Día 20 Sábado en la Noche Santa: Vigilia Pascual

        Evangelio: Lc 24, 1-12 El día siguiente al sábado, todavía muy de mañana, llegaron al sepulcro llevando los aromas que habían preparado; y se encontraron con que la piedra había sido removida del sepulcro. Pero al entrar, no encontraron el cuerpo del Señor Jesús. Estaban desconcertadas por este motivo, cuando se les presentaron dos varones con vestidura refulgente. Como estaban llenas de temor y con los rostros inclinados hacia tierra, ellos les dijeron:
         —¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? No está aquí, sino que ha resucitado; recordad cómo os habló cuando aún estaba en Galilea diciendo que convenía que el Hijo del Hombre fuera entregado en manos de hombres pecadores, y fuera crucificado y resucitase al tercer día.
         Entonces ellas se acordaron de sus palabras. Y al regresar del sepulcro anunciaron todo esto a los once y a todos los demás. Eran María Magdalena, Juana y María la de Santiago; también las otras que estaban con ellas contaban estas cosas a los apóstoles. Y les pareció como un desvarío lo que contaban, y no les creían. Pedro, no obstante, se levantó y echó a correr hacia el sepulcro; y al inclinarse vio sólo los lienzos. Entonces se marchó a casa, admirándose de lo ocurrido.

Donde Dios nos quiere

 

        Éste es el día que hizo el Señor, alegrémonos. Así, con toda razón, canta la Liturgia, pues conmemoramos hoy la manifestación del esplendor divino en nuestro mundo. Los anteriores prodigios: tantas profecías cumplidas; tantas palabras llenas de verdad y consuelo pronunciadas por el Hijo del Hombre; aquella conducta intachable, ejemplar: aprended de mí..., ¿quién me acusará de pecado?; tantas curaciones, hasta los muertos volvían a la vida por su palabra... Bien..., todo aquello se queda en nada; es insignificante, frente a la manifestación gloriosa de Jesús resucitado, que vence por su propio poder a la inamovible losa de la muerte: por la misma virtud de Cristo, el cadáver vuelve a la vida. Es, en verdad, Señor en la vida y de la muerte. Ya lo advirtió: doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la doy libremente. Tengo potestad para darla y tengo potestad para recuperarla. Éste es el mandato que he recibido de mi Padre.

        Así confirma Jesucristo de modo indudable su absoluto señorío en el mundo. Pues no muestra su poder únicamente sobre las realidades físicas presentes en la naturaleza, sino sobre la misma vida humana, que recupera con más esplendor que antes de la muerte –gloriosa–, tras la resurrección. Es el Evangelio definitivo, la Noticia que Dios trasmite por fin a la humanidad, tras muchos siglos de sucesivas revelaciones: que nuestra vida debe ser divina. Ese es nuestro acabado destino, el proyecto divino para cada hombre.

        San Pablo explica que Cristo ha resucitado de entre los muertos, como primer fruto de los que mueren. Porque como por un hombre vino la muerte, también por un hombre la resurrección de los muertos. Y así como en Adán todos mueren, así también en Cristo todos serán vivificados. A los que mueren según Cristo les corresponde, pues, una resurrección como la suya. Aunque nunca seremos dioses, su vida gloriosa como resucitado es modelo de la que corresponde a los hijos de Dios en la Eterna Bienaventuranza.

        No eran, pues, tan sólo formas de decir, aquellas expresiones llenas de afecto de Jesús, que dirige a sus discípulos: En la casa de mi Padre hay muchas moradas. De lo contrario, ¿os hubiera dicho que voy a prepararos un lugar? Cuando me haya marchado y os haya preparado un lugar, de nuevo vendré y os llevaré junto a mí, para que, donde yo estoy, estéis también vosotros. Por lo demás, nos aseguró: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida; nadie va al Padre si no es a través de mí.

        Las mujeres que acudieron piadosamente al sepulcro la mañana del domingo siguiente a la muerte de Jesús, con la intención de acabar de embalsamar el cuerpo, quedaron desconcertadas, nos cuenta san Lucas. Tuvieron por primera vez la experiencia de una vida gloriosa según Dios: la atrocidad de la Pasión, para ellas tan notoria, no había podido finalmente con Cristo. La vida divina en Él había triunfado sobre la muerte, según el mismo Jesús predijera: que convenía que el Hijo del Hombre fuera entregado en manos de los pecadores, y fuera crucificado y resucitase al tercer día.

        Después de muchos días, los cincueta días de Pascua que celebra la Liturgia de la Iglesia, Jesús asciende corporalmente al Cielo. Antes, sin embargo, da muestras evidentes de su vida gloriosa: vida humana, pero sin los vínculos corpóreos, materiales, que condicionan nuestra existencia.

        No es, pues, la vida del hombre para este mundo que contemplan nuestros ojos; que, por perfecto y agradable que nos parezca, no puede prescindir del freno y el lastre unidos a todo lo material. También el mundo –según explicará San Pablo– debe ser glorificado para nuestra vida en Dios. Agradezcamos a nuestro Creador su gran bondad con decisiones eficaces de correspondencia por nuestra parte. No queramos agotar nuestros afanes en ideales terrenos que reconocemos pasajeros y, sin embargo, parecen captar nuestras más nobles energías. El hombre, sobre todo iluminado con la luz de la fe, es capaz de remontarse sobre lo cotidiano y sensible, y comprender su existencia cargada de una riqueza trascendente que escapa hoy a su experiencia.

        Nuestra Madre del Cielo es Madre de Dios, Reina de los Ángeles y de los Santos. Desde el anuncio de Gabriel tomó conciencia clara de su destino en Dios. Le pedimos nos conceda entender cada día mejor la grandeza de nuestra vida.