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Los
ojos de María
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Vittorio
Messori y Rino Cammilleri
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Consideremos,
en este cuarto día que dedicamos a honrar a nuestra Madre,
el acontecimiento central de nuestra historia: el nacimiento de Dios
en el mundo.
El tercer Evangelio narra así el nacimiento
de Jesucristo: En aquellos días
se promulgó un edicto de César Augusto, para que se
empadronase todo el mundo. (...) Y sucedió que, estando allí,
le llegó la hora del parto, y dio a luz a su hijo primogénito;
lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre,
porque no había lugar para ellos en el aposento.
Había unos pastores por aquellos contornos, que dormían
al raso y vigilaban por turno su rebaño durante la noche. De
improviso un ángel del Señor se les presentó,
y la gloria del Señor los rodeó de luz y se llenaron
de un gran temor. El ángel les dijo: No temáis, pues
vengo a anunciaros una gran alegría, que lo será para
todo el pueblo: hoy os ha nacido, en la ciudad de David, el Salvador,
que es el Cristo, el Señor (...). De pronto apareció
junto al ángel una muchedumbre de la milicia celestial, que
alababa a Dios diciendo: Gloria a Dios en las alturas y paz en la
tierra a los hombres de buena voluntad (...). Los pastores se decían
unos a otros: Vayamos hasta Belén, y veamos este hecho que
acaba de suceder y que el Señor nos ha manifestado. Y vinieron
presurosos, y encontraron a María y a José y al niño
reclinado en el pesebre.
Nos podemos fijar en numerosos detalles que el Espíritu
Santo ha querido que quedasen para nuestra reflexión, para
nuestra meditación, a través de la pluma de san Lucas.
Son ciertamente muchas las lecciones que podemos aprender en la Escuela
que es para el cristiano Belén: humildad, generosidad, pobreza,
docilidad, alegría, mortificación...
Sería interminable la lista de las virtudes
que nos enseñan los habitantes del Portal y sus visitantes.
Por eso, me propongo detenerme sólo en las disposiciones que
todos tienen hacia el Niño, pensando que hemos de aprender
de ellos: del ejemplo de María y José, de los Angeles
y los Pastores, y también de los Magos que llegarían
más tarde. Aprendamos de ellos ante todo a tratar con Jesús,
pero pensemos también que en nuestras relaciones con los demás
nos espera Dios muy particularmente. No olvidemos que en cada uno
de los que nos rodean, de modo especial en quienes son sus hijos por
el Bautismo, se encuentra el Señor de un modo misterioso pero
real.
Es necesario planteárselo así: lo que
hago por cualquiera lo estoy haciendo por Dios. Quién
no ama a su hermano a quien ve, ¿cómo amará a Dios
a quien no ve?, asegura san Juan a los primeros
cristianos. Les recuerda el último mandamiento que Jesús
les propuso a punto ya de padecer: Un
mandamiento nuevo os doy, que os améis unos a otros; como yo
os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán
todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor entre
vosotros. ¡Contemplemos la vida de Cristo!
Debemos aprender de su amor a los que convivieron con El. Aprendamos
de cómo trataba a sus discípulos: enseñándo,
corrigiendo, perdonando, animando; a las muchedumbres y a personas
singulares: con interés por lo corporal y lo espiritual; a
los que se llamaban sus amigos y a los que no le querían: poniendo
siempre de manifiesto su divinidad y que se hizo hombre sólo
para salvarnos.
De modo particular nos conmueve Jesús en su
Pasión. Intercedamos ante nuestra Madre del Cielo para que
queramos aprender esa caridad heróica con el prójimo,
también cuando lo consideramos hostil. Para Judas, el traidor,
el Señor tiene palabras de amigo; ante Anás es abofeteado,
pero no pierde la paz; a Pilato, que sólo quería justificarse,
le responde humildemente sometiéndose a su autoridad; y, por
fin, llegado el momento de la crucifixión, clama: Padre,
perdónales, porque no saben lo que hacen.
Para que aprendamos tú y yo a ser un poco más comprensivos.
El mandamiento del amor es predicado muy insistentemente
por el Señor, quizá ante todo con su ejemplo, con su
vida de permanente preocupación por todos. Preocupación
por su alma primeramente, pero preocupación también
por su cuerpo: simultáneamente observamos su empeño
por difundir el Evangelio, la Buena Noticia de la Salvación,
y su deseo de bienestar para los cuerpos en este mundo. En cualquier
caso, Jesús quería, y quiere, con obras, procura el
bien de los demás. Eso mismo debemos procurar nosotros, porque
sólo eso es amarles.
Penesemos ahora en quienes amamos: mi familia...,
mis amigos... Digo que me interesan, ¡pero es que debo quererlos!
No se merecen menos. ¿Me interesan sus almas? ¿Cuánto
y cómo rezo por cada uno? ¿Puedo tratar a alguno un poco
mejor? Miremos a Cristo, contemplemos la escena del Belén que
antes recordábamos y comprenderemos que el amor de suyo no
tiene fronteras, sólo termina en los límites que cada
uno decidimos.
No hay amor más grande que
el de dar la vida por los amigos: lo recuerda
el Señor poco antes de padecer. Así nos ama Dios y nos
lo muestra en Jesucristo: Tanto
amó Dios al mundo que envió a su Hijo... Por
eso la categoría de cualquiera es la grandeza de su amor: a
más amor se es más como Dios.
Señor, enséñame a querer. Dame
un amor a la medida del Tuyo. Fortaléceme en esos momentos
de cansancio, de susceptibilidad, de rencor, de ceguera para verte
en quien tengo a mi lado: porque ando con prisas, porque me cae peor,
porque no tengo obligación, etc., etc., etc.
Pensemos una y otra vez en el desvelo, la urgencia,
la generosidad, de aquellos que supieron que Jesús había
nacido: todo les parecía poco, y era cierto. Realmente no todos
reaccionaron así. Recordemos que Herodes vió en Jesús
un enemigo. Que no queramos nosotros nunca ver enemigos en los demás.
Por el contrario intentaremos, con la ayuda de la Gracia, que suplicamos
a nuestra Madre, darnos del todo a los demás, según
el orden de la caridad, querido por Dios y olvidados de nosotros mismos.
Tengamos
confianza en el amor, en desvivirnos por quienes nos rodean: Darse,
darse, darse; darse a los demás es de tal eficacia, que Dios
lo premia con una humildad llena de alegría.
Así se expresaba san Josemaría y todos podemos tener
la experiencia paradójica experiencia de esa alegría
que es consecuencia del olvido de sí.
No podemos imaginar a la Virgen Madre sino dedicada
cada segundo a su Hijo. A Ella le pedimos esos ojos suyos misericordiosos,
para ver a Dios siempre en los demás.
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