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Le
había hecho una promesa a la Virgen. Todos los sábados
por la mañana salía temprano de su casa, situada en el
centro de Madrid, y se dirigía al santuario de Schöenstatt,
en Pozuelo de Alarcón, cruzando la Casa de Campo. Unos cinco
kilómetros de peregrinación en los que atravesaba el inmenso
parque portando un gran ramo de flores. A su paso, claro, se le quedaban
mirando los paseantes, los que hacían footing y... las prostitutas,
que terminaban una larga y penosa noche de faena. ¿Qué
diantres hacía un treintañero a las ocho y pico de la
mañana de un sábado paseando por la Casa de Campo con
un ramo de flores?
Un día, una de las prostitutas le espetó, de mala gana, que para quién eran las flores. "Para la Virgen María", le contestó sin ningún rubor. La cara de la chica cambió de golpe. Su curiosidad inicial se convirtió en un torrente de preguntas y de confesiones. El joven escuchó con atención y contestó con afabilidad. Al siguiente fin de semana, la prostituta esperaba con impaciencia al joven de las flores. Pero, esta vez, venía acompañada de varias compañeras de faena. "¿Es verdad que vas a rezarle a la Virgen?", le preguntó una; "por favor, pídele por un hijo mío que he dejado en Rumanía", le suplicó otra; "reza por nosotras, para que podamos volver pronto a nuestros países", le rogó una tercera. Me acordé de esta anécdota-absoluta y enternecedoramente real- en la misa del pasado domingo, con la lectura del Evangelio de la mujer adúltera. Hasta ese momento, a la pecadora sólo la habían mirado con ojos cargados de odio o de lascivia. Por primera vez se cruzaba con alguien que la contemplaba con una mirada -la de Cristo- llena de amor y comprensión. Y eso dio un vuelco a su corazón. Dos mil años después, sigue habiendo cristianos con esa misma mirada dulce de Jesús. Como el hombre del ramo de flores. | |||||
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