En confianza filial

        Evangelio: Mc 2, 23-3, 6: Un sábado pasaba él por entre unos sembrados, y sus discípulos mientras caminaban comenzaron a arrancar espigas. Los fariseos le decían:
         —Mira, ¿por qué hacen en sábado lo que no es lícito?
         Y les dijo:
         —¿Nunca habéis leído lo que hizo David cuando se vio necesitado, y tuvieron hambre él y los que le acompañaban? ¿Cómo entró en la Casa de Dios en tiempos de Abiatar, sumo sacerdote, y comió los panes de la proposición —que sólo a los sacerdotes les es lícito comer— y los dio también a los que estaban con él?
         Y les decía:
         —El sábado fue hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado. Por tanto, el Hijo del Hombre es señor hasta del sábado.
         De nuevo entró en la sinagoga. Había allí un hombre que tenía la mano seca. Le observaban de cerca por si lo curaba en sábado, para acusarle. Y le dice al hombre que tenía la mano seca:
         —Ponte de pie en medio.
         Y les dice:
         —¿Es lícito en sábado hacer el bien o hacer el mal, salvar la vida de un hombre o quitársela?
         Ellos permanecían callados. Entonces, mirando con ira a los que estaban a su alrededor, entristecido por la ceguera de sus corazones, le dice al hombre:
         —Extiende la mano.
         La extendió, y su mano quedó curada.
         Nada más salir, los fariseos con los herodianos llegaron a un acuerdo contra él, para ver cómo perderle.

        

        Es otra escena más, ésta que nos presenta san Marcos, en la que observamos el prejuicio humano, tan frecuente hoy como ayer, encarnado una vez más en los fariseos. Pensaban aquellos hombres que Dios no nos quiere verdaderamente. Eran incapaces de imaginarse el amor sin medida de Dios por sus hijos. Tal vez por eso, sólo veían en los Mandamientos, en la ley dictada por Moisés, puros preceptos de un Dios Señor de los hombres, a quien es preciso obedecer su absoluta superioridad reclama por parte del hombre una total sumisión pero en quien es difícil confiar y, por tanto, a quien no se puede querer. Sus ojos y, sobre todo, su corazón, estaban cifegos para ver la sencilla e inmensa bondad de nuestro Creador. Una obsesión enfermiza por sentirse justificados, les llevaba a contemplarse a sí mismos antes que a Dios. Abrían los ojos, se descubrían; y, ante sí, un juez severo e implacable, siempre exigente hasta de los mínimos preceptos, e incapaz de compadecerse de nuestra flaqueza. Por esto la salvación habría que lograrla, ante todo, por el esfuerzo personal, más que por la bondad divina que nos mueve suavemente a amarle como Padre.

        Los dos momentos de la vida del Señor, que brevemente narra el evangelista y nos ofrece hoy la Iglesia, así lo muestran. Los fariseos daban a los preceptos un valor propio; no porque su cumplimiento manifestase amor a Dios. Por eso los anteponen a la caridad. Habría que cumplir con la letra de la ley aun a costa de faltar al amor con el prójimo. Y así, se indignan porque los discípulos sacian su hambre frotando espigas, lo que estaría prohibido en día de sábado. Esa misma inactividad, prescrita por ley, impediría, según ellos, el milagro de la curación de un lisiado en ese día de obligado descanso. Les costaba comprender, como a más de uno en nuestros días, que Dios es, antes que nada, bueno. Con una bondad, imposible de describir con nuestras pobres palabras, pero, en todo caso, limpia, desinteresada, generosa, llena de deseos de colmarnos con su gozo. Jesús les recuerda la conducta sensata de David, que incumple lo estrictamente previsto, por un bien necesario para él y para los suyos. Trata, asimismo, de hacerles entender que vale la pena transigir con un mandamiento en aras de la caridad.

        Tomaremos, pues, buena nota, una vez más, de la importancia del mandamiento del amor, que está por encima de todos los demás y debe condicionar todas nuestras acciones. Pero podemos también fijarnos hoy en que, tal vez sin querer, podemos caer, también nosotros, en una cierta desconfianza con el Señor, como los fariseos.

        Si nos fijamos en Jesús, con los ojos limpios, descubrimos en El la bondad de Dios. En Cristo, como afirma san Pablo, habita corporalmente toda la divinidad. Y en El sólo observamos generosidad, interés por librar a todos de sus dolores, perseverancia en ese empeño por favorecer siempre, hasta el límite mismo de sus fuerzas, comprensión con las flaquezas de todos, también cuando ocasionan un agravio a su persona. ¡Qué injustos somos cuando nos imaginamos a Dios, nuestro Padre y Señor, austero, casi exigente de continuo, como si no supiera comprender nuestra flaqueza, como si no fuera suyo el primer deseo de hacernos santos e inmensamente felices.

        Pidámosle, con toda confianza, luz limpia para nuestros ojos, y que le descubramos con toda la belleza de su sencilla y gran bondad. Que correspondamos a su cercanía de buen Padre, queriendo reconocer la confianza que nos ofrece. Puede parecernos increíble que el Dios de cuanto existe se nos ofrezca tan próximo y nos ame con tal ternura. Estamos ciertos, sin embargo, de que nos quedaremos siempre cortos al valorar ese divino amor; que las palabras del hombre serán siempre torpes para explicar algo tan sublime. Pero el deseo de contemplarle agradecidos, redundará, por la gracia del Espíritu Santo, en un desarrollo de nuestro espíritu de filiación que no podemos imaginar. Tratar a Dios entrañablemente es posible y El lo quiere. Una y otra vez, Jesús nos ha llamado hijos de Dios; claramente afirmó que debemos hacernos niños, como aquellos que con toda sencillez se le acercaban, aunque los discípulos quisieran impedirlo.

        Si vamos antes a nuestra Madre del Cielo, Ella nos purificará de los prejuicios que quizá nos retraen. Con Ella, que también es Hija, aprendemos a charlar con Dios más sencillamente.