Día 19 Viernes. El Sagrado Corazón de Jesús

        Evangelio: Mt 11, 25-30 En aquella ocasión Jesús declaró:
         —Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo.
         »Venid a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré. Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas: porque mi yugo es suave y mi carga es ligera.

Un gran Corazón

 

        Con ocasión de la gran solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús me venía a la cabeza la primera meditación que prediqué después del accidente, a consecuencia del cual quedé tetrapléjico. Todavía estaba ingresado en la Clínica Universitaria de Navarra. Partía entonces en mi oración –ante muy pocas personas– de unas palabras de san Josemaría Escrivá, en su homilía "El Corazón de Cristo, Paz de los Cristianos". También ahora nos pueden servir:

        Jesús en la Cruz, con el corazón traspasado de amor por los hombres, es una respuesta elocuente –sobran las palabras– a la pregunta por el valor de las cosas y de las personas. Valen tanto los hombres: su vida y su felicidad, que el mismo Hijo de Dios se entrega para redimirlos, para limpiarlos, para elevarlos.

        Es san Juan quien, en su Evangelio, nos cuenta la escena, lo sucedido en el Calvario poco después de la muerte del Señor:
        
Como era la Parasceve, para que no se quedaran los cuerpos en la cruz el sábado, pues aquel sábado era un día grande, los judíos rogaron a Pilato que les quebraran las piernas y los quitasen. Vinieron los soldados y quebraron las piernas al primero y al otro que había sido crucificado con él. Pero cuando llegaron a Jesús, como le vieron ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le abrió el costado con la lanza, y al instante brotó sangre y agua. El que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero; y él sabe que dice la verdad para que también vosotros creáis. Esto ocurrió para que se cumpliera la Escritura: No le quebrantarán ni un hueso. Y también otro pasaje de la Escritura dice: Mirarán al que traspasaron.

        Dios nos ama con un gran amor, con un amor evidente, pues, hecho hombre, no consideró excesivo morir crucificado y despreciado con tal de salvarnos. Vino a nuestro mundo, se hizo hombre poniéndose a nuestra altura y estuvo dispuesto a toda aquella Pasión. Esa es la medida de su amor, ese su interés por cada uno. De ese divino amor se deduce el valor nuestro, nuestra dignidad. También cuando somos indignos, cuando nadie haría nada por nosotros, a no ser imponernos un castigo y despreciarnos. El corazón de Cristo, sin embargo, siempre estará a nuestro favor, en toda circunstancia. Padre, perdónales porque no saben lo que hacen, suplicaba pensando en quienes le producían aquel tormento y se reían de él. Pero ¿en qué quedaríamos los hombres sin Cristo?

        Además, esa valoración que el Creador hace de su criatura humana, de toda criatura humana –es importante insistir en esto–, podría contrastar, en una primera apreciación, con la opinión de algunos acerca de quién no puede hacer físicamente casi nada por sí mismo. Contrasta Incluso ... (volviendo de nuevo por un momento a aquella meditación, todavía en la Clínica), con mi propia impresión sobre mí. Me sentía –como ahora, aunque más adaptado– verdaderamente muy poca cosa. No sólo por presentar ante los ojos de la gente un estado físico bastante penoso, sino, sobre todo, por mi forma de ser, por las deficiencias de mi carácter y por tanta triste y lamentable experiencia.

        Pero, por otra parte, sabía entonces y sé ahora –y cada día con más reconocido agradecimiento– que mi vida, como la de cualquiera, no es valorable con criterios simplemente humanos, no es comparable con nada de lo que se ve y se aprecia por su atractivo material o físico. Y esto –mi condición personal– no es de mi invención, ni decisión mía ser lo que soy o haber alcanzado el amor que Dios nos tiene. Me aplico habitualmente a mí mismo el convencimiento que irónicamente explicaba a mis alumnos de Ética en la Escuela de Arquitectura: "tenemos tanto mérito de ser lo que somos, de ser personas, como las lechugas de ser lo que son: ellas han hecho lo mismo que nosotros para lograr la condición vegetal que poseen".

        Es decisivo considerar nuestra existencia a la luz de la fe en Jesucristo Redentor del hombre; valorar así la propia condición personal y reconocer que algo grandioso, muy por encima de otros modos de vivir, se nos ha otorgado gratuitamente y con un destino en Dios, en función de la libertad. Somos, pues, con independencia de cualquier circunstancia que pueda matizar nuestra existencia, algo inimaginablemente fantástico.

        De hecho, Dios, en su infinita sabiduría, me valora tanto, que pensó que valía la pena dar su vida por mí: valen tanto los hombres: su vida y su felicidad, que el mismo Hijo de Dios se entrega… Dar su vida por cada uno de los seres humanos que han existido y por los que van a existir: mujeres y hombres, blancos y negros, ricos y pobres, listos y tontos, jóvenes y viejos, amigos y enemigos, sanos y enfermos…, pecadores... –he aquí la medida de su corazón y de nuestro valor–, pues vino a llamar a los pecadores, a los flojos, a los inconstantes… Ninguna desgracia del cuerpo o del espíritu nos hace perder interés o categoría ante sus ojos.

        ¿Qué pienso, entonces, de mí mismo? ¿Cómo veo y miro a los demás? ¿Considero lo que valen, en todo caso, porque valen para Él? ¿Qué distingos hago entre unos y otros, y por qué? ¿Qué derecho tengo al despreciar? ¿Miro a veces a los otros como por encima del hombro? Habría que pensar también en las deficiencias de carácter de los demás, que posiblemente es lo que con más frecuencia nos echa para atrás en el trato con la gente, lo que nos lleva a "seleccionar". Jesús, en cambio, vino al mundo porque los hombres somos indignos. En su corazón no hay acepción de personas. Le interesamos todos y por los peores parece que se desvela más. Y pensó que valía la pena ayudarnos –siendo malos–, pues debíamos mejorar bastante para ganar la felicidad inigualable según el proyecto divino.

        A pesar de nuestros defectos y pecados, tenemos todas las posibilidades intactas para ser felices, para llevar a cabo empresas grandes según Dios. Todos podemos hacer mucho bien por los demás y ante Dios. En ello está nuestra plenitud. Vale la pena, pues, por mucha que sea la pena, el dolor, el trabajo. Él estuvo dispuesto a gastarse por los hombres, ¿nosotros no? ¿Queremos también emplear nuestro tiempo, nuestro talento, nuestros medios, nuestro esfuerzo, nuestras capacidades, para ayudar a otros?

        Se piensa que el sacrificio y el esfuerzo –que son la Cruz– no pueden ser compatibles con la felicidad y la alegría, por eso se evitan, y se fomenta, en cambio, lo fácil y lo placentero. Se trata, sin duda, de la más engañosa de las mentiras. Invitemos a todos a imitar a Cristo en la Cruz y a ser verdaderamente felices. Si alguno quiere venir en pos de Mí, coja su Cruz de cada día y sígame. Pero, ¿acaso Dios nos quiere tristes y desgraciados?

        María, junto a la Cruz de su Hijo –no hay dolor como su dolor, afirmaba san Josemaría– es la bendita entre todas las mujeres, la que se alegra en Dios su Salvador. Ella es Nuestra Madre y está también a nuestro lado siempre, aunque la olvidemos.