Los falóforos de Obama
Juan Manuel de Prada
ABC
El verdadero Lincoln
Thomas J. Dilorenzo

 

 

 

 

Utilizando a Dios

        SI Clinton ha pasado a la historia como el presidente al que rindió pleitesía la becaria Lewinsky, Obama pasará sin duda como el presidente que congregó la pleitesía de todos los plumillas del universo mundo. La becaria Lewinsky se guardó en un cajón el testimonio de su pleitesía, aquel vestido donde Clinton derramó sus lamparones, para poder exhibirlo como prueba en el juicio donde se dirimían sus habilidades como falófora; y los falóforos de Obama se han guardado en la cartera el recorte de periódico donde derramaron sus epítetos laudatorios, para exhibirlo como credencial de progresismo. A Mónica Lewinsky, por ser falófora de Clinton, le pagaron una pasta gansa en las televisiones; a los plumillas del universo mundo, por ser falóforos de Obama, tal vez sólo les paguen una calderilla (son muchos para el reparto), pero tienen garantizado el salvoconducto en las aduanas del Matrix progre. Del mismo modo que hubo una época en que, para obtener credencial de izquierdismo fetén, había que afirmar que se había estado en París en mayo del 68, arrancando adoquines de la calle y descalabrando gendarmes, ingresamos en una época en la que, para que te perdonen la vida los repartidores de bulas del Matrix progre, habrá que exhibir en la cartera el consabido articulejo encomiástico de Obama.

        Y, ¡madre mía, cómo escriben los falóforos de Obama! ¡Qué prosa mazorral, inepta y merengosa! ¡Qué hervidero de lugares comunes disfrazados de solemnidad! ¡Qué baboseos de pitiminí! Y, todo ello, con ese tufillo inconfundible de la beatería laica, que es un olor como de sucedáneo de incienso comprado en el chino de la esquina. Y con ese arrobo seudomístico que embarga a los falsos profetas ante la contemplación de su falso mesías. En la proclamación de Obama ha habido un componente de religiosidad falsificada –esto es, de idolatría– que los falóforos han celebrado con entusiasmo orgiástico; pero más triste que ese entusiasmo ha sido la credulidad de tanta buena gente que se ha dejado embaucar por la aparatosidad de esta parodia religiosa, contraponiéndola al laicismo hispánico: «¿Te fijaste que Obama juró sobre la Biblia de Lincoln? –nos dice la buena gente, ofuscada por el simulacro–. ¿Y no viste cómo invocaba a Dios?» La buena gente no repara en que esto es, precisamente, lo que las Escrituras llaman «fornicar con los reyes de la Tierra», que es la degeneración máxima de lo religioso: la religión puesta al servicio de la política, convertida en una Gran Ramera que legitima la adoración del hombre por el hombre y promete a las masas un reinado de felicidad perpetua y delicias universales. Y la mejor prueba de lo que digo nos la ofrecen los laicistas hispánicos, esos tipos que se ponen como la niña del exorcista cuando contemplan un crucifijo y que, sin embargo, han contemplado los juramentos, invocaciones y padrenuestros de la proclamación de Obama con complaciente regocijo.
En línea demócrata         Obama juró su cargo sobre la Biblia de Lincoln, el presidente republicano que combatió la esclavitud, por considerarla abominable, mientras el partido demócrata al que Obama pertenece la defendía. Ciento cincuenta años después, el partido demócrata defiende el aborto, que dentro de otros ciento cincuenta años nos parecerá igual de abominable que la esclavitud, porque se funda en la misma concepción utilitaria del ser humano; pero, entretanto, su defensa otorga salvoconducto en las aduanas del Matrix progre. A Obama le preguntaron un día su juicio sobre el aborto, a lo que respondió enojado: «No me pagan para contestar a esas preguntas». Y respondió bien, pues en efecto sabe perfectamente quiénes le pagan. Que no son, como nos han hecho creer con afectación lacrimógena los falóforos de Obama, una multitud de anónimos y modestos donantes –versión falsificada del óbolo de la viuda–, sino los magnates de la prensa, los caricatos de Hollywood y los plutócratas de Wall Street. O sea, los amos del cotarro, que a estas horas estarán diciendo socarronamente, como el príncipe Fabrizio de Lampedusa: «Algo debe cambiar para que todo siga igual». Y, entre las cosas que seguirán igual en los próximos años, se cuenta la tabarra de articulejos encomiásticos con que nos van a apedrear los falóforos de Obama.