Día 24 VII Domingo del Tiempo Ordinario

        Evangelio: Lc 6, 27-38 "Pero a vosotros que me escucháis os digo: amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odian; bendecid a los que os maldicen y rogad por los que os calumnian. Al que te pegue en una mejilla ofrécele también la otra, y al que te quite el manto no le niegues tampoco la túnica. Da a todo el que te pida, y al que tome lo tuyo no se lo reclames.
        "Como queráis que hagan los hombres con vosotros, hacedlo de igual manera con ellos. Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tendréis?, pues también los pecadores aman a quienes les aman. Y si hacéis el bien a quienes os hacen el bien, ¿qué mérito tendréis?, pues también los pecadores hacen lo mismo. Y si prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir, ¿qué mérito tendréis?, pues también los pecadores prestan a los pecadores para recibir otro tanto.
        "Por el contrario, amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada por ello; y será grande vuestra recompensa, y seréis hijos del Altísimo, porque Él es bueno con los ingratos y con los malos. Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso. No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados. Perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará; echarán en vuestro regazo una buena medida, apretada, colmada, rebosante: porque con la misma medida con que midáis se os medirá.

El amor a todos que Dios espera

San Bernardo o el Medioevo en su plenitud
Santiago Cantera

        Posiblemente pueda sonarnos muy a sabido lo que hoy nos recuerda la Iglesia con estas palabras de Nuestro Señor, que recoge el Evangelio según san Lucas de este domingo. El amor–incluso a los enemigos– es, en efecto, una de las enseñanzas más significativas del cristianismo. La rotundidad de esta doctrina se muestra en los términos bien precisos de Jesús cuando la expone. A los que nos odian, hemos de tratarlos bien; y si hablan mal de nosotros, no les responderemos con la misma moneda. El colmo –bien gráficamente lo explica Jesús– está en presentar la otra mejilla al que nos pega.

        Por más conocida que sea esta enseñanza del Señor, reconocemos que se trata de un deber con frecuencia pendiente. Nos cuesta no quedarnos en la queja interior, en la protesta y en la rebeldía..., cuando recibimos ofensas. Nos cuesta cambiar ese impulso a la venganza, que puede parecernos natural –tan espontáneo nos sale–, por ver en quien nos ofende a otro destinatario de nuestro interés, de nuestro trabajo, de nuestro cariño..., aunque haya tal vez que corregirle. No pensamos quizá que ese que nos molesta es otra criatura muy querida por Dios, por quien Jesucristo dio su vida.

        Debemos y queremos aprender de la vida de Nuestro Señor. Deseamos ir por el mundo, con esa actitud que Él nos enseña, mientras nuestra vida discurre entre los hombres ocupados en actividades diversas: familiares, profesionales, sociales de todo tipo. ¡Que nos encomendemos, por eso, al Espíritu Santo!, para descubrir, con su Luz, en cada persona que de algún modo nos molesta, si es tan sólo distinta, o más bien se equivoca o es simplemente ignorante: pero siempre alguien que, en cualquier caso, debe ser objeto de nuestro amor. Con frecuencia se tratará de un hijo de Dios que, si mejora en su conducta, agradará más a ese Padre que todos tenemos en común.

        Considerando así las cosas, de las ofensas que recibimos y nos molestan, queda muy en segundo término el componente de agravio que pusiera haber. Valoramos primero y ante todo lo que puede haber en esas acciones de pecado, de ofensa a Dios; y luego el defecto de aquel, que desdice de un hijo de Dios, y le impide ser feliz de verdad. Se trata de amar; ante todo a Dios que es nuestro Padre, y no queremos que sea ofendido sino más y más amado. Amado por muchos buenos cristianos que pueden y deben ser mejores, y también por otros que no lo son, a juzgar por sus obras. A unos y a otros los amamos de verdad, procurando que vivan más según Dios. Pues vivir según Dios, Creador nuestro, es el sentido único de la vida humana: ¡que se cumpla en cada uno la voluntad de Dios Creador!

        Ciertamente es una difícil tarea. Dios nos creó libres y, por el pecado, tendemos a constituirnos –prescindiendo de Dios– en centro y criterio de nuestra vida. Es por soberbia, por egoismo, por un afán desordenado –sin Él– de grandeza personal, que es el origen de los demás defectos. Pero no es excesiva la dificultad de vivir para Dios, ni un motivo para no proponer a otros la santidad, esa vida que Nuestro Señor espera de los hombres.

        ¿Que vemos bastantes deficiencias en muchos? También ellos contemplan las nuestras, porque tenemos defectos aunque tratemos de superarlos. Esas imperfecciones, que reconocemos bien, no nos quitan, o no nos deben quitar, la ilusión por mejorar y por agradar a Dios. Animemos también a nuestros amigos y conocidos –que no son peores que nosotros– a encararse ilusionados contra eso que les criticamos. Hemos de dar ese paso más en favor de ellos, a costa de olvidar el rechazo interior por el enfado que nos producen, pero que sólo nos inpulsa a la crítica. Como consecuencia, los defectos de los demás se convierten así en ocasión de ayudarles a ser mejores y felices verdad.

        Queramos ser en esto como Nuestro Padre Dios, que es bueno con los ingratos y con los malos. Como anima el Señor, amemos a los enemigos y hagamos el bien sin esperar nada a cambio. Con más razón ayudaremos a los demás, si no son propiamente enemigos aunque nos hayan herido, si tal vez sólo son diferentes y tienen otros puntos de vista.

        Mirando a María, recordamos que para Dios todos somos hermanos, hijos de esa Madre que nos quiere mucho a todos.