Día 24 Solemnidad: Natividad de San Juan Bautista

        Evangelio: Lc 1, 57-66.80 Entretanto le llegó a Isabel el tiempo del parto, y dio a luz un hijo. Y sus vecinos y parientes oyeron la gran misericordia que el Señor le había mostrado y se congratulaban con ella. El día octavo fueron a circuncidar al niño, y querían ponerle el nombre de su padre, Zacarías. Pero su madre dijo:
         —De ninguna manera, sino que se llamará Juan.
         Y le dijeron:
         —No hay nadie en tu familia que tenga este nombre.
         Al mismo tiempo preguntaban por señas a su padre cómo quería que se le llamase. Y él, pidiendo una tablilla, escribió: «Juan es su nombre». Lo cual llenó a todos de admiración. En aquel momento recobró el habla, se soltó su lengua y hablaba bendiciendo a Dios. Y se apoderó de todos sus vecinos el temor y se comentaban estos acontecimientos por toda la montaña de Judea; y cuantos los oían los grababan en su corazón, diciendo:
         —¿Qué va a ser, entonces, este niño?
         Porque la mano del Señor estaba con él.
         Mientras tanto el niño iba creciendo y se fortalecía en el espíritu, y habitaba en el desierto hasta el tiempo en que debía darse a conocer a Israel.

Gracia divina y correspondencia humana

 

        Juan el Bautista, cuyo nacimiento hoy celebramos, es un ejemplo, entre tantos, de correspondencia a las gracias de Dios, fiel a su vocación: a lo que, incluso antes de nacer, esperaba de él la Trinidad Beatísima. Recordemos, como afirma san Pablo, que Dios nos ha escogido, antes de la constitución del mundo, para que seamos santos y sin mancha en su presencia, por el amor.

        El designio divino de la Redención del hombre preveía un precursor que anunciase la llegada del Hijo de Dios encarnado. El evangelista San Marcos recoge la profecía: conforme está escrito en Isaías el profeta: "Mira, envío mi mensajero delante de ti, el que ha de preparar tu camino".
        "Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas".

        La aparición de Juan, el "Precursor", era señal inequívoca de la inminente llegada del Mesías. Tenían, en efecto, razón en sus presentimientos –por inconcretos que fueran– los paisanos de Zacarías e Isabel, padres de Juan:
        —¿Qué va a ser, entonces, este niño?, decían.
        Porque la mano del Señor estaba con él.

        Y es que nuestro Dios siempre asiste con Gracia poderosa a sus elegidos, para que puedan cumplir lo que de ellos espera. Su nacimiento había sido anunciado proféticamente desde antiguo, y al propio Zacarías, su padre, un ángel le advirtió de su nacimiento. Y esto, a pesar de su incredulidad, pues no era razonable –pensaba Zacarías– que tuvieran un hijo con edad tan avanzada, será para ti gozo –le insistía el ángel–; y muchos se alegrarán con su nacimiento, porque será grande ante el Señor. No beberá vino ni licor, estará lleno del Espíritu Santo ya desde el vientre de su madre y convertirá a muchos de los hijos de Israel al Señor su Dios; e irá delante de Él con el espíritu y el poder de Elías para convertir los corazones de los padres hacia los hijos, y a los desobedientes a la prudencia de los justos, a fin de preparar al Señor un pueblo perfecto.

        No le faltarían a Juan la luz ni la energía necesaria para cumplir su misión. Dios mismo se hacía garante de su capacidad: quedaría lleno del Espíritu Santo desde antes de nacer, y así sería poderoso e infalible como Elías, que –bien lo sabían todos los judíos–, unido a Dios, había salido siempre victorioso y de modo espectacular, incluso, frente a los mayores poderes de su tiempo que se oponían al único verdadero Dios.

        En su Providencia, Dios había cubierto de gracias muy singulares, a quien habría de cumplir una misión única y decisiva en orden a la Redención humana. El nacimiento de Juan fue acompañado de fenómenos del todo extraordinarios. El Bautista venía así al mundo –lleno del Espíritu Santo– con el importante bagaje sobrenatural que lo capacitaba para una gran misión. Pero consideremos, en todo caso, que, guardando la debida proporción, así actúa siempre Dios con todos los hombres. Lo que espera de cada uno depende de las circunstancias personales –de la capacidad nuestra– que tenemos, como todo lo demás, recibida de Dios. No es injusto, pues, Dios ni arbitrario, y el amor con obras que le debemos no debe ser sino el desarrollo de los talentos que nos ha concedido. Esas parábolas de Jesús del señor, que se marcha y distribuye antes sus bienes entre unos criados, y reclama a su regreso el fruto correspondiente, deben estar de modo habitual presentes en nuestra mente.

        No se trata, sin embargo, de vivir como atemorizados, con el pensamiento de que nos pedirán cuentas y de que hay que exigirse, no nos vayan a castigar. Nos pedirán cuentas, por supuesto; pero no es Dios, Nuestro Padre, una autoridad amenazante, como si sólo le importara el resultado fáctico de nuestra conducta. Imaginémonos, más bien, a un padre que, con toda ilusión, concede a su hijo lo necesario para el trabajo que le encomienda y que sólo espera ponerse contento de día en día viendo el progreso del hijo. Viendo que logra las metas que se propone y que se propone lo que es su verdadero bien, es decir, lo que el padre le ha sugerido –porque lo quiere y lo conoce–, de acuerdo con su capacidad: un padre que piensa sólo en el hijo, en lo que le producirá más bien y felicidad.

        Contemplando a Juan el Bautista, resalta de inmediato la idea de vocación: la llamada de Dios a cada persona, que cada uno debemos responder. No ha surgido entre el los nacidos de mujer nadie mayor que Juan el Bautista, declaró Jesús. Son las palabras que, aparte de resaltar las cualidades objetivas concedidas al "Precursor", ponen de manifiesto su libre y fiel correspondencia al designio divino. No parece que Jesús pudiera alabar, y menos de modo tan solemne, a quien únicamente hubiera recibido muchos talentos, sin mérito alguno de su parte. Cristo alaba asimismo la correspondencia de Juan; que hubiera respondido a la gracia recibida con libre generosidad, dando el fruto que Dios esperaba, correspondiendo de modo heroico a su vocación.

        Encomendemos nuestros buenos deseos de fidelidad a lo que el Señor nos pide en nuestra vida, y cada mañana y cada tarde, a la Madre de Dios, que es Madre nuestra del Cielo, como quiso Jesucristo. Responder a la vocación es entrega, servicio, docilidad y, como es respuesta a Dios, grandeza, plenitud de vida. Así, María es la esclava del Señor y la Reina del mundo.