sobre la marcha: confesiones de un tetrapléjico que ama apasionadamente la vida
Luis de Moya
La eutanasia
José Miguel Serrano Ruiz-Calderón

Presencia del Padre

        En plena contradicción noté una vez más la caricia del Padre al hijo que lo pasa mal. No lo esperaba y me admiró la prontitud de su presencia cariñosa y sobrenatural. Me leyeron el fax que me envió y traté de leerlo yo mismo. Me sentí querido, comprendido en mi dolor, pero con la pena de no saber valorarlo mejor y gozar más en esos momentos como hubiera sido justo.

        Queridísimo Luis: ¡que Jesús te me guarde!

        Me acaba de llegar la noticia de tu delicado estado de salud y te escribo enseguida para decirte que te acompaño con muchísimo cariño y acudo, con renovada fe, a la intercesión de nuestro amadísimo Padre, para que superes estos momentos de mayor gravedad en tu enfermedad, si es la Voluntad de Dios, y ruego al Señor que lo sea.

        Te dejo en las manos de la Santísima Virgen, Salus Infirmorum, para que te dé una gran paz y tranquilidad, bien identificado con el querer divino, y para que prodigue sus cuidados maternales contigo, como sólo Ella sabe hacerlo.

        Con grandísimo afecto, te encomiendo continuamente y te bendigo.

tu Padre

+ Alvaro

        Me tuve que conformar con renovar con toda la intensidad que pude el ofrecimiento de todo por su persona e intenciones, firmemente convencido de que así tenía entre manos grandes cosas. Seguramente aquello era fe, un poco al menos. Porque no dejaba de sentirme indignado e impaciente por salir de allí cuanto antes.

        Cada día me sentía un poco mejor, aunque la evolución favorable resultaba lenta. Comenzaron a colocarme en un sillón parecido al que usé la primera vez, cuando se preparaba mi salida de la UCI, pero ahora no me llevaban al aula sino al pasillo que está junto a la UCI. Debía acostumbrarme otra vez a estar sentado. Y me acostumbré junto a una ventana del pasillo desde la que se contemplan otros edificios de la Universida de Navarra. Cada día aumentaba el tiempo junto a la ventana. Tenía tiempo para charlar con los que venían a verme y para soñar con mi vuelta al campus. Beatriz me hizo varias visitas. Al verla sentía añoranza de las sesiones de rehabilitación que me perdía por estar allí, que son siempre un descanso por lo que suponen para mí de cambio de actividad. En el futuro –dijo Beatriz– daríamos mucha importancia a los ejercicios respiratorios. No me emocionaba la idea pero así tendría que ser.

        Y mientras mejoraba, he de reconocer que intenté por todos los medios que consideré razonables salir de allí cuanto antes. Recuerdo que lo pedía por favor pero con tozuda insistencia, y tuve la impresión de estar haciendo una excepción en mi modo habitual de comportarme; pretendía salirme con la mía, pero tal vez –ésta era mi inquietud– forzando demasiado la situación. En todo caso también aceptaría quedarme si no había más remedio. Le expuse a la doctora de Castro cómo me sentía y mi deseo de abandonar aquel lugar. Otro tanto hice –con mayor insistencia– con Ter.

        ––Decidle, por favor, que haga todo lo posible para sacarme de aquí cuanto antes.

        A varios de los que me acompañaban les encargué que le transmitieran estas palabras mías.

        Afortunadamente mejoró mi situación clínica lo suficiente como para convencer a los médicos de que me trasladaran a la planta. Y salí de la UCI impaciente como quien, en lugar de ir a una habitación de la quinta planta, fuera a la tierra prometida.

        La emoción se mantuvo hasta el último momento, pues cuando todo parecía indicar que ya no había ningún problema para bajar, aún era necesario que diera su visto bueno el médico especialista de la unidad y, a continuación, había que aclarar si había una habitación libre en la planta. Bajé por fin emocionado, aunque pensándolo ahora me parece ridículo, sobre todo porque no tenía ni idea entonces de lo que iba a sufrir durante las siguientes semanas en aquella habitación tan deseada.

Navidades en la Clínica

        Estaban ya próximas las fiestas de Navidad y Ter me anunció que las celebraríamos allí. Yo no tenía ni muchas ni pocas ganas de celebración. Estaba, por el contrario, con la impaciencia de que en la planta se fueran normalizando las cosas. Esa era la fiesta que yo quería. A la vez tenía muy claro que deseaban volcarse conmigo y lo agradecía con toda sinceridad. Pero me cansaba sólo de pensar que vendrían unos cuantos y tendría que atenderlos, ponerles buena cara y todo eso. Si no me veían animado, se volverían preocupados a casa. Pero peor sería decir que mejor no vinieran. En el fondo, la idea me gustaba: acababan de llegar a Pamplona y ya querían verme. Temía, sin embargo, su presencia por el "gasto" que me iba a suponer: como si no tuviera ya bastante por mi cuenta...

        Vinieron varias veces. Cantaron canciones y hasta interpretaron en una ocasión una escena del Julio César de Shakespeare. Pasé algún momento más cansado, pero en conjunto resultó bien y cada vez que venían causaban la admiración de vecinos y enfermeras y yo me sentía orgulloso de ellos.

        Fueron pasando esas fechas sin una notoria mejoría. La Navidad, con su comida extraordinaria; el día de Reyes, con sus regalos. Por noches a veces soñaba incoherencias. Recuerdo la Nochevieja porque tuve una pesadilla rara. Debió de ser consecuencia de que todavía no lograba respirar bien. Al día siguiente estaba confundido y pensaba que el sueño había sido realidad. Me sentía contrariado, sin lograr tener el control de la situación, pero al mismo tiempo notaba apoyo y seguridad a mi alrededor. Por tanto, confiaba tranquilo. Quizá también porque no era capaz de más.

Una UCI en la quinta

        En aquellos momentos, la clave de mi recuperación estaba en los antibióticos. El doctor Azanza supervisaba el tratamiento por vía general y la doctora Fernández coordinaba la administración por aerosoles. También me ayudó mucho la doctora Iribarren con la regulación de los respiradores que me aseguraban la correcta oxigenación en los momentos más críticos. No era fácil, por ejemplo, coordinar mi postura en la cama para dormir con las presiones eficaces del aire y la frecuencia con que la máquina respiraba por mí. Que además consiguiera descansar era ya para nota. A mí mismo me sorprendía poder lograrlo con el ruido rítmico y permanente que se sumaba al resto de las molestias. El aparato había que ajustarlo cada vez que lo conectaban. Lo solía hacer personalmente la doctora Iribarren con gran paciencia, pero sólo por la noche, pues era con el sueño cuando tenía la tendencia a bajar más aún la movilidad de los pulmones y, por tanto, la capacidad respiratoria. Resultaba un tanto torturante, porque el aparato insuflaba aire en mis pulmones con un ritmo constante y una cantidad también predeterminada, y debía adaptarme a la máquina una vez que parecía ajustada del mejor modo.

        También pareció oportuno instalar en la habitación un humidificador para favorecer la respiración con una atmósfera más húmeda y caliente. Seguramente se lograba. Pero también se lograba que sudara con profusión: debían colocarme una toalla entre la cabeza y la almohada. Menos mal que aquello duró poco.

        Poco a poco, todo este montaje, excesivamente complicado y nada habitual en una planta normal, fue desapareciendo. También pasaron aquellas noches tan desagradables de respirador y sueños extraños y el 24 de enero me marché a casa. Pero volví a las pocas semanas. Aún fueron necesarios varios meses hasta que pudiera abandonar establemente la Clínica, pero ya me sentía profundamente agradecido por haber dejado la UCI, aunque –bien lo sabía– hubiera sido a costa de haber instalado una especie de UCI en la quinta, y del interés y el esfuerzo de bastantes personas.

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