¿Mano libre a la ciencia?
Fernando Pascual, L.C.
Autoridad y libertad en la educación de los hijos
Victoria Cardona

        Intervenir en “la” ciencia, para muchos, sería algo muy grave, porque la ciencia debería disfrutar de la máxima autonomía. En otras palabras, según esta mentalidad, la ciencia no debería tener a nadie por encima de ella.

        En realidad, “la” ciencia, al igual que toda idea abstracta, no hace nada, como tampoco “la” arquitectura construye edificios ni “la” medicina cura enfermos. Por eso, cuando se habla de lo que hace la ciencia, la arquitectura o la medicina, nos estamos refiriendo a lo que hacen los científicos, los arquitectos y los médicos.

        Corregimos, pues, el foco de mira. ¿Nadie debería intervenir sobre lo que hacen los científicos? En cuanto ciudadanos, deben pagar impuestos, como todos, y respetar las leyes de tráfico, y evitar comportamientos delictivos. Pero, cuando están en su laboratorio, ¿es correcto someterles a algún tipo de controles éticos y sociales?

        Como los tipos de experimentos son muchos, la respuesta no es fácil. Si un científico quiere observar cómo se comportan las hormigas en su ambiente natural, parece obvio que nadie le diga cómo deba planear y desarrollar sus investigaciones, a no ser que sus opciones creasen serios problemas a la convivencia entre seres vivos de una determinada zona geográfica.

        Si un científico quiere probar la eficacia de un producto químico para la producción de computadoras, la situación es muy diferente al caso anterior. En primer lugar, porque los productos químicos pueden ser más o menos peligrosos. En segundo lugar, porque un descubrimiento puede tener usos buenos, pero también usos malos. Por ejemplo, un producto creado en laboratorio podría servir para mejorar la velocidad de las tarjetas de red pero también para producir bombas peligrosas.

        Por eso, en los experimentos sobre ciertas sustancias, existen normas de seguridad que cualquier científico debería respetar. De esta manera, encontramos un primer ámbito en el que sí resulta correcto, incluso necesario, dar normas a los científicos a la hora de proponer qué experimentos van a llevar a cabo en el laboratorio.

        La situación es mucho más delicada si alguien busca intervenir sobre plantas y animales, también a nivel de microorganismos. ¿Goza de total autonomía un laboratorio para modificar, por ejemplo, el ADN de ciertos animales? La respuesta, para muchos, es un sencillo y claro “no”, por los riesgos que ciertas manipulaciones genéticas pueden producir en la salud de otros seres vivos y en los complejos equilibrios de los ecosistemas en los que vivimos.

        De este modo, se hace evidente un segundo ámbito de normas éticas en el mundo de la ciencia. A la hora de investigar sobre la vida, son necesarias normas, incluso leyes más o menos precisas, a las que deben someterse los científicos que trabajan en sectores de frontera, como el de las biotecnologías.

        Entremos a un sector investigativo sumamente delicado: ¿es lícito para un científico hacer cualquier tipo de experimentos sobre seres humanos sin controles éticos? Espontáneamente decimos que no, aunque un experimento concreto pudiera ser muy eficaz para prevenir contagios, para aliviar dolores o para curar enfermedades.

        Existen, ciertamente, normas y protocolos para regular ciertos experimentos sobre seres humanos, orientados a garantizar el respeto debido a quienes, de modo voluntario, aceptar someterse a tales experimentos.

        Pero hay otros seres humanos que han quedado desprotegidos, al menos en buena parte, ante el deseo de científicos que desean “aprovecharlos”. Nos referimos, en concreto, a embriones humanos producidos en los laboratorios y usados como material que prometería, según algunos, importantes descubrimientos, pero pagando un precio muy caro: su destrucción.

        Si hay normas éticas para los experimentos sobre sustancias químicas, sobre plantas y animales, también debe haberlas respecto de aquellos experimentos realizados sobre seres humanos. Esto vale no sólo si se trata de experimentar con adultos, sino también respecto de niños, de ancianos, de enfermos, y de embriones. Precisamente las categorías humanas más vulnerables deben contar con normas de tutela más concretas y específicas.

        Sobre esas categorías más vulnerables existe un texto en la “Declaración Universal sobre Bioética y Derechos Humanos” aprobada por la Conferencia general de la UNESCO, el 19 de octubre de 2005. En el artículo 8 se afirma:

        “Al aplicar y fomentar el conocimiento científico, la práctica médica y las tecnologías conexas, se debería tener en cuenta la vulnerabilidad humana. Los individuos y grupos especialmente vulnerables deberían ser protegidos y se debería respetar la integridad personal de dichos individuos”.

        Entonces, ¿mano libre para la ciencia, o, para ser más concretos, para los científicos? Sí, cuando trabajan en investigaciones que no implican riesgos para otros. No, cuando los experimentos pueden producir daños al ambiente o a otros seres humanos.

        Prevenir de los peligros de una “ciencia sin conciencia” (según una fórmula ya usada por otros) equivale a promover una “ciencia”, o, mejor, unos científicos, abiertos a aquellos principios y sanas normativas que ayuden a garantizar el máximo respecto de todos los seres humanos y del ambiente en el que se desarrolla la vida del planeta.