En
plena contradicción noté una vez más la caricia
del Padre al hijo que lo pasa mal. No lo esperaba y me admiró
la prontitud de su presencia cariñosa y sobrenatural. Me leyeron
el fax que me envió y traté de leerlo yo mismo. Me sentí
querido, comprendido en mi dolor, pero con la pena de no saber valorarlo
mejor y gozar más en esos momentos como hubiera sido justo.
Queridísimo
Luis: ¡que Jesús te me guarde!
Me
acaba de llegar la noticia de tu delicado estado de salud y te escribo
enseguida para decirte que te acompaño con muchísimo cariño
y acudo, con renovada fe, a la intercesión de nuestro amadísimo
Padre, para que superes estos momentos de mayor gravedad en tu enfermedad,
si es la Voluntad de Dios, y ruego al Señor que lo sea.
Te
dejo en las manos de la Santísima Virgen, Salus Infirmorum,
para que te dé una gran paz y tranquilidad, bien identificado
con el querer divino, y para que prodigue sus cuidados maternales contigo,
como sólo Ella sabe hacerlo.
Con
grandísimo afecto, te encomiendo continuamente y te bendigo.
tu Padre
+ Alvaro
Me
tuve que conformar con renovar con toda la intensidad que pude el ofrecimiento
de todo por su persona e intenciones, firmemente convencido de que así
tenía entre manos grandes cosas. Seguramente aquello era fe,
un poco al menos. Porque no dejaba de sentirme indignado e impaciente
por salir de allí cuanto antes.
Cada
día me sentía un poco mejor, aunque la evolución
favorable resultaba lenta. Comenzaron a colocarme en un sillón
parecido al que usé la primera vez, cuando se preparaba mi salida
de la UCI, pero ahora no me llevaban al aula sino al pasillo que está
junto a la UCI. Debía acostumbrarme otra vez a estar sentado.
Y me acostumbré junto a una ventana del pasillo desde la que
se contemplan otros edificios de la Universida de Navarra. Cada día
aumentaba el tiempo junto a la ventana. Tenía tiempo para charlar
con los que venían a verme y para soñar con mi vuelta
al campus. Beatriz me hizo varias visitas. Al verla sentía añoranza
de las sesiones de rehabilitación que me perdía por estar
allí, que son siempre un descanso por lo que suponen para mí
de cambio de actividad. En el futuro dijo Beatriz daríamos
mucha importancia a los ejercicios respiratorios. No me emocionaba la
idea pero así tendría que ser.
Y mientras
mejoraba, he de reconocer que intenté por todos los medios que
consideré razonables salir de allí cuanto antes. Recuerdo
que lo pedía por favor pero con tozuda insistencia, y tuve la
impresión de estar haciendo una excepción en mi modo habitual
de comportarme; pretendía salirme con la mía, pero tal
vez ésta era mi inquietud forzando demasiado la situación.
En todo caso también aceptaría quedarme si no había
más remedio. Le expuse a la doctora de Castro cómo me
sentía y mi deseo de abandonar aquel lugar. Otro tanto hice con
mayor insistencia con Ter.
Decidle,
por favor, que haga todo lo posible para sacarme de aquí cuanto
antes.
A varios
de los que me acompañaban les encargué que le transmitieran
estas palabras mías.
Afortunadamente
mejoró mi situación clínica lo suficiente como
para convencer a los médicos de que me trasladaran a la planta.
Y salí de la UCI impaciente como quien, en lugar de ir a una
habitación de la quinta planta, fuera a la tierra prometida.
La
emoción se mantuvo hasta el último momento, pues cuando
todo parecía indicar que ya no había ningún problema
para bajar, aún era necesario que diera su visto bueno el médico
especialista de la unidad y, a continuación, había que
aclarar si había una habitación libre en la planta. Bajé
por fin emocionado, aunque pensándolo ahora me parece ridículo,
sobre todo porque no tenía ni idea entonces de lo que iba a sufrir
durante las siguientes semanas en aquella habitación tan deseada.
Navidades en la Clínica
Estaban
ya próximas las fiestas de Navidad y Ter me anunció que
las celebraríamos allí. Yo no tenía ni muchas ni
pocas ganas de celebración. Estaba, por el contrario, con la
impaciencia de que en la planta se fueran normalizando las cosas. Esa
era la fiesta que yo quería. A la vez tenía muy claro
que deseaban volcarse conmigo y lo agradecía con toda sinceridad.
Pero me cansaba sólo de pensar que vendrían unos cuantos
y tendría que atenderlos, ponerles buena cara y todo eso. Si
no me veían animado, se volverían preocupados a casa.
Pero peor sería decir que mejor no vinieran. En el fondo, la
idea me gustaba: acababan de llegar a Pamplona y ya querían verme.
Temía, sin embargo, su presencia por el "gasto" que me iba a
suponer: como si no tuviera ya bastante por mi cuenta...
Vinieron
varias veces. Cantaron canciones y hasta interpretaron en una ocasión
una escena del Julio César de Shakespeare. Pasé algún
momento más cansado, pero en conjunto resultó bien y cada
vez que venían causaban la admiración de vecinos y enfermeras
y yo me sentía orgulloso de ellos.
Fueron
pasando esas fechas sin una notoria mejoría. La Navidad, con
su comida extraordinaria; el día de Reyes, con sus regalos. Por
noches a veces soñaba incoherencias. Recuerdo la Nochevieja porque
tuve una pesadilla rara. Debió de ser consecuencia de que todavía
no lograba respirar bien. Al día siguiente estaba confundido
y pensaba que el sueño había sido realidad. Me sentía
contrariado, sin lograr tener el control de la situación, pero
al mismo tiempo notaba apoyo y seguridad a mi alrededor. Por tanto,
confiaba tranquilo. Quizá también porque no era capaz
de más.
Una UCI en la quinta
En
aquellos momentos, la clave de mi recuperación estaba en los
antibióticos. El doctor Azanza supervisaba el tratamiento por
vía general y la doctora Fernández coordinaba la administración
por aerosoles. También me ayudó mucho la doctora Iribarren
con la regulación de los respiradores que me aseguraban la correcta
oxigenación en los momentos más críticos. No era
fácil, por ejemplo, coordinar mi postura en la cama para dormir
con las presiones eficaces del aire y la frecuencia con que la máquina
respiraba por mí. Que además consiguiera descansar era
ya para nota. A mí mismo me sorprendía poder lograrlo
con el ruido rítmico y permanente que se sumaba al resto de las
molestias. El aparato había que ajustarlo cada vez que lo conectaban.
Lo solía hacer personalmente la doctora Iribarren con gran paciencia,
pero sólo por la noche, pues era con el sueño cuando tenía
la tendencia a bajar más aún la movilidad de los pulmones
y, por tanto, la capacidad respiratoria. Resultaba un tanto torturante,
porque el aparato insuflaba aire en mis pulmones con un ritmo constante
y una cantidad también predeterminada, y debía adaptarme
a la máquina una vez que parecía ajustada del mejor modo.
También
pareció oportuno instalar en la habitación un humidificador
para favorecer la respiración con una atmósfera más
húmeda y caliente. Seguramente se lograba. Pero también
se lograba que sudara con profusión: debían colocarme
una toalla entre la cabeza y la almohada. Menos mal que aquello duró
poco.
Poco
a poco, todo este montaje, excesivamente complicado y nada habitual
en una planta normal, fue desapareciendo. También pasaron aquellas
noches tan desagradables de respirador y sueños extraños
y el 24 de enero me marché a casa. Pero volví a las pocas
semanas. Aún fueron necesarios varios meses hasta que pudiera
abandonar establemente la Clínica, pero ya me sentía profundamente
agradecido por haber dejado la UCI, aunque bien lo sabía
hubiera sido a costa de haber instalado una especie de UCI en la quinta,
y del interés y el esfuerzo de bastantes personas.
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