NOVENA A LA INMACULADA día sexto

 



Dulce Madre, no te alejes,
Tu vista de mí no apartes,
ven conmigo a todas partes
y solo nunca me dejes;
ya que tú me quieres tanto
como verdadera Madre,
haz que me bendigan el Padre,
el Hijo y el Espíritu Santo. Amén.

María ejemplo de esfuerzo por Dios

Los ojos de María
Vittorio Messori y Rino Cammilleri

        El quinto misterio gozoso del Santo Rosario presenta para nuestra meditación un suceso agridulce de la vida de María. Recordémoslo de la mano de san Lucas:

        Sus padres iban todos los años a Jerusalén para la fiesta de la Pascua. Y cuando tuvo doce años, subieron a la fiesta, como era costumbre. Pasados aquellos días, al regresar, el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que lo advirtiesen sus padres. Suponiendo que iba en la caravana, hicieron un día de camino buscándolo entre los parientes y conocidos, y como no lo encontrasen, retornaron a Jerusalén en busca suya. Y ocurrió que, al cabo de tres días, lo encontraron en el Templo, sentado en medio de los doctores, escuchándoles y preguntándoles. Cuantos le oían quedaban admirados de su sabiduría y de sus respuestas. Al verlo se maravillaron, y le dijo su madre: Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira cómo tu padre y yo, angustiados, te buscábamos. Y él les dijo: ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es necesario que yo esté en las cosas de mi Padre? Pero ellos no comprendieron lo que les dijo.
        Y bajó con ellos, y vino a Nazaret, y les estaba sujeto. Y su madre guardaba todas estas cosas en su corazón. Y Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y de los hombres.

        María y José están sin Jesús. Es la primera vez que sintieron este vacío singular, una soledad que, mientras duró, inundó sus vidas de tristeza. Es la pérdida del hijo único y pequeño. Cualquier padre puede entender lo que eso supone. Podemos imaginar la desolación de María al ir pasando las horas, los días, y no encontrar a Jesús; al verse ya lejos de Jerusalén sin el Hijo, pensando que se ha perdido en la gran ciudad desconocida.

        José, como padre adoptivo de Jesús, pero verdadero cabeza responsable de la familia, sentiría una especial preocupación: José, hijo de David –le dijo el ángel–, no temas recibir a María, tu esposa, pues lo que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados. El, aunque no según la carne, era, por voluntad de Dios, verdadero padre de Jesús según la ley. Dios mismo confió en él para que custodiara a Jesús hasta su madurez humana. Por otra parte, José sabía muy bien que había perdido mucho más que a un hijo suyo: ¡Cómo sería su dolor! ¡Cómo sería el de María!

        Seguramente somos capaces de ponderar la grandeza del sufrimiento por la pérdida de un ser muy querido –un hijo, por ejemplo, un hermano, un padre– que falta ya un día entero de casa sin motivo aparente. Perder lo que más amamos de este mundo duele mucho y haríamos cualquier cosa por recuperarlo. ¿Lo sentimos así si perdemos a Dios por el pecado, o si notamos que a veces cuenta poco en nuestra vida?

        Nos imaginamos a María y a José en Nazaret vacíos sin Jesús, que es el sentido, la razón a sus vidas. No se escudan en el poder de Dios, pues lo que puedan hacer por sí mismos, deben hacerlo y no hay tiempo que perder: han de buscarlo, poniendo en ello todo su empeño, con urgencia. Invocarían el auxilio del Señor una y otra vez como habían hecho las mujeres y los hombres fieles a Dios, cuyas vidas eran un ejemplo para todo israelita, mientras ponía por su parte todos los medios humanos buscando al Señor.

        La preocupación de María y de José por encontrar cuanto antes a Jesús es otro "misterio" que, de algún modo, debe también formar parte de la existencia del cristiano. Lo nuestro, si procuramos agradar a Dios a pesar de nuestros errores, siempre es buscar al Señor y hallarle tras cada abandono culpable; pues reconocemos que, demasiado abstraídos por lo nuestro, con frecuencia lo perdemos.

        El Señor conmigo, en mi vida por corriente que sea, es quien da valor a mi existencia y a la de todos. ¿Cómo le busco? Nuestra vida puede ser también un continuo buscar a Dios, cada vez que notamos que ya no es El por quien reímos, por quien trabajamos, con quien descansamos o también por quien sufrimos. Le buscaremos, por eso todos los días para que todo lo nuestro sea por El y con El de principio a fin.

        María y José, suponiendo que iba en la caravana, hicieron un día de camino buscándolo entre los parientes y conocidos, y como no lo encontrasen, retornaron a Jerusalén en busca suya. Para que aprendamos nosotros a buscar al Señor, poniendo los medios, cuando parezca que no lo vemos en nuestras cosas o cuando lo sentimos demasiado lejano, y de hecho no impulsa El nuestra conducta. No se hará esperar demasiado: en la oración Dios nos escucha y nos contempla, y nos hace vivir su presencia a poco que perseveremos en una verdadera oración. Reconocemos entonces, que esa meditación con el empeño por vernos en su presencia debe llenar nuestro día, y que sólo Dios es la Razón que da el sentido a nuestro quehacer.

        Al cabo de tres días, dice el evangelista, lo encontraron en el Templo, sentado en medio de los doctores, escuchándoles y preguntándoles. El empeño personal, en ciertos momentos de la jornada por actualizar la fe en Dios: con la Santa Misa, los ratos de meditación, la lectura espiritual, el Santo Rosario...; fe en Dios que es Padre nuestro, en Jesucristo nuestro Señor y Salvador y en el Espíritu Santo, Amor increado con que Dios me ama y me hace amarle, conduce a recobrar, si lo hemos perdido, el hábito de contemplarle a nuestro lado de continuo, como en espera del cariño que podemos manifestarle con cada detalle de nuestra vida.

        Pero esta presencia actual, activa de Dios por nuestra parte, no es posible sin buscarlo activamente en ratos de oración, que vienen a ser como la caldera que mantiene caldeada la casa todo el día. Este misterio de Jesús perdido nos sugiere un modo habitual de vivir, buscando diriamente al Señor en ratos que reservamos para una oración intensa:

        ¿No?... ¿Porque no has tenido tiempo?... —Tienes tiempo. Además, ¿qué obras serán las tuyas, si no las has meditado en la presencia del Señor, para ordenarlas? Sin esa conversación con Dios, ¿cómo acabarás con perfección la labor de la jornada?... —Mira, es como si alegaras que te falta tiempo para estudiar, porque estás muy ocupado en explicar unas lecciones... Sin estudio, no se puede dar una buena clase.
La oración va antes que todo,
insiste san Josemaría. Si lo entiendes así y no lo pones en práctica, no me digas que te falta tiempo: ¡sencillamente, no quieres hacerla!

        Nos va mucho en la oración. San Lucas concluye el relato sobre Jesús encontrado por fin en el Templo de Jerusalen, anotando que su madre guardaba todas estas cosas en su corazón. Eso es rezar: considerar con Dios en el corazón las circunstacias de nuestra vida. Con Dios y con su Madre, que es también Madre nuestra.