NOVENA A LA INMACULADA día segundo

 

 

Bendita sea tu pureza
y eternamente lo sea,
pues todo un Dios se recrea
en tan graciosa belleza.
A Ti, celestial Princesa,
Virgen Sagrada María,
te ofrezco en este día
alma, vida y corazón.
Mírame con compasión,
no me dejes, Madre mía.

Interesantes para Dios

Los ojos de María
Vittorio Messori y Rino Cammilleri

        Comenzamos por el principio: es Dios quien toma la iniciativa y se dirige al hombre. Ya fue cosa suya el hombre, como todo lo demás. ¡Qué bueno es reconocer pausadamente y con hondura esta realidad, y no acostumbrarse!: Desear vivir en el permanente asombro de que le intereso a Dios.

        Aquel día se dirigió a una joven judía. Lo hace de un modo singular: a través de un ángel. El suceso aparece bien situado en el lugar y en el tiempo por el relato evangélico de san Lucas:

        En el sexto mes fue enviado el ángel Gabriel de parte de Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un varón de nombre José, de la casa de David, y el nombre de la virgen era María. Y habiendo entrado donde ella estaba, le dijo: Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo. Ella se turbó al oír estas palabras, y consideraba qué significaría esta salutación. Y el ángel le dijo: No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios: concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará eternamente sobre la casa de Jacob, y su Reino no tendrá fin.
         María dijo al ángel: ¿De qué modo se hará esto, pues no conozco varón? Respondió el ángel y le dijo: El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que nacerá Santo, será llamado Hijo de Dios. Y ahí tienes a Isabel, tu pariente, que en su ancianidad ha concebido también un hijo, y la que era llamada estéril, hoy cuenta ya el sexto mes, porque para Dios no hay nada imposible. Dijo entonces María: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. Y el ángel se retiró de su presencia.

        "Dios mío, quisiera escucharte yo también, con mi oído interior atento, sin filtros de prejuicios. No vaya a ser que casi sólo oiga lo de siempre: lo mío, mis palabras, muy razonadas –eso sí–, pero no son tuyas. Necesito librarme de ese monólogo, casi permanente, aunque pierda la tranquilidad y la seguridad de no tener quien se me oponga".

        María, que es la misma inocencia y no desea otra cosa sino agradar a su Dios, alienta sin cesar su disposición de servirle. Vive todos los días de la ilusión por complacerle en cada detalle poniendo todo su ser en amarle. Se siente contemplada por su Creador y a la vez segura, sabiendo que el Señor conoce el más delicado movimiento de su espíritu y la mira, mientras ella, llena de paz y alegre como nadie, va plasmando en sus obras el amor que le tiene.

        María se turbó, dice el evangelista. Acababa de escuchar un singular saludo, que era la más grande alabanza jamás pronunciada. Con su clarísima inteligencia había entendido bien: era un saludo de parte de Dios, un saludo afectuoso a Ella de parte del Creador. Las palabras que escucha indican que el mensajero viene de parte Dios, que conoce la intimidad habitual entre Dios y Ella, por eso se dirige a María, pero no por su nombre. En ella, lo más propio, más aún que su nombre, es su plenitud de Gracia. Así la llama el Angel: Llena de Gracia. Es la criatura que tiene más de Dios, a quien el Creador más ha amado. Y María correspondió siempre, del todo y libremente, con el suyo, al Amor de Dios.

        A partir de la disposición de María el Angel le transmite su mensaje. Como afirma el Papa, Dios «busca al hombre movido por su corazón de Padre»: no debemos temer a Dios. Las palabras de Gabriel –tan intensas– y lo inesperado del mensaje, posiblemente sobrecogieron a Nuestra Madre, pero no tenía por qué temer –le dice el Angel. Su presencia ante ella, por el contrario, era motivo de gran gozo: el Señor la había escogido entre todas las mujeres, entre todas las que habían existido y las que existirían: el Verbo Eterno iba a nacer como Hombre, para redimir a la humanidad, y Ella sería su Madre.

        ¿Tenemos miedo a Dios? De El sólo podemos esperar bondades, aunque nos supongan una cierta exigencia. ¿Tememos preguntarnos si nuestras conductas son de su agrado, no sea que debamos rectificar? Queramos mirar al Señor cara a cara, francamente, como mira un niño ilusionado el rostro de su padre, esperando siempre cariño, comprensión, consuelo, ayuda...

        No se puede pensar en la respuesta de María como en algo independiente de sus disposiciones habituales; su sí a Dios vino a ser la formalización actual de lo que siempre había querido.

        "Señor, que vea; te pido como Bartimeo, aquel ciego al que curaste. Que Te vea. Que vea qué esperas de mí. Quiero escuchar tu llamada, en cada circunstancia de mi vida y, como María, para mi vida entera... Entiendo que conoces los detalles de mi andar terreno y prevés lo que llamo bueno y lo que llamo malo y que todo es ocasión de amarte. Ayúdame a intentarlo sinceramente, de verdad. Enséñame a hacer tu voluntad, porque eres mi Dios, te pido con el Salmista. Enséñame a confiar en tu Bondad omnipotente".

        No temas, María –le dice Gabriel, antes incluso de manifestarle en detalle la Voluntad del Señor. Y, luego, el mensaje mismo incluye los motivos de seguridad y optimismo: que cuenta con todo el favor de Dios y que será obra del Espíritu Santo la concepción y mantendrá su virginidad... Finalmente, recibe también una prueba de otra acción del poder de Dios: la fecundidad de Isabel, porque para Dios no hay nada imposible –concluye el arcángel.

        Cuando nos habituamos a comtemplar a Dios –Señor de la historia: de la mía– presente en los sucesos de cada jornada, tenemos paz. Lo sentimos con un Padre inspirando y protegiendo cada paso nuestro: queriéndonos. Porque el Señor nos comprende y nos sonríe con el cariño de siempre. También cuando, quizá sin darnos mucha cuenta, tratamos rebajar la exigencia, "escurrir el bulto". Es que no es obligatorio –pensamos. Y le escuhamos: ¿Me quieres? Y ya sabemos que a la pregunta por el amor se responde con la vida; que obras son amores...

        "Ayúdame, Señor, a decirte siempre que sí. Auméntame la fe para ver más claramente qué esperas de mí cada mañana y cada tarde": Os invito a que vayáis recogiendo durante el día –con vuestra mortificación, con actos de amor y de entrega al Señor– miligramos de oro, y polvillo de brillantes, de rubíes y de esmeraldas. Los encontraréis a vuestro paso, en las cosas pequeñas. Recogedlos, para hacer un tesoro en el Cielo, porque con miligramos de oro se reúnen al cabo del tiempo gramos y kilogramos, y con fragmentos de esas piedras preciosas lograréis hacer diamantes estupendos, grandes rubíes y espléndidas esmeraldas. Así se expresaba san Josemaría Escrivá.

        El "sí" de María, el día de la Anunciación, fue a ser Madre de Dios. El Verbo se hizo humano en sus entrañas, por el Espíritu Santo y su consentimiento. Nuestros "sí" a Dios de todos los días se parecen a los que Nuestra Madre pronunciaba de continuo, amando a Dios en cada momento y circunstancia de la vida. Eran en María enamoradas afirmaciones –silenciosas casi siempre– de una conversación que no termina, como no terminan nunca las palabras de los enamorados aunque sólo se miren.

        "¡Madre mía enséñame a querer!".