Día 5 Domingo de Ramos en la Pasión del Señor

         Evangelio: Mt 21, 1-11 Al acercarse a Jerusalén y llegar a Betfagé, junto al Monte de los Olivos, Jesús envió a dos de sus discípulos, diciéndoles:
         —Id a la aldea que tenéis enfrente y encontraréis enseguida un asna atada, con un borrico al lado; desatadlos y traédmelos. Si alguien os dice algo, le responderéis que el Señor los necesita y que enseguida los devolverá.
         Esto sucedió para que se cumpliera lo dicho por medio del Profeta:
Decid a la hija de Sión:
         «Mira, tu Rey viene hacia ti
         con mansedumbre, sentado sobre un asna,
         sobre un borrico, hijo de animal de carga».
         Los discípulos marcharon e hicieron como Jesús les había ordenado. Trajeron el asna y el borrico, pusieron sobre ellos los mantos y él se montó encima. Una gran multitud extendió sus propios mantos por el camino; otros cortaban ramas de árboles y las echaban por el camino. Las multitudes que iban delante de él y las que seguían detrás gritaban diciendo:
         —¡Hosanna al Hijo de David!
         ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!
         ¡Hosanna en las alturas!
         Al entrar en Jerusalén, se conmovió toda la ciudad y se preguntaban:
         —¿Quién es éste?
         —Éste es el profeta Jesús, el de Nazaret de Galilea
decía la multitud.

Exultemos ante Dios

Jesús de Nazaret: desde la entrada en Jerusalén a la Resurrección
Joseph Ratzinger, Benedicto XVI

        Muy pronto recordaremos también los días en los que Jesús fue brutalmente atormentado y padeció lo indecible hasta morir humillado en una cruz como un criminal. Tendremos ocasión de rememorar que casi todos los suyos le abandonan. Unicamente le guardarán fidelidad en el momento supremo algunas mujeres –su Madre entre ellas– y Juan, el menor de sus discípulos. Los demás que rodean al Señor mientras muere, aparte del buen ladrón –que de alguna manera pudo consolar a Cristo–, le injurian de palabra y de obra. Mientras, El exclama: Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen.

        Pero hoy, el domingo anterior a que estas cosas sucedan, casi todos recuerdan sus milagros, que únicamente había hecho el bien, y la multitud, reunida a su alrededor, le aclama. Muchos recuerdan la nobleza de su linaje: Hijo de David; mientras sus discípulos –orgullosos del Maestro– se desvelan por servirle. A todos les parece poco lo que le dan para sus méritos. Es como si, por unas horas, un rayo limpio de luz hubiera iluminado la mente y los corazones de los que le rodean y, como consecuencia, pierden el sentido: arrancan ramas para vitorearle, alfombran con sus vestidos el camino por donde pasará, le aclaman, en fin, con las mayores alabanzas imaginables para un judío de su tiempo.

        Es mucho, si consideramos humanamente los honores que rinden a Jesús en aquella hora. Los más cuerdos de entre los que contemplan el espectáculo opinan que es un despropósito fuera de lugar tanta aclamación: Al acercarse, ya en la bajada del monte de los Olivos –cuenta san Lucas–, toda la multitud de los discípulos, llena de alegría, comenzó a alabar a Dios en alta voz por todos los prodigios que habían visto, diciendo: ¡Bendito el Rey que viene en nombre del Señor! ¡Paz en el Cielo y gloria en las alturas! Algunos fariseos de entre la multitud le dijeron: Maestro, reprende a tus discípulos. El les respondió: Os digo que si éstos callan gritarán las piedras.

        Iluminados por la fe, que nos muestra al mismo Dios pasando triunfal por las calles de Jerusalén, hemos de afirmar que es poco, en cualquier caso, lo que los hombres somos capaces de tributar a Jesucristo. Si queremos ser veraces, reconoceremos la incapacidad humana para corresponder en justicia a quien nos ha otorgado todo, hasta la conciencia de nuestro valor y la capacidad misma de corresponder. Pero Dios Nuestro Padre se conforma con lo que podemos ofrecerle sus hijos pequeños: nuestro corazón palpitante de deseos por agradarle en todo. Esos deseos pueden ser objeto de un examen personal diario. Así vamos viendo –por sus frutos los conoceréis, nos dice el Señor– la autenticidad de cada propósito: los motivos de acción de gracias; o, en su caso, de arrepentimiento, para rectificar, para pedir más ayuda a Nuestro Padre del Cielo. En todo caso sin desánimos, convencidos, como afirma el Apóstol, de que todo es para el bien de los que aman a Dios y que, si no es con su ayuda, no podemos agradarle.

        Como ciegos, que no saben contemplar las realidades sobrenaturales que ha obrado Dios para nuestra salvación, le pedimos ver: auméntanos la fe, le rogamos con los Apóstoles, que se notaban inseguros de aceptar con la firmeza necesaria lo que Jesús les declaraba. El Señor asegurará en nosotros esta virtud, aunque no nos falte algo, tan propio del creer, como es esa cierta inquietud de pensamiento mientras se acepta con rotundidad lo revelado, que es, por lo demás, sólo manifestación de la inevidencia siempre presente en todo acto de fe.

        Con la fe, manifestada en frecuentes afirmaciones de la divinidad del Señor –para quien se vive y a quien se ama– se acrecienta la alegría y seguridad del cristiano. Que convierte así su vida en la más fascinante tarea que podemos imaginar. Posiblemente enraizado con fuerza en la realidad temporal y ocupado por tanto en cualquiera de los nobles quehaceres de los otros hombres, nada en su existencia le resulta irrelevante, pues, hasta lo más pequeño –como lo hace por agradar a Dios– es en realidad un grito de júbilo; una aclamación como aquellas que se escucharon en Jerusalén el domingo antes de la Pascua. Aquel día, los judíos que vitoreaban a Cristo no eran conscientes de que poco después moriría por ellos. No imaginaban que, por amor a cada hombre, se entregaría a la muerte para ganarnos el Cielo para siempre. Los más positivos veían en El al definitivo liberador de las opresiones políticas –materiales siempre en el fondo– que tenían sometido a Israel. Nosotros, en cambio, movidos por la fe en el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, contemplamos agradecidos, en ese Dios que acoge cada detalle –por pequeño que sea– de nuestra vida, al autor de la eterna bienaventuranza, a nuestro Dios y Padre, que nos aguarda en la intimidad de su infinito gozo y perfección.

        El Reino de Jesucristo. ¡Esto es lo nuestro!, afirma el san Josemaría. —Por eso, hijo, ¡con generosidad!, no quieras saber ninguna de las muchas razones que tiene para reinar en ti.
        Si le miras, te bastará contemplar cómo te ama..., sentirás hambres de corresponder, gritándole a voces que "le amas actualmente", y comprenderás que, si tú no le dejas, El no te dejará.

        Imitemos a María –agradecida y gozosa– al reconocerse amada por su Creador.