El don de Dios |
Evangelio:
Jn 4, 5-42 Llegó
entonces a una ciudad de Samaría, llamada Sicar, junto al campo
que le dio Jacob a su hijo José. Estaba allí el pozo
de Jacob. Jesús, fatigado del viaje, se había sentado
en el pozo. Era más o menos la hora sexta. |
Es una gran lección este conocido dialogo entre Jesús y la mujer samaritana. Entre la rica enseñanza que ofrece, nos detendremos hoy en meditar solamente en un detalle: Jesús, que es Dios y ha venido al mundo para nuestra salvación, para hacernos partícipes, colmándonos, de su divinidad, cuando se encuentra con esta mujer no le ofrece nada, tampoco intenta adoctrinarla, en un primer momento, como hace con otras personas a diario. Jesús le pide que le sirva, a El. Parece como si quisiera aprovechar la presencia de ella junto al pozo para remediar su sed; como si, por una vez, a Jesús le moviera de entrada su interés particular. ¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana? -porque los judíos no se tratan con los samaritanos, protesta la mujer. Es el prototipo de las evasivas que empleamos cuando no queremos llevar a cabo la voluntad de Dios: siempre somos capaces de encontrar alguna razón, desde nuestro punto de vista, que nos justifique eludir lo que el Señor espera de nosotros. No pocas veces, como en este caso, la excusa es también un ataque, más o menos descarado, a quien nos enseña cómo agradaríamos a Dios. La pretendida falta en quien sólo busca nuestro bien nada para sí, la convertimos en el obstáculo insuperable para actuar como Dios espera. ¡Cuántas veces quizá habremos hecho oídos sordos menospreciándolo, dándole poca importancia al consejo de quien nos animaba a rezar más, a leer el Santo Evangelio, a asistir con frecuencia a Misa! Posiblemente nos sintamos, como aquella mujer, demasiado seguros de nosotros mismos y apenas nos planteamos la posibilidad de mejorar. La petición de Jesús supone una exigencia. Pero, simultáneamente, también una ocasión de desarrollo personal: hacer algo por Dios es amarle, y nada puede enriquecernos tanto. De ahí, que cuando nos parece que el Señor espera algo de nosotros, que nos pide, que le agradaría un cambio en nuestra conducta, o que nos exijamos más, en realidad nos está dando: nos ofrece una ocasión de amarle, cumpliendo su voluntad. Las peticiones que Dios nos hace, no son para que hagamos algo por El, por favorecerle; sino, muy al contrario, para hacer El algo por nosotros: para santificarnos. Y esos presentimientos de que "así" concretamente o del "otro modo" nuestra vida sería más agradable a Dios son, sin duda, luces del Espíritu Santo que alumbran nuestro camino hasta la Trinidad, aunque nos hagan ver también que es una cuesta empinada y costosa. Demos gracias, pues: que, junto a la luz, nuestro Señor y buen Padre nos ofrece siempre toda la fuerza para sus hijos que no desfallezcamos, y después la alegría y la paz al cumplir su voluntad. Si nos fijamos en la Madre de Dios, reconocemos en Ella a la criatura más enriquecida por el Creador, y nadie es tan feliz como ella: bienaventurada me llamarán todas las generaciones, declara. Recordemos a la vez que quiso cumplir en todo la voluntad del Señor: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra, contestó a Gabriel, aceptando para el siempre lo que Dios le pedía. A nadie ha pedido nunca tanto Dios como ella. A la mayor petición de Dios y la más perfecta entrega de la criatura, corresponde la máxima grandeza humana y la más plena felicidad. Nos acogemos al su intercesión, para que entendamos un poco más lo que significa amar y cumplir la voluntad del Señor. |