Por una ecología más humana
Fernando Pascual, L.C.
Autoridad y libertad en la educación de los hijos
Victoria Cardona

        “La defensa del ambiente es una exigencia casi universal. Ante la contaminación del aire o de los ríos, ante la desaparición de especies de animales y plantas, ante las amenazas de cambios climáticos ocasionados por el hombre, hace falta una mobilización general para conseguir un mundo más sano, más respetado, más hermoso.

        Pero existe en no pocos ecologismos un grave peligro: la falta de fundamentos, o, peor aún, el aceptar fundamentos erróneos e inhumanos.

        Un ecologismo carece de fundamentos, por ejemplo, si se basa simplemente en el gusto de algunas élites o de las masas. Defender a las ballenas o a las focas, a las tortugas o a los tigres, a las mariposas monarca o a los papagallos, puede ser señal de un cariño hacia animales, basado simplemente en eso: nos gusta tener, en el presente, y garantizar para el futuro, la compañía de algunos seres vivos que embellecen nuestro planeta. Nos gusta... y nada más, como si el gusto fuese suficiente.

        El gusto, sin embargo, cambia con los hombres y con los tiempos. Hace siglos el lobo era visto con desprecio, mientras hoy podemos encontrar a ecologistas dispuestos a grandes sacrificios por defender la vida de este inquieto animal. Hace falta, por lo mismo, encontrar motivos profundos de nuestras opciones, una causa que justifique seriamente la acción en favor de la biodiversidad de nuestros continentes y de nuestros mares.

        En la búsqueda de un fundamento más serio, más verdadero, descubrimos una corriente no siempre bien percibida que desea defender la vida, cualquier vida, por considerar al planeta tierra como si fuese una especie de macroestructura con derechos tan fuertes que a esos derechos deberían someterse también los seres humanos. En esta visión, que puede llegar a extremos de tipo panteísta o, incluso, antihumanista, no han faltado voces que consideran a la especie humana como uno de los animales más peligrosos, incluso más despreciables, que haya existido jamás y que merecería, por lo mismo, ser controlado y reducido drásticamente.

        Es triste haber escuchado en un pasado no muy lejano, por ejemplo, que el virus del sida no es un problema, sino una solución, por ayudar al ecosistema tierra a eliminar un numeroso “excedente” de seres humanos...

        Este tipo de visiones necesitan ser superadas con una reflexión más profunda: ¿por qué es un bien conservar ciertos equilibrios ecológicos y defender la riqueza de la vida terráquea? Una primera respuesta consiste precisamente en evidenciar la centralidad que el hombre ocupa en el proceso evolutivo, y en su papel de “responsable” del mundo en el que desarrolla la propia existencia.

        La especie humana, gracias a su racionalidad, ha elaborado visiones éticas que le permiten no sólo distinguir entre lo bueno y lo malo, sino también orientar las propias decisiones hacia la búsqueda del bien. Esas visiones éticas suponen aceptar que el hombre es un ser especial, dotado de inteligencia y de voluntad, y, por lo tanto, responsable de todas y cada una de sus decisiones.

        Esta responsabilidad nos distingue radicalmente de los animales. Nadie, al menos por ahora, llevaría a la cárcel a un león por eliminar al cachorro de un herbívoro en peligro de extinción. Pero sí aceptamos la condena a la cárcel de aquellos cazadores furtivos que disfrutan al matar animales “preciosos” y protegidos por leyes nacionales o internacionales.

        La superioridad del hombre se convierte, por lo tanto, en un presupuesto básico de cualquier sana visión sobre la ecología. A su lado, surge otro presupuesto: el hombre superior, por su condición ética, debe abrirse a la responsabilidad no sólo respecto de los demás seres humanos, sino también frente al patrimonio biológico y ambiental de nuestro planeta. Pero siempre en una sana jerarquía: lo primero es la defensa de los derechos inherentes a todo ser humano, desde su concepción hasta su muerte. Lo segundo, la salvaguardia, en función precisamente de la defensa del hombre, del ambiente.

        Lo explicaba bellamente Juan Pablo II en la encíclica “Centesimus annus” (1991). El Papa señalaba: “Es asimismo preocupante, junto con el problema del consumismo y estrictamente vinculado con él, la cuestión ecológica. El hombre, impulsado por el deseo de tener y gozar, más que de ser y de crecer, consume de manera excesiva y desordenada los recursos de la tierra y su misma vida. En la raíz de la insensata destrucción del ambiente natural hay un error antropológico, por desgracia muy difundido en nuestro tiempo” (n. 37).

        Pero en seguida añadía: “Además de la destrucción irracional del ambiente natural hay que recordar aquí la más grave aún del ambiente humano, al que, sin embargo, se está lejos de prestar la necesaria atención. Mientras nos preocupamos justamente, aunque mucho menos de lo necesario, de preservar los «hábitat» naturales de las diversas especies animales amenazadas de extinción, porque nos damos cuenta de que cada una de ellas aporta su propia contribución al equilibrio general de la tierra, nos esforzamos muy poco por salvaguardar las condiciones morales de una auténtica «ecología humana»” (n. 38).

        La ecología necesita una buena sanación, hacerse más humana. Desde una base antropológica bien fundada será capaz de servir, realmente, al bien de la humanidad a través de la búsqueda de la defensa del ambiente y de la biodiversidad. Luego será posible ir todavía más a fondo y reconocer, según una visión propia de la espiritualidad cristiana, que detrás de los hombres y de los vivientes se esconde un maravilloso designio de Amor, un querer de Dios que nos ha ofrecido, para esta breve etapa temporal, un mundo frágil y bello.

        Nos toca administrarlo con prudencia y justicia, nos toca conservarlo para las generaciones futuras con un corazón justo, deseoso de condividir experiencias estupendas que podemos compartir con los animales y plantas que nos acompañan en nuestro breve y hermoso peregrinar terreno.