No le devuelvas la espada: dale cariño y amor
Fernando Pascual, L.C.
Autoridad y libertad en la educación de los hijos
Victoria Cardona

        “Si un amigo te ha prestado una espada y te la pide un día diciéndote que la necesita para matar a otro, puedes no dejársela, pues así evitas que se cometa un crimen. Si ese amigo que te prestó la espada te la pide porque quiere suicidarse, tampoco se la dejes, y así seguirás teniendo un amigo...” Estas sencillas ideas se pueden encontrar en algunos autores medievales, y reflejan una convicción muy interesante: la propiedad privada es un derecho universal (casi todos los autores lo han admitido), pero está sometida a bienes superiores. En el primer ejemplo, está sometida al orden público: devolver la espada a quien pretende matar implica, en cierto sentido, aceptar el crimen que se está tramando (aunque la espada sea del asesino “en potencia”). Devolvérsela a quien se quiere suicidar, significa condescender con un mal momento de mi amigo, que, en el fondo, me está gritando su desesperación y su angustia. Y yo no quiero perderlo, porque es mi amigo.

         Exista una tercera posibilidad, y es la que hoy se está discutiendo como derecho. Es el caso de que mi amigo me diga: “coge mi espada (o la tuya, o una escopeta, o una inyección) y mátame”. Está claro que ahí no sólo atento contra el derecho a la vida de mi amigo (aunque sea él quien quiere quitársela), sino que cometo un delito, y será muy difícil en el tribunal poder demostrar mi inocencia: yo habría matado a una persona por el simple motivo (siempre insuficiente) de que él lo había pedido.

         Conviene que en el mundo moderno no olvidemos estas reflexiones de nuestros antepasados. Brilla una chispa de verdad en lo que ellos han meditado. Y es que la vida de cualquier hombre no puede ser suprimida con la simple excusa de que uno mismo ha pedido su propia autodestrucción. No vale, en situaciones como esta, decir: “él me lo ha pedido, por lo tanto quedo exento de culpa”. También nos pueden pedir el que ayudemos a un fraude, y no por ello me van a perdonar a la hora de ser juzgado. Yo soy responsable de todos mis actos, y nunca me debería permitir el cometer un crimen, aunque sólo sea porque me lo han pedido.

         A pesar de lo claro que está el principio, pueden darse situaciones en las que algunos profesionales de la medicina sientan la tentación, no de usar una espada o una pistola, sino una sobredosis de calmantes o de anestesia, con el fin de eliminar a ese enfermo que ha solicitado, en medio de sus tremendos dolores físicos y psíquicos, que se le quite la vida. Incluso algunos piensan que esto podría ser visto como un acto de compasión, una señal de humanismo. “¿Cómo permitir el que tantos enfermos sigan, día tras día, en medio de agonías que no parecen llegar a su momento supremo?”, dicen algunos. Incluso se dan posturas extremas de quienes creen que no hay que esperar a que el enfermo pida el ser “asesinado con guante blanco” (entiéndase con esta expresión la “eutanasia”), sino que el mismo médico debería decidir cuándo y cómo matar a su indefenso (y dolorido) paciente.

         Con posiciones de este estilo vamos en contra de dos grandes principios de todos los pueblos y de todas las culturas que han defendido al hombre (aunque siempre haya habido dramáticas excepciones, como el caso de la Alemania nazi o de la Rusia comunista); principios que pueden y deben cimentar la vida democrática de cada pueblo civilizado. El primero es que todo hombre sigue siendo sujeto de derechos mientras viva. Admitir que “es un derecho el determinar el propio momento de la muerte” es algo así como permitir que un sujeto de derecho renuncie, por derecho, a tener el fundamento que le permite tener derechos (perdón por la repetición de tanto “derecho”): renuncie a seguir viviendo. Todo legislador y todo pueblo civilizado sabe que el hombre vale en cuanto es hombre, y su valor implica la defensa, protección y fomento del valor fundante, que es la propia vida. Esto se aplica tanto si uno es blanco como si es negro o indio, si es rico o si es pobre, si es de campo o de ciudad, si nació aquí o a 8.000 kilómetros de distancia, si es sano o si sufre una tremenda enfermedad.

         El otro principio fundamental es el sentido genuino y humanístico de la medicina. El médico no es un dios más allá del bien y del mal, que decide quién vive y quién muere, cuándo y cómo. Pero tampoco es un esclavo de cualquier capricho o depresión que puedan acaecer en sus pacientes. Menos aún debería ser un títere de la opinión pública, de los grupos más poderosos o de las compañías farmacéuticas. El médico es un servidor del hombre en lo que se refiere a su salud. Ello implica dos tipos de acciones fundamentales: en primer lugar, sanar la parte (o el conjunto) que se encuentra bajo el efecto de una enfermedad; en segundo lugar, aliviar el dolor de quien sufre, también cuando se encuentra en una situación incurable o irreversible. No podemos caer en la triste trampa de quien dice: “muerto el paciente se acabó el dolor”, porque ello no es actuar como médicos, sino como criminales. No debemos olvidar nunca que millones de seres humanos viven una existencia con tremendos sufrimientos morales, y no por ello sería justificable su “dulce muerte” para sacarlos de esas situaciones de tormento en las que viven, a veces más dolorosas que una enfermedad corrosiva...

         Vivimos en un tiempo y en un mundo en el que hace falta volver a las fuentes de la verdad. Parece que hay grupos muy poderosos con gran habilidad para mover a la opinión pública según intereses turbios y egoístas. La verdad, simple y llana, es esta: la eutanasia (eliminar a un paciente) es siempre un crimen, y como tal ningún pueblo debería tolerarla. Pero conviene también descubrir que, cuando un hombre o una mujer, enfermos en el cuerpo o en el alma, nos piden que acabemos de una vez sus dolorosos días, nos están gritando a voces una sola cosa: “necesito con urgencia que alguien me consuele, que alguien me apoye, que alguien me dé fuerzas para seguir viviendo”. Esa necesidad la tenemos todos. El mundo es un infierno cuando descubrimos que nadie nos quiere, ¡y cómo es difícil vivir en esa tremenda soledad! La solución al problema del suicidio y de la eutanasia está en la construcción de la civilización del amor. El amor requiere siempre el primer peldaño de la justicia (aunque siempre irá mucho más lejos).

         La legalización de la eutanasia, o su simple permisión, son un tremendo paso atrás, un saltar de nuevo hacia la civilización del odio y de la muerte. No queremos que otros den ese paso, pues entonces el egoísmo habrá vencido, una vez más, al amor. Nosotros, como muchos otros a nuestro lado, creemos en el amor, creemos en la belleza del existir, y vamos a luchar para que ese amor ilumine y dé sentido a todas las vidas. También a la tuya, amigo agonizante, amigo desesperado, amigo abandonado, que ya desde ahora puedes contar con nuestro apoyo y solidaridad. También a la mía, cuando llegue el momento de la enfermedad y pueda descubrir, quiéralo Dios, un universo de amor en el rostro de todos los que lleguen a mi lecho de agonía.