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La tradición nos habla de la Verónica. Quizá ella completa la historia del Cireneo. Porque lo cierto es que aunque, como mujer, no cargara físicamente con la cruz y no se la obligara a ello llevó sin duda esta cruz con Jesús: la llevó como podía, como en aquel momento era posible hacerlo y como le dictaba su corazón: limpiándole el rostro. Este detalle, referido por la tradición, parece fácil de explicar: en el lienzo con el que secó su rostro han quedado impresos los rasgos de Cristo. Puesto que estaba todo él cubierto de sudor y sangre, muy bien podía dejar señales y perfiles. Pero el sentido de este hecho puede ser interpretado también de otro modo, si se considera a la luz del sermón escatológico de Cristo. Son muchos indudablemente los que preguntarán: «Señor, ¿cuándo hemos hecho todo esto?» Y Jesús responderá: «Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40). El Salvador, en efecto, imprime su imagen sobre todo acto de caridad, como sobre el lienzo de la Verónica.
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