Día 3 San Francisco Javier


Mt 8, 5-11
Al entrar en Cafarnaún se le acercó un centurión que le rogó:
        —Señor, mi criado yace paralítico en casa con dolores muy fuertes.
        Jesús le dijo:
        —Yo iré y le curaré.
        Pero el centurión le respondió:
        —Señor, no soy digno de que entres en mi casa. Pero basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano. Pues también yo soy un hombre que se encuentra bajo disciplina y tengo soldados a mis órdenes. Le digo a uno: «Vete», y va; y a otro: «Ven», y viene; y a mi siervo: «Haz esto», y lo hace.
        Al oírlo Jesús se admiró y les dijo a los que le seguían:
        —En verdad os digo que en nadie de Israel he encontrado una fe tan grande. Y os digo que muchos de oriente y occidente vendrán y se sentarán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el Reino de los Cielos.

La misión del apóstol

La infancia de Jesús

        Ser bautizados supone haber sido destinados, por voluntad de Dios y en virtud de su libre decisión y poder, a su misma vida trinitaria. Los que hemos recibido el bautismo tenemos un porvenir sobrenatural, otorgado gratuitamente, que no tenemos capacidad para comprender del todo ni para explicar su grandeza. Supera, pues, nuestra inteligencia y capacidad de expresión, pero es el único capaz de satisfacer plenamente todos nuestros anhelos. La figura de san Francisco Javier, apóstol en el lejano oriente, que hoy conmemoramos, nos hace patente la gran relevancia del misterio trinitario, al que él consagró su vida, administrando el Santo Bautismo a miles de mujeres y de hombres muy lejos de su Navarra natal.

        Se me ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.

        Las últimas palabras de Jesús a los apóstoles, instantes antes de ascender a los cielos, se refieren al bautismo. Son palabras que vienen a resumir toda su enseñanza, y como la esencia de la doctrina que vino a traer al mundo y la razón por la que tomó carne humana. Son, por otra parte, un mandato expreso a los que había escogido para la misión de difundir su enseñanza y preparado durante su vida pública. Mandato que sintieron asimismo dirigido a ellos muchos otros –como san Francisco Javier– a lo largo de los siglos, gracias a los cuales gozamos hoy del conocimiento de Dios y de sus misericordias con los hombres, muchos millones de cristianos, a la vuelta de veinte siglos desde la Encarnación.

        Jesús quiso dejar muy claro lo decisivo que sería la difusión del Evangelio para el bien temporal y eterno de los hombres. Quiso declarar expresamente que la vida trinitaria, para la que el hombre fue pensado por el Creador y destinado al mundo; esa vida en la que sólo puede consistir la plenitud humana, se logra por el camino de los mandamientos: todo cuanto os he mandado, les dijo que debían observar. Y con estas sus últimas palabras antes de la Ascensión a los cielos, envía por todo el mundo a sus Apóstoles. Comenzaba así la tarea de evangelización universal, que todavía reclama más y más trabajadores, pues, aunque muchos conocen a Cristo, también son muchos los que no han tenido oportunidad de conocerlo o viven como si no le hubieran conocido.

        Jesús impulsa a sus apóstoles a evangelizar a todos los pueblos. Toda la humanidad es, por tanto, destinataria del bautismo que nos constituye en hijos de Dios por Jesucristo. De todo hombre, de toda mujer, espera amor nuestro Creador y Padre, con tal de que haya recibido el bautismo y, sobre este sacramento, la conveniente instrucción en el Evangelio. Grande es, por tanto, la responsabilidad de cuantos ya nos sabemos hijos de Dios. Tenemos, como dice un salmo, el mundo por heredad. Hemos de ver en nuestros semejantes, por lejanos que puedan estar física o moralmente, a candidatos al Reino de los Cielos, que corre de nuestra cuenta animar. ¿Cómo?: como tratamos de atraer a nuestros conocidos y amigos a nuestra casa, a nuestro negocio, a nuestra diversión; como intentamos captar, incluso a quienes todavía no conocemos para que apoyen las iniciativas sociales, económicas o políticas... que nos interesan.

        Es ser y sentirse apóstoles, mujeres y hombres capacitados por su bautismo –y más por su confirmación– para extender, con el poder de Cristo, el reino de Dios en nuestro mundo: se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra, id pues..., dice Jesús a sus apóstoles, antes de ascender al Cielo, para que se sientan con confianza ante la tarea que les encomienda. Con confianza porque será eficaz su esfuerzo, acrecentado con el poder de Cristo, por insuperables que parezcan los obstáculos o la resistencia a la Gracia divina. Esa confianza es, a la vez, seguridad en que, con ese mismo poder de Cristo que vivifica al apóstol, será capaz de agradar a Dios a pesar de su debilidad.

        Más de una vez podremos notar el cansancio por el trabajo apostólico. Es el esfuerzo que fatiga al bogar contracorriente, al hacer rectos –hacia Dios– los caminos retorcidos del egoísmo humano. Es notar incomprensión y hasta agresiva rebeldía de la gente, cuando sólo se pretende agradar gratuitamente y favorecer. Recordemos, entonces, a Nuestro Señor cansado, fatigado por el camino de una ciudad a otra, con sed, como cerca de Sicar pidiendo de beber a la mujer samaritana, o tan agoado de todo el día, que se duerme en la barca, a pesar de la tempestad, y deben despertarle atemorizados los discípulos. Recordemos, en fin, a Nuestro Señor cargando con la Cruz camino del Gólgota, con tanto más amor por la humanidad cuanto mayor es el sufrimiento y la incomprensión que soporta. Así le tocó vivir también a san Francisco Javier y a los apóstoles de todos los tiempos.

        No nos han de faltar, si embargo, las fuerzas ni la alegría en el servicio de Dios: sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo, dijo Jesús a sus apóstoles y nos repite ahora a cada uno. Como tampoco echaremos de menos el consuelo de Nuestra Madre, María, que ha de ser además eficaz cómplice en las aventuras que emprendamos para que otros descubran la vida divina. No hemos de temer por sentirnos solos, casi los únicos en la empresa sobrenatural de difundir el Evangelio. Ya sabemos, como advirtió el Señor, que son pocos los que pasan por la puerta angosta, que conduce al Reino de los Cielos y muchos, en cambio, los que penetran por la puerta espaciosa que conduce a la perdición.

        El cristiano, hoy como ayer, si es consecuente con su fe, se siente como el fermento entre la masa: con una enorme capacidad de transformación de su entorno, aunque cuantitativamente pueda pasar inadvertido. Su eficacia, como queda dicho, se debe a la vida de Dios que habita en él, de la que vive; la misma que se siente llamado a difundir. Así actuaron los que formaban la primera comunidad cristiana, en un mundo pagano y hostil a la fe, y tantos otros a lo largo de los siglos. Y antes, la Madre de Dios –Nuestra Madre, que nos abandona–: hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo.