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Jesús cae bajo la
cruz. Cae al suelo. No recurre a sus fuerzas sobrehumanas, no recurre
al poder de los ángeles. «¿Crees que no puedo rogar
a mi Padre, quien pondría a mi disposición al punto más
de doce legiones de ángeles?» (Mt 26, 53). No lo pide. Habiendo
aceptado el cáliz de manos del Padre (Mc 14, 36, etc.), quiere
beberlo hasta las heces. Esto es lo que quiere. Y por esto no piensa
en ninguna fuerza sobrehumana, aunque al instante podría disponer
de ellas. Pueden sentirse dolorosamente sorprendidos los que le habían
visto cuando dominaba a las humanas dolencias, a las mutilaciones, a
las enfermedades, a la muerte misma. ¿Y ahora? ¿Está
negando todo eso? Y, sin embargo, «nosotros esperábamos»,
dirán unos días después los discípulos de
Emaús (Lc 24, 21). «Si eres el Hijo de Dios...» (Mt
27, 40), le provocarán los miembros del Sanedrín. «A
otros salvó, a sí mismo no puede salvarse» (Mc 15,
31; Mt 27, 42), gritará la gente.
Y él acepta estas frases de provocación,
que parecen anular todo el sentido de su misión, de los sermones
pronunciados, de los milagros realizados. Acepta todas estas palabras,
decide no oponerse. Quiere ser ultrajado. Quiere vacilar. Quiere caer
bajo la cruz. Quiere. Es fiel hasta el final, hasta los mínimos
detalles, a esta afirmación: «No se haga lo que yo quiero,
sino lo que quieres tú» (cf. Mc 14, 36, etc. ).
Dios salvará a la humanidad con las caídas
de Cristo bajo la cruz.
V. Te adoramos, ¡oh Cristo!, y te bendecimos.
R. Que por tu santa cruz redimiste al mundo.
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