La obsesión de comer sano
Miguel Aranguren
Telva, junio 2007
miguelaranguren.com
Los españoles de Stalin
Daniel Arasa

 

 

 

 

 

 

 

Un problema establecido

        He cambiado el pincho de tortilla de media mañana por una manzana golden, redonda y aburrida. Lo reconozco: estoy empeñado en quitarme esos kilos de más que, a mis treinta y seis, se empeñan en rodearme la cintura.

        Una vez que he colocado la manzana junto a mi ordenador, han comenzado a lloverme consejos de los compañeros de oficina. Aquí, quien menos ha probado el método de la alcachofa, el del vaso de agua caliente antes de cada comida, el régimen macrobiótico y hasta la ingesta de algas de río. Todo ello sazonado con cinco horas semanales de gimnasio, tres litros diarios de agua mineral y el firme propósito de concentrar los hidratos de carbono en una sola colación.

        Al final concluyo que me deprime este culto desmedido a la figura, a un cuerpo de proporciones imposibles a medida que uno va cumpliendo años. Es el empeño de negar lo evidente: que el paso del tiempo nos ennoblece con distintas huellas, desde el cabello que se cae o pierde sus pigmentos, hasta las arrugas y el sobrepeso. Todas ellas son señales indiscutibles de que la fortuna nos brinda el regalo de los años.

        Comprendo que una sociedad que no está obligada a luchar por conseguir alimento –en la que la historia del hambre se recuerda en blanco y negro–, dedique horas y dinero a disimular los ecos del buen vivir. Hay razones de salud y estéticas que aconsejan una alimentación más sana, el regreso a la fruta y la verdura junto al destierro del chuletón. Sin embargo, vislumbro una obsesión enfermiza respecto al cuidado de lo que entra por nuestra boca, una nueva patología que viene a sumarse a los numerosos desórdenes alimenticios que lastramos los países prósperos.

        El doctor Bratman identificó la ortorexia en el año 2000. Desde entonces, los hospitales se han ido llenando de historias de pacientes afectados por la necesidad desordenada de comer sano. Juan Ramos, del centro de psicología y psiquiatría Área Humana, asegura que los enfermos de ortorexia no solo no comen cualquier cosa, sino que exigen el control del lugar en el que se cocinan los alimentos y de la manera como se manipulan. La difusión de restaurantes “biológicos”, la inclusión de lineales de comida ecológica en los supermercados, la demonización de los colorantes y conservantes, de los intensificadores de sabor, ha eliminado muchos alimentos indispensables para una dieta equilibrada. Nadie puede llevar una vida sana ingiriendo nada más que frutos secos, porque nuestro metabolismo no tiene nada que ver con el de los loros. Tampoco hay cuerpo que resista una dieta exclusiva de frutas o de espinacas, por poner dos casos, ni convivencia que soporte la obsesión por tragar pétalos de flores regadas con agua de manantial.

Pues la naturaleza es sabia

        El propio doctor Bratman fue esclavo de la tiranía de una vida pretendidamente sana. A punto estuvo de perder el juicio gracias a alimentarse de trébol y escarola, hasta que un amigo, monje benedictino, le llevó a un restaurante de comida rápida y le obligó a darse un atracón de pizza. Asegura que, de inmediato, se sintió curado de un resfriado persistente, ligado a la ausencia de vitaminas y proteínas que arrastraba su organismo.

        El doctor Vicente Turón, jefe de la Unidad de Trastornos Alimenticios del hospital de Bellevitge, reconoce que «la humanidad ha pasado hambre durante siglos por no saber congelar, botulismo por falta de conservantes… Ahora que hemos inventado estos complementos, tenemos que admitir sus ventajas», lo que me lleva a concluir que a medida que en una sociedad se eleva la esperanza de vida, algunos de sus individuos se empeñan en buscar la razón más descabellada con la que justificar una enfermedad o una muerte a destiempo.

        La naturaleza es sabia, una sabiduría que en la mayoría de los casos se enriquece y multiplica gracias a la intervención de la razón. Gracias al ingenio, hoy no dependemos de estaciones ni países para disfrutar de una manzana. A fin de cuentas, lo siento por la golden brillante y amarilla que decora mi escritorio. Con el permiso de ustedes, me levanto para tomarme el pincho de tortilla.