Es fácil honrar a Dios

        Evangelio: Lc 2, 16-21 Y vinieron presurosos y encontraron a María y a José y al niño reclinado en el pesebre. Al verlo, reconocieron las cosas que les habían sido anunciadas sobre este niño. Y todos los que lo oyeron se maravillaron de cuanto los pastores les habían dicho. María guardaba todas estas cosas ponderándolas en su corazón.
         Y los pastores regresaron, glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto, según les fue dicho.
        
Cuando se cumplieron los ocho días para circuncidarle, le pusieron por nombre Jesús, como le había llamado el ángel antes de que fuera concebido en el seno materno.


 

        Habiendo recibido anuncio de un ángel, los Pastores de Belén buscaron al Niño recién nacido. Como nos dice san Lucas, fueron presurosos, apenas el ángel les comunicó la Buena Nueva. Aquellos hombres, que nos imaginamos toscos, poco habituados seguramente a las delicadezas que requiere un recién nacido, fueron, sin embargo, los primeros en reconocer al Mesías. Se comportarían en su presencia como mejor supieran, aunque nadie les hubiera enseñado el modo más conveniente de moverse ante Dios. Por otra parte, el Rey del mundo se presentaba como un Niño indefenso, necesitado, pobre. Para que todos los hombres, ya desde entonces, podamos acercarnos a El con confianza e incluso con afán de ayudarle, a pesar de nuestra tosquedad, siendo en verdad Señor de cuanto existe.

        Leemos en la narración de san Lucas que los Pastores al verlo, reconocieron las cosas que les habían sido anunciadas... Demostrando confianza en el ángel y por haber puesto los medios para localizar al Mesías que les era anunciado, tuvieron la fortuna de ser los primeros en este mundo, después de sus padres, en contemplar al Hijo de Dios encarnado. Los acontecimientos sucedieron, efectivamente, como les fue dicho a través de un ángel.

        En nuestra vida, como en la de los Pastores de Belén hace veinte siglos, encontramos también sucesos tan extraordinarios, que no queda más remedio que calificar de sobrenaturales y que nos mueven a reconocer en ellos la acción de Dios. El pensador, el científico... se encuentran en sus campos respectivos, no pocas veces, con realidades de suyo innegables, para las que no logran dar una explicación racional. Deben aceptar un hecho –por sorprendente que sea–, al que posiblemente están tan habituados que, si no se repara en ello, parecería algo ordinario. Sucede, sobre todo, cuando ahondan en sus propios ámbitos. Y son precisamente los más agudos intelectualmente en los diversos campos del saber, quienes han reconocido el límite de la capacidad intelectual del hombre.

        Aquellos Pastores nos enseñan a confiar. Sin ninguna prueba que certificase la revelación angélica se dirigieron a Belén en busca del Niño y lo encontraron como habían escuchado del ángel. Les bastó para ponerse en camino el anuncio sorprendente, sobrenatural y sencillo, a la vez que innegable, de un ángel. En todo caso, estaban, como nos sucede a nosotros de cuando en cuando, ante algo inexplicable e innegable a la vez. Es la fe lo que mueve a aceptar las verdades que no podemos conocer por nosotros mismos, pero aceptamos, en cambio, en virtud de la autoridad de quien las comunica. Así creyeron los Pastores y, en nuestro tiempo, cuantos, como ellos, notan que la fe repercute en su conducta cotidiana.

        Si nos consideramos cristianos, no debemos apelar sólo a la contemplación de esas realidades innegables que nos remiten necesariamente a Dios. Por Cristo, Señor Nuestro, tratamos a Dios como Padre. Es justo, y muy conveniente para el cristiano, fomentar, mediante un diálogo filial continuo y confiado, esa relación de hijos con su Padre del Cielo: lo espera y es nuestro gozo y el origen de un optimismo incomparable. Con la sencilla naturalidad que los hijos pequeños suelen tener con sus padres, nos dirigiremos a Dios, Señor de cuanto existe y destino nuestro anhelado.

        Posiblemente esos ratos que dediquemos a la meditación personal, que son un verdadero diálogo contemplativo como el de los que se aman, los ocuparemos en afectos espontáneos de agradecimiento, súplica, contrición... o en propósitos de oración para cuando desempeñemos el resto de nuestros quehaceres. A Dios, como buen Padre, le interesa toda la vida de sus hijos. Por eso es lógico, de acuerdo con esa lógica de fe de Jesucristo que utiliza san Pablo, que nos llenemos de deseos mientras meditamos de que nuestras jornadas sean para Nuestro Padre del Cielo, como quería el Apóstol: ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios.

        ¿Vivimos con esa impresión, con ese deseo: de vivir para la gloria de Dios? Glorificamos a Dios, nuestro Creador, cuando desarrollamos en su honor las cualidades que tenemos recibidas de El. Ha de brillar en su criatura la perfección del Creador, como espera el Señor: que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en el Cielo. Y no querremos sino cumplir acabadamente, mostrando así la perfección que se nos ha otorgado.

        "He aquí tu siervo, Señor", le decimos con nuestra Madre. Mientras nos sentimos felices notando en nuestra pequeñez la grandeza de Dios.