Y como son francos, como hay confianza, veo que se mueven ante el sacerdote como si nada, porque no hay nada que ocultar, de nada me voy a extrañar y, en todo caso, si tengo algo que decir ya lo diré en su momento.

        Son más formales, hasta cierto punto, las actividades propiamente colegiales, como las comidas o las cenas especiales por algún motivo: Navidad, imposición de becas, fin de curso...; o las fiestas tradicionales del Colegio, como la de los nuevos residentes, la de los Reyes Magos, o la de las regiones; y las no tradicionales que surgen cuando ya no hay más remedio porque la tensión de los exámenes reclama algo de relax.

Muerte de papá

        Cuando a mi padre le extirparon un riñón en la Clínica al descubrirle un tumor maligno, le pusieron un tratamiento que al principio le alivió las molestias, pero que a la larga no resultó eficaz. El tumor le llevó a la muerte en dos años. Sólo las últimas semanas estuvo realmente postrado y, hasta entonces, pudo hacer una vida bastante normal. Jubilado desde hacía años, se ocupaba de administrar la pequeña finca en la que vivían mis padres a las afueras de Ciudad Real.

        Allí estuve dos meses antes de su muerte, después de un viaje de siete horas muy caluroso, como es habitual circulando por La Mancha en verano. Tuvimos la alegría de compartir muchas horas, pero él necesitaba ya descansar bastante cada día. Casi sólo se quejaba de eso: de cansancio.

        Mientras pudo, asistió cada día a la Santa Misa y luego procurábamos que le llevaran la Comunión a casa. Siempre le he conocido con esta práctica diaria, por eso quisimos organizar las cosas con tiempo, para poder tener una concelebración de la Eucaristía allí mismo. El tenía muy claro que la vida no se le iba a terminar con el cáncer y me resultaba por eso muy natural hablar con él, de hijo–sacerdote a padre–buen cristiano, del sentido que su vida –aquella que entonces le fatigaba tanto– tenía ante Dios y, también, ante él mismo, en coherencia con lo que había vivido siempre y había enseñado a tantos, empezando por mí.

        Me hubiera gustado quedarme más tiempo acompañándole, pero era demasiado complicado por la atención que necesito, y otra tarea más de la que ocuparse en una casa no preparada para una silla de ruedas. Por eso decidí volverme pronto a Pamplona. Sabía que, muy posiblemente, no volvería a hablar con él cara a cara, como así sucedió. Por eso la salida de La Granja, antes de amanecer para evitar el calor, me resultó muy conmovedora, en silencio y difícil de describir. La oscuridad y las sombras de la ciudad que me vio nacer me metían más, si cabe, en la nostalgia, pero para nada en la tristeza. Salía, por así decir, orgulloso de mi pueblo y de la familia de mis padres, del ambiente que el Creador había ideado para que comenzara mi vida en este mundo. Debía –lo deseaba profundamente– ser fiel a la trayectoria que contemplaba en aquellos momentos, uniendo ese amanecer, todavía por llegar, con mis primeros recuerdos.

        Pocos días después, me marché a San Sebastián como en años anteriores, y seguía en contacto con Ciudad Real casi a diario por teléfono. Pasaban las semanas y el estado de mi padre iba empeorando. Me interesaba que mis hermanos que lo cuidaban, procuraran poner lo mejor de sí mismos. Era una ocasión, irrepetible para ellos, de ser grandes amando a quien tanto debíamos. Así, él estaría lo mejor atendido posible, de paso que nos hacía crecer con su muerte como lo había hecho con su vida. Cuando se acercaba su final en este mundo, me sentía sereno aunque dolido. Alcanzaría, por fin, la corona que siempre había buscado y quedaría libre del dolor de la enfermedad y de tantos otros, también del sufrido bastantes veces por su propio carácter, fuerte e intransigente. ¡Gracias a Dios por su fortaleza y su intransigencia! Muchas veces nos habíamos quejado de su carácter, pero ahora todos le dábamos las gracias y nos compadecíamos, en cambio, de otros amigos que teníamos entonces por afortunados, porque sus padres no les exigían tanto.

        Sus últimos momentos se precipitaron con mayor rapidez de lo que preveíamos. Quise esperar hasta su fallecimiento para viajar, pensando que mi presencia allí podría entorpecer más que ayudar, aunque todos quisieran facilitarme las cosas. Sabía que estaba recibiendo los mejores cuidados posibles materiales y espirituales; y, por otra parte, había entrado en coma y no podía ya verme ni escucharme.

        Félix, el segundo de mis hermanos, que estaba en aquellos días haciéndose cargo de todo con Belén, su mujer, me dio la noticia. Me dejó tranquilo notar, sobre la pena, serenidad en sus palabras y saber que su vida en este mundo se apagó media hora después de que estuviera con él don Antonio, el sacerdote que nos conoce a toda la familia desde hace tantos años.

        Fue bastante más ágil este segundo viaje a Ciudad Real. Llegamos con tiempo para que pudiera rezar ante su cuerpo, antes de saludar y acompañar a los familiares. Mi madre, que padece una degeneración neurológica progresiva, diagnosticada poco después de mi accidente, estaba perfectamente arropada por María. María es su médico y bastante más, porque es también de la Obra, como mis padres, y quiso quedarse todo el tiempo con mamá, mientras el resto estábamos en la Misa de funeral.

Números rojos

        Soy una ruina, en términos económicos. Antes del accidente recibía una remuneración por el trabajo en la Universidad, y aquel trabajo me permite tener ahora una pensión por lo que entonces cotizaba.

        El problema económico se añade a los sanitarios y a los de la inmovilidad. Desearía trabajar como antes –ya que mi actividad profesional como sacerdote y profesor no está impedida por la inmovilidad– y lograr la remuneración que sea razonable por ese trabajo.

        El movimiento físico que necesito para llevar a cabo mi trabajo es sencillo. Sé bien cómo moverme en lo que han sido mis ocupaciones durante años: ir a la biblioteca y escoger un libro de consulta, seleccionar un artículo, hacer un esquema del contenido de un seminario con alumnos, una reunión de profesores, una homilía... Mi problema actual consiste tan sólo en la materialidad de tener ante mí el artículo, poner por escrito unas ideas, llegar al edificio y entrar en la sala... Todo esto es muy fácil, se puede hacer –lo estoy haciendo de hecho–, pero cuesta dinero: el vehículo con el que me desplazo, los medios informáticos para poder leer y escribir. Y, sobre todo, la ayuda humana que pone en marcha esos instrumentos y la necesaria para atenderme sanitariamente de forma que mantenga la salud física y mental, fundamento de todas mis posibilidades de acción.

        En el día de hoy mis ingresos dependen en exclusiva de la pensión de la Seguridad Social. Ese dinero me sirve en este momento para ir pagando los plazos del vehículo que utilizo. Pero, desde luego, no llega a cubrir lo que recibe justamente por su trabajo la persona que me acompaña durante una jornada laboral completa. Nunca hemos considerado en la Obra este tipo de gastos como una carga onerosa: se dan por muy bien empleados, pues los beneficios de orden sobrenatural que los enfermos alcanzan mediante su sufrimiento no tienen precio, aunque ocasionen algunos gastos humanos y económicos. Por otra parte, más que un gasto en términos económicos, lo que está en condiciones de ofrecer el Opus Dei a los enfermos –como cualquier familia muy numerosa– es tiempo y una atención cariñosa.

        Menos mal que el seguro a terceros del coche se hizo cargo de los gastos sanitarios en un primer momento y que, finalmente, me abonaron un cantidad con la que pude comprar la silla de ruedas que ahora tengo. Así logré hacer frente a las facturas más importantes del primer año de convalecencia. Luego la atención médica y de rehabilitación la cubre la Seguridad Social, así como parte de lo que necesito de farmacia; porque algunos productos, que por mi situación consumo a diario, no los cubre. Hubo, hay y continuará habiendo continuos gastos, que de vez en cuando pueden subir un poco más, pero que son para mí verdaderamente necesarios pues, si no fuera así, con lo que cuestan, no me los permitiría.

        Por indicación médica, por ejemplo, tengo una cama, que es normal en un hospital y permite cambios posturales y de las zonas de apoyo con el fin, entre otras cosas, de evitar lesiones de la piel. Facilita además el trabajo de los que me atienden. También costaron dinero los cambios imprescindibles que hubo que realizar en la casa donde vivo para que pudiera desenvolverme bien: cambiar puertas, modificar el pavimento... Con el coche fue necesario hacer algunas adaptaciones para que pudiera servir, dándome la agilidad que necesito y una comodidad normal en los continuos desplazamientos que requiere mi actividad sacerdotal. Otro tanto hicimos con el ordenador, porque tampoco es convencional leer y escribir en pantalla únicamente con el movimiento de la cabeza y soplando. La silla también ha sido perfeccionada según mis necesidades, y ahora cuento con un sistema muy sencillo, pero eficaz, que me permite advertir a alguien que se encuentre en otra habitación de que necesito algo. En definitiva, gastos, gastos y más gastos, porque tampoco a los curas nos suelen regalar las cosas, ni las facturas se pagan con avemarías.

        He intentado que me ayuden desde algunas entidades oficiales, pero de momento no he tenido éxito: me han respondido que recibo con mi pensión más de lo que tienen previsto para otorgar estas ayudas. Por esto voy teniendo la impresión de que a veces no se ayuda a quien podría aportar socialmente si contase con una ayuda inicial. Esas subvenciones son sólo para casos extremos de indigencia, como cuando está ya comprometida la supervivencia porque no se cuenta con lo mínimo para subsistir.

        Así veo de dura la situación, que puedo soportar por el esfuerzo y el cariño de los que me rodean.

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