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La
escena que nos narra san Lucas es siempre actual. Cada uno somos capaces
de reconocer que, con cierta frecuencia, a pesar de nuestro esfuerzo,
poco más hemos conseguido aparte de cansarnos con nuestros trabajos.
Quizá muchas veces no. Suele suceder, en efecto, que, en mayor
o menor medida, recogemos los frutos buscados y eso nos anima a seguir
adelante, a cansarnos de nuevo, porque vale la pena ese tesón
por el beneficio logrado. En todo caso, no tenemos garantizado el éxito.
Tampoco cuando procuramos asegurar todas las posibilidades para no fracasar,
pues no somos dueños de las mil circunstancias que pueden interferir
en nuestras acciones y es relativamente fácil que surjan imprevistos
no deseados.
No
sabemos por qué, pero así le sucedió a Simón
y a sus compañeros aquella noche. Habiendo puesto oportunamente
los medios y a pesar de su experiencia, no pescaron nada. Pero, a continuación,
Jesús le anima a intentarlo de nuevo, le indica que eche la red
y la eficacia de ese esfuerzo, semejante a muchos otros de horas antes,
es desproporcionada.
Es
lo que sucede siempre, cuando procuramos actuar cualquiera que
sea nuestra actividad cumpliendo la voluntad de Dios: aunque nuestros
ojos no lo contemplen a veces, el fruto de ese empeño es grande
siempre; no por nosotros, que podemos relativamente poco, sino por Dios,
cuya voluntad se cumple si somos dóciles a las insinuaciones
que pone en nuestro corazón.
Sin
darnos cuenta muchas veces otras lo procuramos de modo expresó,
trabajamos y nos desenvolvemos ante los demás o para los demás.
Lo nuestro repercute en otros, siempre les afecta de algún modo.
Es muy bueno que así suceda y tomar conciencia de ello, intentando
expresamente que esa influencia les ayude a reconocer que Dios está
presente en el mundo y que nos ama, y espera asimismo el amor de sus
hijos, los hombres.
Se
tratará de influir en los hombres, respetando claro
su libertad. Más aún, contando con esa libertad. Que nuestra
conducta les afecte. Que mi actitud, mi ejemplo animante repercuta en
los demás para su bien. Y esto, conscientes de hacerlo ante Dios
para que otros participen más de su amor. ¿Es posible pensar
en una tarea más noble? Muchos trabajan con materiales físicos
de muy diverso tipo: en fábricas o en diversas empresas de construcción;
otros con realidades no materiales, como las relaciones jurídicas
o económicas entre las personas, o en el mundo de la cultura
o del arte. El que se mueve en la presencia de Dios, sea cual fuere
su actividad, siempre trabaja con almas, y con la Gracia de Dios y la
libertad personal. Su trabajo pasa a ser, como el de Simón, de
simple pescador a pescador de hombres para Dios.
Vivamos
en su presencia, viendo en cuantos nos rodean almas que, de algún
modo, Dios pone en nuestra red. Ahí están para que apliquemos
a ellas con amor nuestro tiempo, nuestra inteligencia, nuestra ciencia,
nuestro trabajo. Nos serviremos de la amistad, del parentesco o del
afecto que nos unen. Y se dejarán pescar para Dios cuando comprendan
que nada buscamos para nosotros: sólo para ellos y para Él.
Nadie
nos quita, en todo caso, el convencimiento, que nos llena de un gozo
incomparable, de estar dedicados a la tarea más grandiosa que
es posible en este mundo, y de trabajar con la más noble de las
"materias" que existe sobre la tierra: el espíritu libre de los
hombres. Fue la ocupación que tuvo Dios cuando, hecho hombre,
vivió en Israel. Una tarea que está al alcance de todas
las mujeres y los hombres de fe, desde que Jesucristo envió a
sus apóstoles por todo el mundo a enseñar su Evangelio.
Lo
que llenó también la vida de la Madre de Dios, ocupada
en cosas sencillas casi siempre, pero consciente de vivir en la presencia
del Señor y para Él. Es la llena
de Gracia y ésta es la razón de su excelencia sobre
todo cuanto existe en el mundo. Su correspondencia a esa Gracia de Dios
consistió en vivir dócil a su Señor, siendo el
cauce de su amor hacia nosotros.
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