Día 18 XXIX Domingo del Tiempo Ordinario

        Evangelio: Mt 22, 15-21 Entonces los fariseos se retiraron y se pusieron de acuerdo para ver cómo podían cazarle en alguna palabra. Y le enviaron a sus discípulos, con los herodianos, a que le preguntaran:
         —Maestro, sabemos que eres veraz y que enseñas de verdad el camino de Dios, y que no te dejas llevar por nadie, pues no haces acepción de personas. Dinos, por tanto, qué te parece: ¿es lícito dar tributo al César, o no?
         Conociendo Jesús su malicia, respondió:
         —¿Por qué me tentáis, hipócritas? Enseñadme la moneda del tributo.
         Y ellos le mostraron un denario.
         Él les dijo:
         —¿De quién es esta imagen y esta inscripción?
—Del César —contestaron.
         Entonces les dijo:
         —Dad, pues, al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.

Sencillez de corazón

        Aprovechemos en esta ocasión las palabras mismas de Jesús que nos transmite san Mateo, para aprender un poco más esta constante enseñanza de nuestro Maestro: que es preciso ser sencillos, normales en nuestra conducta, de modo que el comportamiento sea la manifestación natural y limpia de nuestro corazón. Las apariencias no pasarán de ser eso, apariencias: un error en quienes nos ven –en todo caso–, en quienes nos oyen, permaneciendo, sin embargo, la verdad de nosotros inmutable. Mejor dicho, nuestra propia verdad sufre un detrimento, por cuanto esa actitud engañosa empeora aún más la categoría del individuo.

        Se puede afirmar, entonces, que mantener una conducta de apariencias, intentando que los demás nos juzguen por encima de lo que somos y valemos tiene, sobre el interesado, una efecto verdaderamente nefasto. En la medida en que su engaño es mayor y logra con más plenitud su objetivo, en realidad su condición moral queda más y más alejada del concepto positivo que tengan que él. Posiblemente se sienta satisfecho al considerar hasta qué punto cuenta con la estima de amigos y conocidos. Ante Dios, sin embargo, es evidente la clara verdad de su condición. Como lo es, desde luego, ante su propia conciencia, que posiblemente tenga adormecida de intento, no le vaya a acusar de lo que no está dispuesto a reconocer ni a rectificar. Antes de engañar a otros se ha engañado a sí mismo.

        Es la conducta que vemos descrita por el evangelista en los fariseos, que utilizan toda su astucia intentando poner a Jesús en lo que hoy podríamos llamar una "encerrona": cualquiera de las respuestas previstas por ellos merecería una cruel crítica. Si respondía, en efecto, que había que pagar el tributo, le acusarían de colaborar con el poder romano opresor; si se mostraba partidario de no pagarlo, le tendrían por un rebelde ante la autoridad civil establecida.

        Nos ha concedido Dios la inteligencia y la capacidad de manifestar conceptos y realizar juicios, para que lo hagamos con rectitud, de acuerdo con la realidad, pues, de otro modo, ¿qué sentido tendría el intercambio de puntos de vista, de información, de conocimientos, si no pudiéramos contar con que es verdad lo que escuchamos? Sólo la veracidad de las personas hace posible una conversación con sentido, un diálogo inteligible que valga la pena mantener y concluir como lógica consecuencia de lo afirmado.

        Pero la veracidad es primeramente decisiva en las afirmaciones que hacemos acerca de cada uno en el silencio de la propia intimidad. Es posible, además, que esas otras mentiras, en actitudes o en palabras, por dar una mejor imagen, tengan su origen más o menos consciente en la falta de sinceridad interior. Los fariseos parecía que tenían de tal modo incorporado a su conducta el afán por sobresalir en toda circunstancia, que se diría no se imaginaban otro modo de actuar. Fomentar las apariencias –claro está– les resultaba no pocas veces imprescindible para ello. Hoy nos muestra san Mateo un ejemplo de esa actitud intentando humillar a Cristo, pero son numerosos los que aparecen en los relatos evangélicos. ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que os parecéis a sepulcros blanqueados, que por fuera aparecen hermosos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda podredumbre! De ese modo tan gráfico describe el Señor la realidad de su conducta.

        Sinceridad: con Dios, con el Director, con tus hermanos los hombres. —Así estoy seguro de tu perseverancia. San Josemaría Escrivá establece como una cierta gradación en esta virtud. En efecto, una franca sinceridad con Dios, en la intimidad de la oración personal, aboca de modo necesario en claridad transparente con el director espiritual y en la ausencia absoluta de temor por manifestarnos como somos ante nuestros iguales. Antes que nada, estamos ante Dios, Padre Nuestro, que nos conoce mejor que nosotros mismos y nos quiere. Valoremos más esta presencia de Dios junto a nosotros y sabremos dar la importancia debida a las opiniones de nuestro prójimo.

        ¿Un medio para ser franco y sencillo?... –se pregunta asimismo San Josemaría– Escucha y medita estas palabras de Pedro: «Domine, Tu omnia nosti...» —Señor, ¡Tú lo sabes todo! Como el discípulo que se ve forzado a reconocer ante el Hijo de Dios –sin palabras– la verdad de sus negaciones, así cada uno. Queramos tener la valentía de contemplar, sin velos que puedan disimular, la verdad de nuestras intenciones, de nuestros esfuerzos, de nuestra honradez, de nuestros pecados. Pero como Pedro: frente a Jesús, que ya sabe de esa verdad y, a pesar de todo lo defectuoso, nos sigue queriendo, nos sigue ayudando para que le amemos más. Ni al discípulo retiró Jesús la confianza después del pecado, ni nos la retira a nosotros si, como Pedro, reconocemos con sencillez la verdad.

        «Tota pulchra es Maria, et macula originalis non est in te!» —¡toda hermosa eres, María, y no hay en ti mancha original!, canta la liturgia alborozada. No hay en Ella ni la menor sombra de doblez: ¡a diario ruego a Nuestra Madre que sepamos abrir el alma en la dirección espiritual, para que la luz de la gracia ilumine toda nuestra conducta!, leemos en Surco.
—María nos obtendrá la valentía de la sinceridad, para que nos alleguemos más a la Trinidad Beatísima, si así se lo suplicamos.