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Los
ojos de María
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Vittorio
Messori y Rino Cammilleri
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Con
todo su dolor, y en perseverante amor por su Hijo, María acompañaría
a Jesús cuanto le fuera posible en su Pasión. Le ofrecía
su lealtad y cariño de Madre amor a Dios como ningún
otro, cuando casi todos le han dejado. Acompañemos a
María en sus horas de más dolor, porque su Hijo, inocente,
va a morir por los hombres. Son los momentos que le había anunciado
Simeón, cuando cumplía con José el precepto de
presentar a Jesús en el Templo al poco ne nacer: una
espada traspasará tu alma, le dijo.
En el rezo más tradicional del Via Crucis,
contemplamos en la cuarta estación a la Virgen, viendo pasar
a Jesús con la Cruz camino del Calvario. Juan Pablo II la ve,
con el Hijo, en la misma Pasión: La
Madre. María se encuentra con su Hijo en el camino de la cruz.
La cruz de El es su cruz, la humillación de El es la suya,
suyo el oprobio público de Jesús. Es el orden humano
de las cosas. Así deben sentirlo los que la rodean y así
lo capta su corazón: «... y una espada atravesará
tu alma». Las palabras pronunciadas cuando Jesús tenía
cuarenta días se cumplen en este momento. Alcanzan ahora su
plenitud total. Y María avanza, traspasada por esta invisible
espada, hacia el Calvario de su Hijo, hacia su propio Calvario.
Así es también todo dolor propiamente
cristiano, un sufrimien como el de María, corredentor, que
viene a ser el mismo de Cristo y tiene su eficacia, pues coopera con
el del mismo Cristo a la Redención del mundo. Lo decía
san Pablo a los colosenses: el cristiano puede poner lo
que falta a la Pasión de Cristo en beneficio de su cuerpo,
que es la Iglesia. Y no es sólo todo
el arduo trabajo de evangelización, del que el Apostol tenía
buena experiencia; todo dolor cristiano tiene por Cristo vocación
redentora, siendo de un hijo de Dios que, a su modo, ofrece también
como María su cruz a Dios Padre por los demás.
María sufre lo indecible viendo a su Hijo padeciendo
y sin culpa, pero acepta la Voluntad de Dios que consiente esa Pasión
que es el precio de nuestra Redención. Si en la Cruz Jesucristo
muestra hasta el colmo su Amor por los hombres, también es
en la Pasión donde María nos muestra su amor amando
con dolor el querer de Dios. Y si en la Cruz, con una visión
sólo humana, parece que fracasan Jesucristo y María,
para unos ojos de fe la Cruz es el preludio de la gloria de la resurrección:
ni Dios ni los que le aman pueden fracasar. Por el contrario, todo
dolor si es cristiano, eleva a quien lo padece: como afirma san Pablo,
el mensaje de la cruz es necedad
para los que se pierden, pero para los que se salvan, para nosotros,
es fuerza de Dios.
María padece junto a su Hijo porque lo ama.
Está dispuesta a padecer todo por amarle; y, así, Ella
es verdadero consuelo para Jesús que no puede más con
su dolor. La piedra de toque del amor es el dolor, se ha dicho. Y
María sufre lo indecible viendo sufrir a Jesús, pero
en obediencia al Padre acepta el dolor del Hijo y el suyo propio,
pues es la salvación de los hombres: he aquí la medida
de su amor por nosotros.
Se puede pensar y es cierto que la vida humana es
una historia de dolores. No es éste un planteamiento negativo
de nuestra existencia. Al contrario, es el más positivo, porque
es realista y porque, para que la vida del hombre sea toda de amor,
y así alcance la persona la plenitud para la que fue concebida
por Creador, debe ser también toda de dolor: el que ama en
este mundo, siempre da al amado a costa de sí mismo y por eso
sufre. Y tanto más quiere sufrir cuanto más quiere amar.
De hecho, como dijo el Señor, nadie
tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos.
¿Cómo andamos de amor?; o mejor, ¿cómo
andamos de dolor querido, buscado por consolar? Pidamos a Santa María
que no tengamos miedo a padecer. Por mucho que sea nuestro sufrimiento:
el dolor físico, la pena, el trabajo, el cansancio, el abandono,
la indiferencia, el desprecio...; nunca será insoportable de
verdad: no permite Dios que padezcamos por encima de nuestras fuerzas.
Ante sus ojos siempre somos niños, hijos suyos muy queridos
a quienes protege, de quienes no se olvida en ninguna circunstancia
aunque alguna vez nos lo parezca.
¡Que queramos olvidarnos de nosotros, de si gozamos
o sufrimos, para pensar sólo en Dios y en los demás
por El! Será necesario rectificar una y otra vez pensamientos
de autocompasión y confiar en la alegría e insospechada
felicidad, que procede del amor, y nos vendrá amando generosamente,
sin calcular las pérdidas y los riesgos: amando sin miedo.
¿Cómo ama una madre? ¿Acaso lo hace
con "prudencia", moderadamente, hasta un cierto punto?: no tiene medida.
Así es el amor de María por cada uno. Ese amor nos enseña
junto a la Cruz de su Hijo. Con ese cariño le consoló,
y así también nos consuela a ti y a mí cuando
nos ve amando sufriendo, imitando en esta vida al Señor
camino del Calvario. Lo notaremos si procuramos tratarla como Madre.
Estaban junto a la cruz de Jesús
nos dice san Juan su Madre
y la hermana de su Madre, María de Cleofás, y María
Magdalena. Jesús, viendo a su Madre y al discípulo a
quien amaba, que estaba allí, dijo a su Madre: Mujer, he ahí
a tu hijo. Después dice al discípulo: He ahí
a tu Madre. Y desde aquel momento el discípulo la recibió
en su casa. Y poco tiempo después nos
dice el evangelista que entregó el espíritu.
Dio todo por nosotros y nos entrega su propia Madre. Vendría
a ser ésta como su última voluntad, el broche de oro
que remata toda su Obra Redentora.
Necesitamos a María. En nuestra relación
con Dios debemos ser pequeños, debemos ser hijos: nos lo ha
dicho el Señor. Necesitamos una madre sobrenatural para esta
vida sobrenatural de relación con Dios. Y aquí tenemos
otra prueba del amor que Dios nos tiene en Jesucristo: ¿Qué
mejor madre, qué mejor mujer, podría ser madre nuestra
en el orden de la gracia que la que el propio Dios escogió
para sí? Que sepamos, como el discípulo amado, acogerla
en nuestra casa, en nuestra vida.
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