sobre la marcha:
Luis de Moya
El buen adiós
Jesús Poveda y Silvia Laforet

Despertar en la Unidad

        "¿En qué momento te diste cuenta de que ya no te moverías? ¿Qué fue lo primero que se te vino a la cabeza al saberlo?". Muchas veces me han hecho preguntas de este estilo. Son preguntas lógicas, porque todo el mundo supone que debe producir una fuerte impresión darse cuenta de pronto, al despertarse quizá, que bastantes cuestiones importantes han cambiado y, precisamente, para mal. Para mal y de modo definitivo, en principio.

        No recuerdo nada del accidente mismo, de los traslados, de la intervención quirúrgica, de la llegada de mis padres a la Clínica... Tampoco soy capaz de recordar el momento preciso en que me di cuenta del cambio, pero sí puedo decir que en cuanto desperté me hice cargo de la situación.

        Las primeras semanas después del accidente me encontraba como inmerso en una especie de nebulosa mental a consecuencia del traumatismo. Aunque podía razonar, reconocer rostros y responder a las preguntas que me hacían, me faltaba agilidad para relacionar lo que iba sucediendo. Además, durante aquellos primeros días de hospitalización, todo eran novedades.

        Hablando hace poco con Mariángeles, una de las supervisoras de la Unidad, me decía que a las enfermeras les resultaba complicado atenderme: no es habitual en la Clínica Universitaria tratar enfermos en las condiciones en que llegué. En la UCI atienden pacientes graves: recién operados o especialmente críticos por otras razones, pero no es demasiado frecuente que atiendan a pacientes politraumatizados a causa de un accidente. Estos enfermos suelen derivarse a otros centros hospitalarios de la ciudad.

        Por el alto nivel de mi lesión tenía afectada la respiración. Esto complicaba mucho las cosas. En la operación tuvieron que hacerme una traqueotomía y casi no podía hablar. En los primeros momentos no tenía garantizada una respiración suficiente y necesitaba un respirador conectado al traqueostoma, el orificio de la traqueotomía que tenía en el cuello. La apertura del traqueostoma se matenía por una cánula metálica introducida en el cuello que cambiaban a diario. Por ese orificio aspiraban secreciones cuando era necesario. Lo más importante era asegurar la respiración. Todo lo demás resultaba secundario, podía esperar, pero de la respiración dependía continuamente mi vida. Disponían de todos los medios, pero les faltaba la experiencia propia de centros especializados, como el Hospital de Parapléjicos de Toledo, por ejemplo. Según me contaron después, se plantearon la posibilidad de llevarme a ese centro.

        Me resultaba muy difícil aclararme de lo que sucedía a mi alrededor, de lo que entre unos y otros se traían entre manos conmigo. Desde la cama veía que de cuando en cuando se acercaban, comentaban algo, manipulaban los tubos sin dar mayores explicaciones. Y así iban pasando los días, afortunadamente. Afortunadamente, porque enseguida comprendí que no estaba garantizada mi supervivencia y, mientras pasaran los días, era señal de que se estabilizaba la situación. Por esto, prescindir de algo como el respirador, por ejemplo, era un acontecimiento casi festivo. Cuando, a ratos, me desconectaban el aparato tenía la impresión de lograr una victoria y protestaba, en cambio –al menos por dentro–, si me parecía que ya era hora de apagarlo y no lo hacían.

        Pero mientras desaparecían unas cosas, aparecían otras. Enseguida empezaron a visitarme los médicos, que intentaban determinar el grado de afectación medular. Me decían:

        ––Trate de mover el brazo con todas sus fuerzas.

        Yo no movía nada, pero me animaban:

        ––Muy bien.

        Luego me pasaban cualquier objeto por la piel o me presionaban a diversos niveles.

        ––¿Dónde le toco ahora?... ¿Y ahora?

        Vinieron varias veces. Se ve que no era fácil determinar con exactitud en los primeros momentos el nivel funcional de la lesión. Quizá mantenían la esperanza de que pudiera recuperar algo más de movilidad, aunque fuera poco.

        Ignacio Alberola, internista, y la doctora Purificación de Castro eran quienes me seguían más de cerca. Ignacio, como director médico de la Clínica, había hablado con mis padres cuando llegaron, mostrándoles con franqueza lo delicado de mi situación.

        ––Las próximas horas de su hijo son críticas –les dijo.

        Mis padres me acompañaron con todo su cariño durante un mes aproximadamente. Hubieran estado más tiempo, pero les insistí en que se volvieran a Ciudad Real. Ellos eran de la Obra antes que yo: rezaban mucho por mí y estaba seguro de su paz interior, aunque sufrieran muchísimo al conocer la realidad de mi estado.

        Me daba cuenta de que en la Clínica se agotaban por la preocupación y, como se preveía un ingreso largo, era preferible que descansaran para volver algunas semanas después. Me costó decirles que me abandonaran físicamente en el momento en que su pasión de padres les pedía arropar al hijo que sufre, pero debía hacerlo por su bien. Cuando me volvieran a ver ya estaría mejor y eso les animaría.

        Una de las primeras cosas que le pregunté a la doctora fue cuál era el nivel de mi lesión. Saber que tenía una lesión C-4 o C-5 no me servía de mucho, salvo para satisfacer mi curiosidad. Además de sacerdote, soy médico, pero mis conocimientos de neurología no son muy fuertes y no me hacía cargo de las consecuencias de esta lesión por el simple dato técnico. Ya sabía, además, que a duras penas movía la cabeza y poco más. A duras penas porque estaba bastante inmovilizado con un complejo sistema metálico que pretendía mantener en su sitio los fragmentos de las vértebras fracturadas.

        La doctora de Castro, que estuvo desde que llegué a la Clínica al tanto de mí, se marchó a América durante varias semanas. No la volví a ver hasta haber abandonado la UCI. Por esto no me imaginaba todavía la importancia que iba a tener en mi recuperación.

Un día en la UCI

        En aquellas primeras semanas me acompañaba siempre alguien de la Obra. Nacho, Jimmy, Pipo, Josep... Vivían conmigo en la Torre I del Colegio Mayor Belagua. Aunque eran más jóvenes que yo, tenía mucha confianza con ellos. Por la propia actividad colegial y por mis ocupaciones hasta entonces, no había estado tanto tiempo con cada uno de ellos como durante esos días. En la Torre la convivencia resulta especialmente intensa: en el comedor, en las tertulias de sobremesa, en diversas reuniones y actividades, en el deporte, en excursiones, o si charlábamos a solas con más detenimiento. Pero casi siempre se trata de encuentros compartidos, que no suelen dar ocasión para una conversación detenida en la que se conocen a fondo las personas. Nos conocíamos, claro, pero en aquellos días de la UCI noté que conectaba con ellos mucho más que antes. Estaban allí todo el tiempo, con una actitud siempre animante, natural y que me daba seguridad por sentirme querido de verdad. Y como me conocían bien, se hacían cargo enseguida de cómo me sentía, qué me molestaba o qué necesitaba. Era muy importante adivinarlo, sobre todo en los primeros momentos, porque a duras penas podía hablar. Realmente no hacían casi nada –tal vez sólo avisaban a la enfermera–, pero estaban ahí, rezando sin que yo lo notara; me contaban cosas de la gente del Colegio, de sus planes; me ayudaban en mis ratos de oración leyendo algún texto o dirigiendo el Rosario; o me pedían que me "acordara" –se entendía, rezando– de alguien o de algo: el beato Josemaría Escrivá nos enseñó a confiar de modo particular en la oración de los enfermos.

        También recibía continuas visitas de profesores y alumnos de la Escuela de Arquitectura, donde estaba de capellán desde hacía ocho años. Recuerdo sobre todo a Leopoldo, a María Eugenia, Antonio, María Luisa... Tampoco faltó el clero: las visitas de Antonio, Capellán Mayor de la Universidad, me hacían especial ilusión. También venía a verme con frecuencia José Luis, capellán de la Torre y mi confesor entonces.

        De todas formas, algunas veces las visitas me resultaban incómodas, porque debía esforzarme en hablar, recordar o atender y me cansaba pronto. Era casi peor cuando no pasaban junto a la cama y se quedaban fuera de la UCI –por no molestar– mirando por una ventana, tratando de hablarme desde un teléfono. No conseguía oír nada y me resultaba incomodísimo mirar hacia la ventana por el sistema que me bloqueaba el cuello.

        Vinieron un día varios estudiantes en representación de tercero de arquitectura. Celebraban su paso del ecuador y me concedieron una de las becas de honor. Habían sido mis alumnos hasta entonces y querían con ese detalle manifestarme su apoyo. Fue una sorpresa que me llenó de alegría. Estaban allí con toda su ilusión por hacerme pasar un buen rato. Me apetecía mucho que me contaran las últimas novedades, qué tal habían pasado las vacaciones... pero aguanté poco. Comprendí enseguida que me agotaba. Alguien debió de decir que me estaban cansando y no opuse resistencia. Por allí quedó la beca, que se convirtió en tema de conversación con otros visitantes.

Conchita

        En las primeras semanas sentí el apoyo, en medio del desconcierto, de Conchita. Me parece que fue la primera cara familiar cuya presencia me tranquilizaba en los momentos de desasosiego de la UCI, cuando tenía bastante en primer plano las molestias del respirador, la aspiración de secreciones pulmonares y el sistema de inmovilización para el cuello.

        Su tarea conmigo consistía tan sólo en estar ahí. Ella sabía lo que había que hacer y me infundía más seguridad que nadie. En la UCI estuvieron también mucho tiempo mis padres y mis hermanos; y esos otros hermanos a los que me unen unos fuertes vínculos espirituales: los fieles del Opus Dei. Pero su presencia me resultaba –aunque la agradecía– bastante inútil y, en ocasiones, incluso molesta: ellos, con toda su buena voluntad, no podían hacerse cargo de que casi lo único que me interesaba por entonces era que me dejaran en paz y, en todo caso, que me hablaran de cosas interesantes que me distrajeran.

        Conchita lo hacía muy bien y, además, profesionalmente, pues poseía la experiencia inapreciable de muchos años de trabajo como enfermera y en dirección de enfermeras. La verdad es que contaba con ella para todo. Ahora me sorprendo recordando algo que en la UCI no me llamó la atención por extraño que resulte: confiaba más en ella que en los médicos. Necesitaba, para mi tranquilidad, que ella me confirmara como bueno lo que los médicos me habían anunciado como tratamiento. Posiblemente, como me dedicó bastante tiempo y la veía a diario, se me hizo más familiar que los doctores y por eso despertaba mi confianza. Además, los médicos eran varios, sus visitas casi siempre rápidas y en las primeras semanas me costaba identificar sus rostros. Lo mismo me sucedía con la mayoría de las enfermeras habituales de la UCI: como se turnaban, cambiaban mucho.

        Conchita no se ocupaba propiamente de mi tratamiento ni de llevar a cabo las indicaciones de los médicos: esto lo hacían las enfermeras propias de la UCI. Sin embargo, su tarea me resultaba fundamentalísima, ya que hacía posible que fuera poco a poco recobrando el contacto con la vida normal. Si no hubiera estado me parece que habría notado su ausencia: la de alguien que hiciera, sin más, lo que ella hacía.

        A veces Conchita me animaba a comer. Tenía que comer con la cabeza: convenciéndome de la necesidad urgente de ingerir alimento, para luego poner en cada bocado toda la fuerza de voluntad posible, hasta tragarlo. Por mi forma de ser eran inútiles otros medios. Pero hacía falta paciencia, mucha paciencia. Siempre recordaré con admiración que una vez estuvo durante una hora conmigo para lograr que comiera apenas un bistec pequeño. Después me quedó cierto cargo de conciencia, pensando si había compensado emplear tanto tiempo para lograr tan poco.

        Organizó materialmente las cosas para que pudiera dejar la UCI. Se hizo cargo de que comenzara a incorporarme en un sillón y pudiera salir un rato a una sala contigua que para mí venía a ser algo así como abandonar antes de tiempo el claustro materno, desconectado hasta cierto punto de los múltiples artilugios que me vinculaban a mi habitación todo el tiempo. Lo veía como un alarde, un gesto de decisión al que había que lanzarse si quería dar el gran salto hasta una planta ordinaria de la Clínica.

        Yo sentía grandes deseos de alcanzar la máxima normalidad posible cuanto antes: seguía siendo impaciente como de costumbre, pero estaba tan convencido de que necesitaba tanta asistencia y tanta atención que me parecía imposible lograr desprenderme de todo aquel entramado de tubos, imprescindibles cada uno por alguna grave razón. Todos eran vitalmente necesarios y sentía un poco de miedo de verme sin esa protección. Pero allí estaba Conchita, como quien está de vuelta de casos peores, organizándolo todo, infundiendo confianza y animando.

        Sabía que los médicos estaban al tanto de cada uno de mis avances y de cómo iba respondiendo en los sucesivos intentos por conseguir que mi atención clínica fuera más sencilla. Pero yo entonces los veía distantes, menos familiares. Al menos, más distantes de lo que estaba Conchita. Era, por ejemplo, mi aliada en el empeño por abandonar la UCI, frente a una supuesta resistencia prudente de los doctores. Y me hablaba de la tercera planta de la Clínica como del verdadero trampolín hacia la normalidad.

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