Día 28 XXX Domingo del Tiempo Ordinario

        Mc 10, 46-52 Llegan a Jericó. Y cuando salía él de Jericó con sus discípulos y una gran multitud, un ciego, Bartimeo, el hijo de Timeo, estaba sentado al lado del camino pidiendo limosna. Y al oír que era Jesús Nazareno, comenzó a decir a gritos:
        —¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí!
        Y muchos le reprendían para que se callara. Pero él gritaba mucho más:
        —¡Hijo de David, ten piedad de mí!
        Se paró Jesús y dijo:
        —Llamadle.
        Llamaron al ciego diciéndole:
        —¡Ánimo!, levántate, te llama.
        Él, arrojando su manto, dio un salto y se acercó a Jesús.         Jesús le preguntó:
        —¿Qué quieres que te haga?
        —Rabboni, que vea —le respondió el ciego.
        Entonces Jesús le dijo:
        —Anda, tu fe te ha salvado.
        Y al instante recobró la vista. Y le seguía por el camino.

Vida de fe

Misal Español-Latín para ISILO

        Posiblemente es necesaria, hoy como nunca, la enseñanza que, para nuestra santificación, ha quedado ya por siempre en esta página del evangelio de san Marcos, que nos ofrece hoy la Iglesia. Podemos aprender de Jesús, del Maestro, que con cada uno de sus pasos sobre la tierra, con cada palabra suya, la eterna Sabiduría de Dios se despliega ante nosotros siempre, aunque alguna vez nos parezca muy sorprendente o, incluso, incomprensible.

        Fijémonos, sin olvidar lo anterior, sin embargo, en este día en el otro personaje protagonista de la escena. En Bartimeo, el hombre ciego, de sobra conocido por todos en Jericó, hasta el punto de que el evangelista indica su nombre propio. Posiblemente, como cada día, intentaba vivir de la caridad de los viandantes, dejando claro con su quietud y su perdida mirada a cuantos pasaban, que podía ser objeto de compasión y generosidad.

        Conformado hasta entonces con su desdicha, confiaba recibir, quizá sólo de unos pocos, alguna pequeña moneda. Pero el día en que Jesús fue a Jericó, Bartimeo no está, ni mucho menos, con la actitud serena y hasta pasiva de todos los días. Ya no da por supuesto que todos observan su condición, que su presencia a la vera del camino significa que está pidiendo, y que espera lograr de la caridad de algunos lo necesario para el sustento del día.

        Ya había oído hablar de Jesús y de sus milagros. La bondad del Señor también había llegado sus oídos. Y ahora, de pronto, posiblemente sin esperarlo –estaba como cada día, hasta entonces como siempre sentado al lado del camino pidiendo limosna–, Jesús se acerca, porque va saliendo ya con sus discípulos de Jericó. No es que fuera hacia él, simplemente coincidió por casualidad que Jesús salía por donde estaba el ciego. Se podría pensar, por eso, que Jesús no tenía intención de curar a Bartimeo. Poco le importó, sin embargo, a él; y al oír que llegaba no quiso dejar que pasara la ocasión.

        Naturalmente, Jesús no podía negarse al milagro. Lo que pidáis con fe se os concederá, afirmará en otra ocasión. Y aquel hombre daba evidentes muestras de fe. Llama al Señor el Hijo de David, reconociendo expresamente su condición de Mesías. Manifiesta, clamorosamente su divinidad por el modo tozudo y público de insistir en su súplica, superando el obstáculo que muchos le ponen, queriendo hacerle callar. Pero Jesús es el Hijo de David y puede devolverle a la vista, porque, siendo Dios, es compasivo siempre y además omnipotente.

        No se trata de lograr de una vez todo el sustento de un día. Ni siquiera de lograr algo más extraordinarios de lo habitual, como sería una moneda de más valor. Se trata de su vista, de sus ojos. Contemplaría el mundo como los demás: lo que siempre había echado en falta por encima de cualquier otra necesidad, y marcaba su existencia como un estigma maldito. De modo que, a pesar de la algarabía por la mucha gente congregada, el ciego no se detiene. Está dispuesto a poner todo, absolutamente todo, de su parte, con tal que hacerse escuchar por Jesús. Cree firmemente que si logra hacerse oír habrá recuperado la vista. Como, en efecto, sucedió.

        El Evangelista, en habitual y sobriedad narrativa, ilustra muy bien, en todo caso, el resto de la escena hasta su conclusión con el milagro. Y nosotros nos podemos preguntar: ¿creemos como ese ciego? Supliquemos urna fe así. Ya estamos ciertos de que en todo momento nos escucha y nos atiende Jesús, el Hijo de David, el omnipotente. Estamos seguros de su divinidad y de su amor por los hombres. Tenemos claro que necesitamos su ayuda: sin mí no podéis hacer nada, nos ha dicho. Nada que sea relevante para la vida del hombre es posible sin El. Imploremos, pues, con insistencia aumento en esta virtud que nos abre el corazón de Cristo y el tesoro de su Gracia.

        Si entendemos que es decisiva la fe, una fe grande como la de Bartimeo, aprendamos del ciego la insistencia tozuda en la súplica: ¡Señor, auméntame la fe!, clamaremos una y mil veces. Siendo un don sobrenatural, la fe, como la esperanza y la caridad –las otras dos virtudes teologales–, no podemos conseguirla sólo por nuestro esfuerzo. Pero sí podemos insistir en la petición con mucha fuerza –superando los obstáculos, un día y otro día–, hasta mostrar con muestra perseverancia que confiamos en Dios que nos escucha. Hasta que nuestra tozudez indique, como la de Bartimeo, que tenemos, como el más valioso tesoro, lo que Dios otorga.

        Nos resulta ya bastante claro que contemplar la vida humana y las demás circunstancias del mundo con los ojos de la fe, permite una visión más acabada, más verdadera de la existencia. Consiste, en pocas palabras, en contemplar la humanidad en el mundo con visión sobrenatural, con unos ojos a la medida de la visión creadora de Dios. Aunque no seamos ni podamos ser dioses, por la fe, apoyándolos en la mente de Dios, en quien reside el ejemplar primero de toda realidad, conocemos también lo que supera absolutamente a nuestra capacidad, pero ha querido Dios revelarlo para mayor enriquecimiento del hombre.

        ¡Que no queramos quedarnos cortos en el conocimiento gozoso de nuestras auténticas riquezas! ¡Que deseemos ardientemente contemplar este mundo nuestro, como la permanente ocasión que Dios nos ha brindado para llegar hasta Él, y permanecer en su intimidad eternamente con todos los Angeles y los Santos. De contemplar, asimismo a Nuestra Madre del Cielo. A Ella, que es maestra de fe, le pedimos que nos enseñe a sus hijos a creer, para de también en cada uno se cumpla el proyecto estupendo de nuestro Padre Dios.