Nacer sano desde la selección embrionaria
Fernando Pascual, L.C.
Autoridad y libertad en la educación de los hijos
Victoria Cardona

        La noticia aparece con cierta frecuencia y es recibida con aplausos por parte de algunos políticos y medios de comunicación social. Unos padres podrían transmitir a sus hijos defectos genéticos. Para “ayudarles” a tener un hijo sano, recurren a la fecundación artificial y a la selección de embriones. Los aplausos, sin embargo, ocultan una injusticia profunda que lleva a la discriminación de los embriones enfermos.

        ¿Cómo ocurre esto? El laboratorio de fecundación artificial pone en marcha un complicado proceso de trabajo para lograr el resultado: un hijo sano. Vamos a fijarnos en seis etapas del mismo.

        Primera, inducir la ovulación de la mujer para obtener varios óvulos. Segunda, fecundarlos “in vitro” con el esperma del esposo. Tercera, esperar a que se fecunden. Cuarta, hacer un diagnóstico preimplantatorio para ver cuáles de esos embriones tendrían un ADN sano (es decir, no tendrían el defecto genético rechazado por los padres). Quinta, escoger a algunos de esos embriones sanos para transferirlos al seno materno y esperar a que nazcan.

        En estas cinco etapas se incurre en los numerosos riesgos y contradicciones que caracterizan a todas las técnicas de fecundación extracorpórea. Pero existe una “sexta” etapa en este proceso, que consiste en la marginación, el abandono o la destrucción de los embriones enfermos.

        En otras palabras, para conseguir un hijo sano se recurre a un proceso técnico en el que el laboratorio, de acuerdo con los padres, se convierte en agente que decide sobre la vida de unos seres humanos (los embriones sanos) y sobre el abandono o la muerte de otros seres humanos (los embriones declarados enfermos o defectuosos). Nace, ciertamente, un hijo sano, pero no nacen aquellos hijos que podrían estar enfermos.

        Ante estas noticias, vale la pena recordar que la medicina existe para curar (cuando sea posible) al enfermo, para atenderlo en sus diversos sufrimientos, para prevenir contagios donde sea posible. Pero no será nunca propio de la medicina establecer un dominio arbitrario sobre la vida y la muerte de seres humanos, ni decidir quién merece vivir y quién será condenado a la muerte o al abandono por no poseer un mínimo nivel de “calidad” genética.

        El que un hijo empiece a existir con defectos genéticos no da derecho a nadie para despreciarlo, marginarlo, abandonarlo, provocar su muerte. Sea cual sea su ADN, estamos ante un hijo débil, frágil, necesitado de más ayuda por parte de la verdadera medicina.

        Por lo tanto, buscar que los hijos nazcan sanos no da permiso para discriminar o eliminar a los hijos enfermos. La medicina auténtica no puede olvidar principios éticos fundamentales para la vida social. Uno de esos principios nos dice que nadie debe ser discriminado por su sexo, por su raza, por su ADN, por sus patologías. Otro principio nos recuerda que toda vida humana merece respeto, protección y asistencia.

        Como explicaba el Papa Benedicto XVI en un discurso a los miembros de la Academia Pontificia para la Vida: “Es necesario confirmar que toda discriminación ejercida por cualquier poder sobre personas, pueblos o etnias en virtud de diferencias debidas a reales o presuntos factores genéticos es un atentado contra la misma humanidad. Hay que confirmar con fuerza la misma dignidad de todo ser humano por el hecho mismo de haber llegado a la vida” (21 de febrero de 2009).

        Hace falta hacerlo presente, para no quedar cegados ante los aplausos de quienes ven la selección prenatal de seres humanos como una “conquista” médica. Nunca será progreso recurrir a métodos que llevan a seleccionar a los sanos y a marginar y despreciar a los más débiles y enfermos. No es una técnica “salva vidas” la que permite nacer a unos mientras destruye o abandona a otros.

        El mundo empieza a ser más justo, más incluyente, más solidario, si sabe acoger al “diverso”, especialmente cuando ese diverso es un hijo débil, genéticamente “imperfecto”, pero no por ello menos digno. Su debilidad no debe convertirse en una sentencia de muerte, sino en un reclamo para recibir mayor asistencia por parte de todos, especialmente de sus propios padres y de los médicos.