Día 18 Fiesta: San Lucas Evangelista

        Evangelio: Lc 10, 1-9 Después de esto designó el Señor a otros setenta y dos, y los envió de dos en dos delante de él a toda ciudad y lugar adonde él había de ir.
        Y les decía:
        —La mies es mucha, pero los obreros pocos. Rogad, por tanto, al señor de la mies que envíe obreros a su mies. Id: mirad que yo os envío como corderos en medio de lobos. No llevéis bolsa ni alforja ni sandalias, y no saludéis a nadie por el camino. En la casa en que entréis decid primero: "Paz a esta casa". Y si allí hubiera algún hijo de la paz, descansará sobre él vuestra paz; de lo contrario, retornará a vosotros. Permaneced en la misma casa comiendo y bebiendo de lo que tengan, porque el que trabaja merece su salario. No vayáis de casa en casa. Y en la ciudad donde entréis y os reciban, comed lo que os pongan; curad a los enfermos que haya en ella y decidles: "El Reino de Dios está cerca de vosotros"

Talante de apóstol

Lola Torbellino
María Vallejo-Nájera

        El pasaje de san Lucas que nos ofrece la Iglesia en su Liturgia en el día de su fiesta, es de gran utilidad para nuestra meditación; pues los cristianos deseamos ardientemente extender, más y más en el mundo, el mensaje y la vida que el Hijo Dios vino a entregarnos como inapreciable tesoro para toda la humanidad.

        Reparamos primeramente en el interés de Jesús por nosotros: en ese cuidado por facilitarnos las cosas, preparando una buena acogida al Evangelio de la salvación de los hombres. Para ello envía por delante a un grupo numeroso de discípulos, para que su posterior presencia y sus palabras fueran más eficaces: si la gente había tenido con antelación alguna noticia de Él, comprenderían mejor el sentido de sus palabras y de sus obras. No había tiempo que perder –la mies es mucha, pero los obreros pocos–; convenía, pues, organizar el trabajo apostólico del modo más eficaz.

        En todo caso, advierte a aquellos primeros discípulos –colaboradores suyos en la propagación de la Gran Noticia de la Salvación prevista por el Creador para todos los hombres–, que la suplica a Dios, rogándole más trabajadores para la Empresa evangelizadora, debe ser lo primero. Se trata, en efecto, de una tarea que excede con mucho las capacidades de quienes a ella se dedican materialmente. Nunca será suficiente la sola gestión apostólica: hablar, moverse, insistir, convencer a unos y otros por un cierto talento para ser persuasivos... Ya lo advertía el Espíritu Santo por un salmo: Si el Señor no edifica la casa, en vano trabajan los constructores. Cuanto queremos que sea relevante para la Vida Eterna, debemos llevarlo a cabo con la fuerza que Dios nos da: con su Gracia. Y no quiere negar nuestro Padre Dios esa ayuda a sus hijos que con sencillez y confiados le suplican.

        Para que no tuvieran duda alguna de la necesidad imprescindible de esa Fuerza del Cielo, insiste Jesucristo en su advertencia haciéndoles ver que no lo tendrán fácil. La imagen es muy gráfica: serán ellos como ovejas entre lobos. Encontrarán de ordinario oposición a sus palabras. Recordemos que no pocas veces fueron perseguidos hasta la muerte, cuantos practicaban y difundían el Evangelio. Sin embargo, con igual rotundidad les garantiza el éxito en su misión. Y regresan, en efecto, triunfantes y gozosos habiendo experimentado la verdad de las palabras de Cristo. Experiencia, por otra parte, no ausente de sacrificios; pues no debieron poner su confianza en los instrumentos humanos, que tan razonablemente y con tanto esmero se preparan y aseguran como algo imprescindible para las empresas humanas. No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias, les dice: ni siquiera lo que puede parecer más elemental será necesario. Lo único verdaderamente necesario e imprescindible es el auxilio divino.

        Aprovechemos este día para preguntarnos, en el silencio de nuestra meditación ante nuestro Padre Dios, si nos sentimos también, en medio de nuestro mundo y de nuestros quehaceres de cada día, enviados como aquellos setenta y dos a preparar como mejor sepamos las almas de amigos y conocidos, que deben dar una respuesta más afirmativa y generosa a los requerimientos del Cielo. ¡Cuántos cambiarían si fuéramos más apostólicos...! Bastantes perderían parte –al menos– de su cómoda tranquilidad y sentirían la urgencia de complicarse la vida, de renunciar a esa paz pasiva, al descubrir la apasionante belleza de extender el Reino de Dios en el mundo. Pronto iban a comprobar –tal vez con sorpresa–, que nada de aquello tan apetecible, o que en otro tiempo parecía vital, es en realidad necesario. Pues más bien se cae en la cuenta de que lo único verdaderamente necesario es cumplir la voluntad de Dios, amarle sobre todas las cosas, y así aseguramos la felicidad en esta vida y la Bienaventuranza Eterna.

        Nuestra Madre de el Cielo es también Reina de los Apóstoles. ¡Dejémonos gobernar por nuestra Reina y Madre! Con suavidad y fortaleza sabe conducirnos al cumplimiento de los deseos del Señor en el trato con nuestros iguales. Podremos así entender –con su ayuda– que, en todo apostolado, lo primero es la oración, y que todo lo demás debe ser consecuencia de ella.