Vivir Vida sobrenatural

Evangelio: Jn 6, 51-58 Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo. Si alguno come este pan vivirá eternamente; y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.
Los judíos se pusieron a discutir entre ellos:
—¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?
Jesús les dijo:
—En verdad, en verdad os digo que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo le resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Igual que el Padre que me envió vive y yo vivo por el Padre, así, aquel que me come vivirá por mí. Éste es el pan que ha bajado del cielo, no como el que comieron los padres y murieron: quien come este pan vivirá eternamente.

 

Con estas palabras de Jesús que nos transmite y que podemos meditar gracias a la fidelidad de san Juan evangelista, accedemos posiblemente a la verdad más decisiva de toda nuestra existencia. El Señor manifiesta por eso esta realidad en varias ocasiones y de diversos modos. En estos pocos versículos, está condensado algo decisivo para el hombre que quiere ser consciente de lo que propiamente es, de lo que puede llegar a ser y de lo que vale. Son palabras, por esto, definitivas. Palabras que condensan, por otra parte, el programa de vida de un hombre cristiano y responsable.

Con la mayor sencillez dice Jesús ante todos, que el hombre puede vivir vida divina. En esta afirmación queda condensado lo fundamental del Evangelio: que los hombres no somos para esta vida, para este mundo, como si pudiéramos triunfar y sentirnos orgullosos por el éxito logrado llegando a ser reyes del mundo. Ni siquiera viviendo la más fantástica de las vidas imaginables, llegaríamos a vivir lo que Dios en su providencia nos ha destinado.

Con frecuencia habla Jesús de el Reino de los Cielos, de la Bienaventuranza, de la Casa de su Padre, del Lugar que preparará a sus discípulos cuando se haya marchado... Habla Jesús de la meta, del destino feliz de los hombres que viven según el plan creador de Dios. Pero Nuestro Señor siempre se refiere a algo que no es de aquí. El Cielo es distinto de este mundo y no puede consistir, por tanto, en algo imaginable. No es posible entender la Bienaventuranza porque no hay ni puede haber en nuestra experiencia un punto válido de referencia.

Sin embargo, los judíos querían a toda costa entender. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él, les había dicho; y, como recordamos, muchos no quisieron oír más. No podían admitir que un hombre ofreciera su carne en alimento a otros. Quizá lo sorprendente de la frase de Jesús en su primera premisa les impidió atender al Evangelio que proclamó a continuación: que estamos destinados a que Dios viva en nosotros, siendo como somos simples criaturas materiales, de carne. Lo cierto es que, siendo como somos, así corpóreos, Dios nos ha creado por puro amor para permanecer en nosotros. Así se explica que haya querido encarnarse para salvarnos a pesar de nuestros pecados.

No somos, sin embargo, sólo pasivos receptores de la debilidad, como si poco o nada tuviéramos que ver cada uno con nuestro destino. La salvación que Dios ha pensado para la criatura en la que puso su Amor hemos de lograrla personalmente: ¡Somos libres! "La Trinidad se ha enamorado del hombre", exclama audazmente el beato Josemaría. Pero no hace Dios como nosotros –tantas veces caprichosos y arbitrarios– que nos encariñamos con algo, hacemos cualquier cosa por conseguir aquello, sufrimos tremendamente al perderlo, lo protegemos, lo mimamos, casi lo adoramos; pero, en el fondo, tal vez estamos pensando más en nosotros mismos que en el ser amado.

No olvidemos, en cambio, que Dios no tenía nada que ganar al crearnos. Nuestro Señor, infinito siempre en toda perfección no necesita como el hombre ejercitarse en la virtud. Hemos de recorrerlo, sin embargo, y considerando la entrega de su vida en beneficio nuestro, sin ningún merecimiento por parte del hombre, cuando los que le rodean, no sólo no se lo agradecen, sino que se burlan de Él.

Las palabras de Jesús parecen bastante claras, no admiten otras interpretaciones. Sin embargo, el Señor, no sólo repite esta enseñanza en otros momentos –vendremos a él y haremos morada dentro de él, dirá por ejemplo durante su Última Cena, refiriéndose a la inhabilitación de la Trinidad en el alma del justo–, sino que, como en las circunstancias que hoy recordamos, ejemplifica para que no tengamos ninguna duda, acerca de la intimidad con Dios que nos aguarda, si se cumple en nosotros el plan divino: Igual que el Padre que me envió vive y yo vivo por el Padre, así, aquel que me come vivirá por mí. No es posible una mayor unión, una mayor participación en todo; pues, siendo el mismo y único Dios sólo se distinguen cuanto personas.

Que no queramos acostumbrarnos a ser grandiosos. Que queramos sentirnos santamente orgullosos y humildemente agradecidos por ser capaces de Dios. Que queramos, asimismo, ser como esos niños, que bien conscientes de su debilidad, de su torpeza y de su inexperiencia, acuden, tal vez temblorosos a la ayuda de sus padres cuando piensan que es solos pueden romper o estropear algo de valor; y siempre es de gran valor con Dios. Con la experiencia, en cambio, de su padre o de su madre se sienten seguros; seguros y además triunfadores porque han sido capaces; se sienten tranquilos porque podrán con todo aquello que, casi les parece imposible.

Para sentirnos seguros, para no perder el objetivo ni un instante en el camino de la vida, nada mejor que el trato habitual con nuestra Madre del Cielo. Por su amor generoso tendremos de modo habitual en la mente y en el corazón que Jesucristo quiere permanecer en nosotros ya en esta vida, y para siempre, de un modo más pleno, por toda la eternidad.