Familia, fecundación artificial y ética
Fernando Pascual, L.C.
 

         La técnica permite realizar sueños imposibles. Desde la multiplicación de las cosechas hasta los transplantes de corazón, toda una enorme variedad de ventajas y de conquistas se abren ante nuestros ojos de ciudadanos modernos y asombrados.

        Cada nueva conquista, sin embargo, nos plantea algunas preguntas. ¿Para qué sirve? ¿A qué nivel se puede aplicar? ¿Va a dañar el ambiente? ¿Hay peligros escondidos? ¿Cuánto costará? ¿Quién va a controlar su uso? ¿Se puede patentar y a qué precio?

        Uno de esos ámbitos técnicos es el de la fecundación artificial. A los progresos realizados desde hace ya varios siglos, primero en plantas y animales, luego en seres humanos, se van sumando cada vez nuevos descubrimientos y perspectivas. Quienes trabajan en ganadería saben lo interesante y práctico que resulta encontrar un buen banco de espermas (semen), para fecundar, por medio de la inseminación artificial, a las propias vacas u ovejas. Tal vez, con el pasar de los años, realizan estas operaciones como algo rutinario, sin pensar seriamente en todo lo que esto implica para cada especie animal y para el equilibrio ecológico del planeta.

        Puede resultar extraño que en el ámbito de la reproducción humana se apliquen estas técnicas que ya han logrado muchos resultados en el mundo animal. Se notan aquí y allá señales de “tratamientos contra la infertilidad” que recurren, con guantes blancos y palabras educadas, a la inseminación artificial o a fecundaciones en vitro con el recurso a “donantes” generosos y buenos, más altruistas que el pobre toro semental que sirve para fecundar a decenas o cientos de vacas...

        Así, podemos leer lo siguiente en un folleto de propaganda sobre Reproducción asistida de un prestigioso hospital de una ciudad del planeta: “Las parejas que carezcan de esperma u óvulos pueden someterse a la IVF y al GIFT utilizando el donador de semen o de óvulos. Esta es una decisión personal basada en las creencias religiosas, éticas y morales de la pareja y de la magnitud del deseo de tener un hijo. Durante más de doscientos años, las parejas con poca cantidad de semen o sin él, han recurrido al donador de semen para lograr el embarazo”. Puede parecer banal decir que cualquier decisión humana madura y consciente se basa en “creencias religiosas, éticas y morales”, pero a veces nos olvidamos que esto vale tanto para un acto de egoísmo como para un acto de generosidad. El egoísta tiene su “ética” y su “religión”, aunque todos nos demos cuenta de que se trata de una ética y de una religión desviadas, si es que no reconocemos que a veces se trata de una “antiética”.

        Es necesaria, además, una segunda aclaración. Buscar algo con pasión no justifica el recurrir a un medio inmoral. Muchos crímenes pasionales pretenden eliminar a un enemigo real y dañino, pero ello no quita la responsabilidad ante la sociedad, ante la víctima y ante uno mismo de haber cometido un delito grave. Un deseo muy grande de tener un hijo no puede justificar, por ejemplo, el secuestro de un bebé que podamos arrebatar a sus padres en un momento de descuido. Y, podemos añadir, el deseo legítimo de tener un hijo no debe ser nunca motivo para que un matrimonio o una persona solitaria recurra a un donante de semen o de óvulos para conseguir un hijo, que no será plenamente suyo.

        Una sana visión ética hará ver que, en el campo de la generación humana, existe el deber de respetar el mejor camino para tener un hijo, que es el amor fiel y exclusivo de los esposos. Ciertamente, muchos niños nacen de relaciones extraconyugales, y ello es siempre una fuente de sufrimiento para la pareja, pero no puede ser motivo de privar de amor a cada niño que nace sobre la tierra. Una acción mala puede tener un resultado bueno, pero no por ello deja de ser mala...

        Hay que considerar, además, al donante de óvulos o de espermas. Esta persona debe darse cuenta de que está entregando algo muy suyo a otros para que luego puedan decidir si va a nacer en un futuro un hijo suyo (muchas veces sin que lo sepa el mismo donante). Dar la vida es algo muy serio, y por ello se habla de paternidad y de maternidad responsables. Esta es una materia que no se puede delegar. No podemos permitir que otros, científicos o familias, tomen ese potencial de la propia fecundidad para ir esparciendo por el mundo, fuera del propio control, hijos e hijas biológicos que quizá el donante nunca verá, pero que no por ello dejan de ser plenamente hijos suyos.

        La comparación entre la reproducción humana y la reproducción animal es siempre odiosa. Hay algo en el ser humano que hace que cada nacimiento implique todo el amor de los padres, y que nos lleva a pedir, casi por simetría, que cualquier niño nazca precisamente de ese amor, sin que intervengan personas extrañas o anónimas. Lo saben muy bien los esposos que un día descubren que tal o cual hijo presuntamente suyo tenía su origen en otro... En la reproducción asistida que recurre a donadores tenemos, con toda la limpieza y elegancia de un moderno laboratorio, un adulterio disimulado, en el cual otro varón u otra mujer (desconocidos y anónimos para la pareja, pero no para la comunidad científica ni para los archivos públicos) entran en la vida de unos esposos, con los peligros que esto encierra para el presente o para el futuro de la comunidad de amor que es el matrimonio.

        Una sociedad humana no puede dejar el amor en manos de la ciencia. Dos esposos que se aman de verdad se aceptan íntegramente, incluso cuando se descubre, con gran dolor, que él o ella no son capaces de procrear una vida humana por alguna causa de infertilidad. Cualquier recurso a alguien fuera de ese amor sincero y total, sea un amante, sea un donador de semen o de óvulos, es un atentado que rompe y que destruye la belleza del amor generoso. Por ello un médico que ame su vocación no se permitirá introducir entre dos esposos elementos extraños a su amor. Ayudará, en lo que la ciencia le permita, a evitar las causas de la esterilidad. Pero no querrá sustituirse a los esposos con la producción artificial, fría, calculada, de embriones, muchos de los cuales serán sacrificados o congelados injustamente (con el único fin de asegurar un embarazo “a cualquier precio”), como ocurre en técnicas como la FIVET. Ni menos introducirá, con todos los anonimatos que se quieran, a personas extrañas, “donadores”, que se conviertan en los verdaderos padres biológicos del ser humano “creado” gracias al laboratorio.

        La vida no tiene precio. Todos queremos vivir en un mundo donde el amor sea la verdadera fuente de la fecundidad y del inicio de la vida. Hemos de tener el valor de rechazar, como sociedad madura y democrática, cualquier técnica de reproducción asistida que elimine embriones, que los congele, que los tenga prisioneros, en manos de la decisión de otros que no son sus padres. No podemos permitir que hombres o mujeres sean usados, como en el mundo animal, como “sementales” (aunque les llamemos, eufemísticamente, “donadores”), por respeto a su dignidad y por respeto a la unidad de amor de todo matrimonio. Sin ética, el hombre podrá usar de los nuevos descubrimientos contra los demás y contra sí mismo, aunque logre resultados aparentemente muy apetecibles...

        Sólo ayuda al hombre la tecnología si el hombre vive a fondo de acuerdo con una ética plenamente humanística. Si esto ha sido siempre verdad, lo es de un modo mucho más actual en el mundo de la tecnología reproductiva, donde entra en juego no sólo el equilibrio del ecosistema, sino la vida de amor de unos esposos y la concepción misteriosa y fascinante de cada nueva vida humana.