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Cuando Jesús, despojado
de sus vestidos, se encuentra ya en el Gólgota (cf. Mc 15, 24,
etc.), nuestros pensamientos se dirigen hacia su Madre: vuelven hacia
atrás, al origen de este cuerpo que ya ahora, antes de la crucifixión,
es todo él una llaga (cf. Is 52 ,14). El misterio de la Encarnación:
el Hijo de Dios toma cuerpo en el seno de la Virgen (cf. Mt 1, 23; Lc
1, 26-38). El Hijo de Dios habla al Padre con las palabras del Salmista:
«No te complaces tú en el sacrificio y la ofrenda... pero
me has preparado un cuerpo» (Sal 40, 8-7; Heb 10, 5). El cuerpo
del hombre expresa su alma. El cuerpo de Cristo expresa el amor al Padre:
«Entonces dije: '¡Heme aquí que vengo!'... para hacer,
¡oh Dios!, tu voluntad» (Sal 40, 9; Heb 10, 7). «Yo hago
siempre lo que es de su agrado» (Jn 8, 29). Este cuerpo desnudo
cumple la voluntad del Hijo y la del Padre en cada llaga, en cada estremecimiento
de dolor, en cada músculo desgarrado, en cada reguero de sangre
que corre, en todo el cansancio de sus brazos, en los cardenales de
cuello y espaldas, en el terrible dolor de las sienes. Este cuerpo cumple
la voluntad del Padre cuando es despojado de sus vestidos y tratado
como objeto de suplicio, cuando encierra en sí el inmenso dolor
de la humanidad profanada.
El cuerpo del hombre es profanado de varias maneras.
En esta estación debemos pensar en la Madre de
Cristo, porque bajo su corazón, en sus ojos, entre sus manos
el cuerpo del Hijo de Dios ha recibido una adoración plena.
V. Te adoramos, ¡oh Cristo!, y te bendecimos.
R. Que por tu santa cruz redimiste al mundo.
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