Día 4 XXVII Domingo del Tiempo Ordinario

        Evangelio. Mt 21, 33-43 Escuchad otra parábola:
         —Había un hombre, dueño de una propiedad, que plantó una viña, la rodeó de una cerca y cavó en ella un lagar, edificó una torre, la arrendó a unos labradores y se marchó lejos de allí. Cuando se acercó el tiempo de los frutos, envió a sus siervos a los labradores para recibir sus frutos. Pero los labradores agarraron a los siervos y a uno lo golpearon, a otro lo mataron y a otro lo lapidaron. De nuevo envió a otros siervos, más numerosos que los primeros, pero les hicieron lo mismo. Por último les envió a su hijo, pensando: «A mi hijo lo respetarán». Pero los labradores, al ver al hijo, se dijeron: «Éste es el heredero. Vamos, lo mataremos y nos quedaremos con su heredad». Y lo agarraron, lo sacaron fuera de la viña y lo mataron. Cuando venga el amo de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores?
         Le contestaron:
         —A esos malvados les dará una mala muerte, y arrendará la viña a otros labradores que le entreguen los frutos a su tiempo.
         Jesús les dijo:
         —¿Acaso no habéis leído en las Escrituras:
         La piedra que rechazaron los constructores,
         ésta ha llegado a ser la piedra angular.
         Es el Señor quien ha hecho esto
         y es admirable a nuestros ojos?
         »Por esto os digo que se os quitará el Reino de Dios y se entregará a un pueblo que rinda sus frutos.

El peligro del propio criterio

        Ni que decir tiene que esta parábola del Señor, como todas, tiene numerosas aplicaciones para nosotros. Nos fijaremos ahora únicamente en la actitud de aquellos malos empleados del señor, dueño de la viña. Como otras veces, Jesús toma ocasión de una mala conducta para hacernos ver que espera de los hombres algo muy distinto de lo que realmente le damos. Aquellos sirvientes, a pesar de que tenían, gracias a su señor, la oportunidad de ocuparse en algo noble, desperdician esa ocasión y se comportan de un modo inicuo. Podían haber ennoblecido su vida, dedicados a algo valioso, a la medida de su señor; tanto más noble y enriquecedor, cuanto mayor era la grandeza del señor –que confiaba en ellos– y más superaba en categoría a los empleados. Cualquier plan del señor siempre tendría más relevancia que el más interesante de los proyectos personales de cualquiera de los siervos; y los ideales e ilusiones del dueño satisfechas tenían también la capacidad para satisfacer con creces al más exigente de sus empleados.

        "Es que no son mis ideales, no son esas mis ilusiones, son los planes de mi señor, cosas sólo suyas", podría objetar con despego alguno de aquellos trabajadores. Pero ese gesto de rebeldía, no sólo supone desatender una indicación recibida sino bastante más. A quien en verdad se mimusvalora al consentir en tal pensamiento es al dueño de la viña y señor. No olvidemos que ha ofrecido a algunos de sus siervos, por pura liberalidad, la enriquecedora oportunidad de ocuparse en sus propias cosas, y recibir despues su recompensa. Ha organizado las cosas muy bien, para que puedan trabajar en las mejores condiciones: plantó una viña, la rodeó de una cerca y cavó en ella un lagar, edificó una torre... Muy posiblemente, de otro modo, aquellos trabajadores estarían desempleados y, como consecuencia, padeciendo necesidad. En cambio, gracias a su señor, disponen de los medios para trabajar y tienen la oportunidad de desarrollar una buena tarea, en beneficio de otros y de sí mismos.

        No queramos ser nosotros como ellos, porque la parábola retrata a bastantes que no saben o no quieren descubrir como voluntad de Dios sus obligaciones familiares, profesionales, de convivencia, etc. Y quizá tampoco caen en la cuenta de que no se han autoconcedido –por ejemplo– las capacidades físicas e intelectuales de que disponen, al igual que los labradores de la parábola los instrumentos de trabajo: la viña, la torre, el lagar... Piensan, tal vez, que el modo de comportarse, en lo que deben hacer, es únicamente cosa suya. No consideran que vivimos en el mundo "contratados" por Dios; o, si se quiere, con una vida "arrendada", que nuestro creador, en su liberalidad, como a los trabajadores de la viña, se ha dignado poner a disposición nuestra. Que Dios ha dispuesto que los hombres vivamos ocupándonos en sus cosas. Bastantes consideran, incluso, que será correcto lo que hagan si se sienten independientes, pues, con actuar según el propio criterio y sentirse a gusto, sería más que suficiente. Ese personal criterio queda convertido, para los más imprudentes, en norma del buen obrar, propio y ajeno. Quizá no se dan cuenta, pero pretenden convertirse en autores del bien y del mal suplantando a Dios.

        Podemos meditar, poniéndonos bajo la intercesión del Espíritu Santo, sobre cómo utilizamos en nuestra vida las muchas ocasiones que nos ha concedido Dios para servirle. Porque es precisamente esto algo que caracteriza al hombre y la raíz de nuestra dignidad –vivir para Dios–, y podríamos tenerlo poco en cuenta. En efecto, habiéndonos creado personas y, por tanto, superiores a los demás seres terrenos, Dios nos hizo capaces de Él. Para desarrollar esta capacidad contamos con una serie de cualidades, los talentos –de los que habla Jesucristo en numerosas ocasiones–, que debemos utilizar según su querer; puesto que nos los concedió, en el amor que nos tiene, para que con ellos pudiéramos corresponder a ese amor con que nos ha amado primero.

        ¡Qué gran injusticia utilizar "astutamente", sólo en provecho propio –así pensamos–, lo que nos ha otorgado para ser grandes en su presencia, amándole! En la parábola evangélica los malos servidores manifiestan el desprecio a su señor, llegando a dar muerte a varios de los siervos fieles que les envía, incluso a su propio hijo. Así ha sucedido también en nuestro mundo. No pocas veces han sido despreciados los ministros del Evangelio, y hasta han llegado a perecer por ser fieles a Cristo, y hoy como ayer. De hecho, matan a Nuestro Señor –vuelven a crucificarle, diría san Pablo– cada vez que cometen un pecado mortal. Pidamos Luz del Cielo para valorar, como es debido, la gravedad de cada indiferencia a los Mandamientos, al Evangelio. ¡Que entendamos un poco más, Señor, que lo interesante de verdad, lo único que vale la pena en la vida, es cumplir tu Voluntad, precisamente porque es Tuya.

        En esto, como en todo, nuestra Madre es el punto de referencia infalible. María no tiene otra voluntad que la que en cada instante descubre de su amoroso Creador, Señor y Padre. También cada uno, como hijos, nos sabemos muy queridos por Dios y deseamos, como Ella, amarle de verdad: con la realidad de nuestra vida. Pedimos, por eso, a nuestra Madre buena, que nos libre de criterios propios egoístas y nos haga admirar el parecer de Dios.