Sólo quiero rollo
Algunos padres parecen haber renunciado a educar la afectividad de los hijos.
Javier Láinez
En defensa de la familia
Benigno Blanco

Tardes de discoteca.

        Me quedé pasmado cuando me lo contaba. Lina es una muchacha alta, guapa y ya muy mujer a sus catorce años. No hace tanto, todavía jugaba con muñecas. En pocas semanas, Lina aprendió todo lo que había que aprender para estar a la altura de la panda. Al principio son juegos amatorios de cuchicheos entre amigas, con ese lenguaje pobre y peculiar de los adolescentes: “Lina está por Marco” o “Lina, sé por Vanessa que Marco quiere pedirte salir, pero no se atreve”. Enseguida llegan los primeros desengaños, los plantones, los marujeos a la puerta de la discoteca y las lágrimas en cualquier portal, con el torpe consuelo de las compañeras. Ya el amor está sobrevolado, visto y desestimado. Más adelante, alguien le explicará detalladamente la técnica del beso. Y habrá prisa por probar. Pero, desgraciadamente, ya no tendrá ese aire tierno y romántico de la vieja canción de Claudio Baglioni: “Il primo baccio, per sapere come si fà” (el primer beso, para saber cómo se hace), sino que será la pura y dura búsqueda de la experiencia sensual. A la postre, el alma desencantada de una casi-niña casi-mujer catorceañera, será capaz de soltarle a un muchacho al que acaba de conocer y que la invita a bailar: “Yo sólo quiero rollo”.

El Enrolle.

         En la jerga juvenil, enrollarse significa la tolerancia de una relación (rollo) basada simplemente en el besuqueo lascivo y desaforado, sin mayores pretensiones. Puede que mañana ni siquiera salude al muchacho. Tal vez en la misma puerta de la discoteca se burle de él con sus amigas. Ander, un chico de 17 años, me contaba entre bromas y veras, mientras paseábamos por la calle, que lo mejor es que la chavala esté un poco achispada durante el rollo. “Así, es probable que al día siguiente no se acuerde de tu cara, y te ahorras tener que invitarla a un café”. Adiós caballerosidad, bienvenido cinismo.

         No se busca la comunión de las almas, el compromiso estable basado en los aspectos más espirituales de la personalidad. “Eso sólo causa tortura”, te dicen. El rollo es más llevadero. Te diviertes y al cabo de un rato, si te he visto no me acuerdo. El beso no deja secuelas. Tiene toda la electricidad de los actos eróticos, la dosis de aventura necesaria para que valga la pena atreverse y no compromete a nada. Todo el mundo acepta que enrollarse es un escalón anterior a “salir”. Salir, en el criptolenguaje quinceañero significa que me comprometo a no enrollarme con otra persona mientras dure lo nuestro. Salir tiene, como los yogures, fecha de caducidad incorporada. Por eso, se pueden tener varios rollos a lo largo del año, sin que nadie se sienta atado por la anticuada y terrible palabra noviazgo, que se reserva para la mayoría de edad.

Las niñas ya no quieren ser princesas.

         Tal vez algún lector piense que exagero. ¿Hay estadísticas? ¿Es para todos los jóvenes el panorama igual de sombrío? ¿Es tan malo que se besen? Gracias a Dios, no todos se comportan así. Pero cualquiera que conozca el mundillo de los institutos y de los colegios de enseñanza media sabe que este fenómeno tiene dimensiones de epidemia. En este pequeño análisis no vamos a preguntarnos por la actividad sexual de los adolescentes (nos llevaría muy lejos), ni sobre la bondad o malicia de los besos. Más concretamente querríamos saber dónde ha ido a parar la educación afectiva de los muchachos y muchachas sin experiencia y sin resortes morales de ningún tipo. Es tremendo comprobar la general abdicación de los padres en este terreno. La escuela no suele dar otra visión que la biológica, cuando no la información perversa de todos los recursos de la fontanería genital. El resultado, aunque sea doloroso reconocerlo, es un desolador desamparo afectivo y moral de miles de adolescentes. Alguien les ha robado el deseo de soñar. Lo advertía aquella canción de Joaquín Sabina, popularizada por el malogrado Antonio Flores: “Las niñas ya no quieren ser princesas / y a los niños les da por perseguir / el mar dentro de un vaso de ginebra...”

Soñadores frustrados.

         Lo curioso es que muchos reconocen el engaño. La frustración psicológica y sentimental a la que conducen estos comportamientos deja siempre un poso de amargura. Los más sensatos advierten el tobogán hacia el cinismo de su proceder. Pero, a la vez, se sienten incapaces de salir de la trampa. No es infrecuente encontrar chicas que sueñan con un príncipe azul. Pero aun en este caso, entretienen la espera enrollándose con el primero que se pone a tiro. Pero –les preguntas– ¿no es eso una contradicción? “Bueno –es la respuesta más frecuente– ese chico con el que sueño no existe. Hay que agarrarse a lo que hay”.

         La adolescencia no es para ninguno de sus protagonistas una estación de tránsito, un transbordo para llegar a algún lado. Es, eso parece al menos, una provisionalidad definitiva. La publicidad y la moda han encontrado un buen filón en esta juventud estacionaria. “Just do it” (Simplemente hazlo). Por eso, cuando pasan los años y cabría suponer una cierta maduración intelectual y afectiva, uno se encuentra con el más asombroso vacío: casi ningún deseo de compartir la vida, un vago sentimentalismo sin profundidad, un montón de “experiencias” que han desarbolado la sensibilidad. Llegar con este equipaje a la edad del noviazgo, del matrimonio, de la familia, es como entrar en el circuito del Jarama con las ruedas pinchadas. Aquí sí que cantan las estadísticas: el 40% de los matrimonios de los últimos 15 años han fracasado.

El remedio son los padres.

         Desde que los hijos son pequeños debe comenzar su educación afectiva. Buena parte del secreto consiste en adelantarse delicadamente a la natural curiosidad y a las propias experiencias. Pero hay que añadir un ingrediente más. La educación afectiva, sexual y moral de los hijos debe darse sin alarmismos, pero con la clara conciencia de que habrá de desenvolverse en un medio hostil. Una vida familiar sana e intensa requiere mucho sacrificio por parte de los padres, pero no se conoce otro remedio si no quiere uno que se los lleve la riada cuando cumplan determinada edad. san Josemaría Escrivá, que tantas iniciativas promovió para la gente joven, daba a los padres un certero consejo allá por los años 70, cuando de este problema no había asomado ni la punta del iceberg. Reunido con un buen número de matrimonios en Castelldaura (Barcelona) y ante la pregunta de una madre, les respondió: “Sin hacer las cachupinadas del siglo pasado, lo mismo que habéis puesto esos lugares de reunión para chiquitos jóvenes, de doce a catorce años (se refiere a los clubes juveniles), deberíais pensar en otras soluciones, para cuando los chicos comienzan ya a tontear. Es lógico. La mayor parte han de formar un hogar, porque Dios lo quiere así. Tenéis familias amigas, de buenas costumbres, que piensan como vosotros: ¿por qué no os reunís de cuando en cuando, dejando un poco tranquilos a los hijos, para que se conozcan y se vayan tratando? O poneos de acuerdo y sostened entre todos un lugar de recreo y de diversión para vuestros hijos, siempre que haya una madre que esté por allí con un ojo abierto, además del Ángel de la Guarda. Así nacerán noviazgos cristianos, como los quiere la Iglesia. Así casaréis a vuestras hijas con chicos estupendos. Así, las madres que tienen hijos por casar, los casarán con unas nueras maravillosas, que las llamarán madre y no suegra. Si no, os podréis encontrar con esas sorpresas tremendas, que a veces vienen, que os hacen padecer y de las que no tenéis ninguna culpa, porque ésta es la situación actual del mundo (...) Discurrid, pedid al Señor que os ilumine, y haced unas cuantas cosas. No definitivamente, sino como prueba, porque puede no salir bien a la primera, y tampoco a la segunda. Hay que insistir”.

         Valía la pena esta cita aunque sea larga. Hay que insistir, sí señor. La perseverancia de los padres y el cuidado del entorno familiar son un seguro baluarte contra el nihilismo afectivo en el que ya estamos inmersos. Esta nadería sentimental que mantiene abotargado el corazón de tantos jóvenes puede provocar desaliento en muchos educadores. El asunto es más grave que la simple desorientación afectiva. El descuido de la educación de la inteligencia, el desarrollo de la publicidad de masas y de los medios de comunicación, las modas light y los hábitos de consumo del occidente opulento son el correlato de la ausencia de algo en el corazón. Pero no hay que desesperar.

Contrarrestar el vacío afectivo.

         No podemos consentir que sea Hollywood quien eduque el corazón de los jóvenes. Ni la moda de Ragazza, ni las canciones de las Spice Girls, ni los anuncios de Calvin Klein. La presión de la publicidad existe y tiene una fuerza brutal. Nos hablan de sentimientos, de sensaciones, de sentimentalismo y de otros sensores de la personalidad, que no son otra cosa que eso: sentidos, esto es, puertas hacia el exterior. Lo que queda por construir es la autopista que lleva de los sentidos hasta el corazón. “En estos últimos años, muchos padres y casi todos los colegios parecen haber renunciado a educar la afectividad de los niños. Quizá suponen que lo sano es dejarla a la intemperie, para que se exprese indiscriminada y hemorrágicamente. O quizá han delegado en la tele tan ardua tarea. El caso es que el Planeta se está llenando de adolescentes crónicos, super precoces en lo sexual e inmaduros en el amor” (E. Monasterio, Mundo Cristiano, octubre 1998).

         Pero la cosa no es nueva. Hace poco publicaba Aceprensa un artículo comentando un libro sobre la adolescencia, en el que se puede encontrar la siguiente cita: “La juventud de hoy está corrompida hasta el corazón; es mala, atea y perezosa. Jamás será lo que la juventud ha de ser, ni será capaz de preservar nuestra cultura”. El diagnóstico no puede ser más deprimente y podría parecer que lo hubiera escrito hoy un nostálgico de mejores tiempos pasados. Pero no. La cita procede de una inscripción grabada en una tablilla babilónica hace más de tres mil años. Los pesimistas vienen de antiguo. No se trata, por tanto, de asustarse ni de esperar que el panorama se arregle solo. Hay que poner manos a la obra y gastar toneladas de tiempo en buscar soluciones prácticas. Porque no está en juego simplemente la felicidad de nuestros adolescentes: nos jugamos el modelo social en el que van a crecer y madurar.

Una tirita para el “corazón partío”.

         Hasta hace poco estaba muy de moda una tonadilla de Alejandro Sanz que hablaba de su “Corazón partío”. Recientemente he podido comprobar cómo incluso chiquillos de Educación Infantil (3-4 años) conocían la letra de la canción de este super famoso madrileño y tarareaban con su lengua de trapo “¿Quién me va a entregar sus emociones?, ¿quién me va a pedir que nunca la abandone?, ¿quién me tapará esta noche si hace frío?, ¿quién me va a curar el corazón partío?” Bien está que aprendamos por la radio el valor de la ternura, pero todos sabemos que hay más, ¿no? Bueno, pues eso ¿quién nos lo va a enseñar? ¿quién se lo va a enseñar a los que pasan más horas oyendo la radio o viendo la tele que escuchando o contemplando a sus padres? ¿Qué letras, qué canciones que conozcan desde su más tierna infancia y les acompañen durante su juventud? Hace poco he recordado una vieja copla castellana que daba en el clavo: “Corazones partidos, yo no los quiero. Y si le doy el mío, lo doy entero”. En la palabra darse está buena parte de la clave. Aquí entra la familia, aquí debería entrar también la escuela. No se trata de canturrearles antiguallas, pero sí de completar en serio lo que ya saben.

         Tampoco estaría mal que de cuando en cuando los padres se preocupen de saber (no es necesario fisgar , preguntando se va a Roma) qué leen, qué oyen y qué ven sus hijos. Los chicos reciben más ejemplo malo que bueno. Pero cuando los padres se empeñan en ir contracorriente y asumen la fatiga de ese largo viaje, la mayor parte de los chicos se lo agradecerá. Porque nadie les habrá arrebatado su capacidad de soñar a cambio de un plato de lentejas.