NOVENA A LA INMACULADA día tercero


Acordaos, ¡oh piadosísima Virgen María!,
que jamás se ha oído decir
que ninguno de los que han acudido a vuestra protección,
implorando vuestra asistencia y reclamando vuestro socorro,
haya sido desamparado.

Animado por esta confianza,
a Vos también acudo, ¡oh Madre, Virgen de las vírgenes!,
y gimiendo bajo el peso de mis pecados
me atrevo a comparecer ante vuestra presencia soberana.
¡Oh Madre de Dios!, no desechéis mis súplicas,
antes bien, escuchadlas y acogedlas benignamente. Amén.

Como a María, nos espera Dios

Los ojos de María
Vittorio Messori y Rino Cammilleri

        Por lo que cuenta san Lucas, da la impresión de que, muy poco tiempo después de recibir el Anuncio de Gabriel, María emprende un viaje:

        Por aquellos días, María se levantó, y marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá; y entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y en cuanto oyó Isabel el saludo de María, el niño saltó de gozo en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo; y exclamando en voz alta, dijo: Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme? Pues en cuanto llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno; y bienaventurada tú que has creído, porque se cumplirán las cosas que se te han dicho de parte del Señor. María exclamó: Glorifica mi alma al Señor, y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador: porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava; por eso desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones. Porque ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso, cuyo nombre es Santo; su misericordia se derrama de generación en generación sobre aquellos que le temen. Manifestó el poder de su brazo, dispersó a los soberbios de corazón. Derribó a los poderosos de su trono y ensalzó a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos y a los ricos los despidió vacíos. Acogió a Israel su siervo, recordando su misericordia, según como había prometido a nuestros padres, Abrahán y su descendencia para siempre.
         María permaneció con ella unos tres meses, y se volvió a su casa.

        Queremos aprender más de María y nos fijamos en Ella –en el Santo Evangelio–, pidiendiendo su luz al Espíritu Santo para que veamos qué podemos incorporar en nuestra vida de la suya.

        "Señor, tomo a tu Madre como madre-maestra y deseo que sea mi modelo ejemplar, mi escuela. Comprendo que nadie como Ella ha respondido o puede responder a tu querer, que en nadie se manifiesta como en Ella tu designio de amor: no hay en María obstáculo a la Gracia santificante. Por eso la miro con hambre, con ilusión de amar a su manera. Señor, que vea".

        La Virgen, con Dios en sus entrañas, camina; se dirige con prisa a casa de Isabel, su prima ya mayor, que según le dijo Gabriel, está en el último trimestre de su embarazo. Posiblemente necesitaría ayuda. Entre otra gente que viajaba en aquellos días, su camino no llamaba en absoluto la atención. Acompañada posiblemente de José, María va feliz con Dios impulsada por el propósito de ayudar a su prima. El deseo de servir al Creador, que manifestó a Gabriel y fue el comienzo de su nueva vida, tomaba cuerpo de continuo en lo más corriente y discreto. Sabía que había sido enriquecida como ninguna otra criatura podría serlo y su mente y su corazón no se apartaban ni un instante de Dios, con quien desde hacía poco mantenía una intimidad única.

        Cada uno tenemos a Dios con nosotros, muy cerca también. Quizá se nos olvida, pero creemos que nos contempla incesantemente y en todo momento nos escucha si le hablamos; nos contempla, nos escucha y nos espera. Por eso, recuerda san Josemaría:

        —¡Dios es mi Padre! —Si lo meditas, no saldrás de esta consoladora consideración.
         —¡Jesús es mi Amigo entrañable! (otro Mediterráneo), que me quiere con toda la divina locura de su Corazón.
         —¡El Espíritu Santo es mi Consolador!, que me guía en el andar de todo mi camino.
         Piénsalo bien. —Tú eres de Dios..., y Dios es tuyo.

        "Señor y Padre mío, quiero reconocerte siempre a mi lado –de continuo– y desear hacer todo por Ti; y acudir a tu ayuda y que te agrade mi vida; y volver a Ti, sin desánimos de orgullo, si me olvidé de que me esperas en cada instante; porque en todos mis momentos tengo una ocasión de amarte.

        ¿Qué más quiere Nuestro Dios y Padre que la felicidad de sus hijos? Aunque alguna vez nos cueste aceptarlo, es el mejor de los padres y premia cada uno de nuestros detalles con El. Pensemos en los hijos y en los padres de la tierra, y ¡cómo quieren éstos lo mejor para sus hijos, lo que les asegura la verdadera alegría! El mismo Jesús nos lo recuerda: si vosotros, siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los Cielos dará cosas buenas a quienes le pidan? Los hombres podemos amar por ser a imagen y semejanza del Creador. Podemos buscar, como sólo Dios hace, el bien para otro generosamente, poniendo lo nuestro en favor de los demás.

        Con esa actitud va María a encontrarse con su prima. Para ella son su juventud, la simpatía de su carácter, la confianza que le daba el parentesco y, sobre todo, su plenitud de gracia...; todas sus cualidades las pone María al servicio de Isabel. La Virgen no reserva nada para sí, es la esclava del Señor y está entregada por completo para agradar cuanto puede a Dios en cada circunstancia de su vida. Con ese amor a Dios la vemos caminar hacia la montaña de Judea y la contemplaremos en cada momento en que nos la muestran los evangelios.

        Aprendamos la enseñanza de nuestra Madre que se da por amor de Dios a los demás. Nos sucederá, que sentiremos entusiasmados el hondo convencimiento de estar embarcados en la aventura mas fascinante que podríamos soñar. La aventura de la salvación del mundo, con la Gracia de Dios y la cooperación libre de los hombres. Pues, como recuerda el Concilio Vaticano II en su Constitución Gaudium et Spes, a través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final. Enzarzado en esta pelea, el hombre ha de luchar continuamente para acatar el bien, y sólo a costa de grandes esfuerzos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de establecer la unidad en sí mismo. Una pelea, con venceremos y vencidos, que ninguno podemos eludir.

        Los cristianos, conscientes de nuestra debilidad y con la experiencia de nuestros pecados nos dirigimos a Santa María: ruega por nosotros pecadores. En su continua vigilia de amor por sus hijos, nos escucha; no nos pierde de vista ni un instante mientras intentamos ir amando a Dios con nuestra vida. Como leemos en Camino: No estás solo. —Lleva con alegría la tribulación. —No sientes en tu mano, pobre niño, la mano de tu Madre: es verdad. —Pero... ¿has visto a las madres de la tierra, con los brazos extendidos, seguir a sus pequeños, cuando se aventuran, temblorosos, a dar sin ayuda de nadie los primeros pasos? —No estás solo: María está junto a ti.