Día 14 II Domingo del Tiempo Ordinario

        Jn 1, 35-42 Al día siguiente estaban allí de nuevo Juan y dos de sus discípulos y, fijándose en Jesús que pasaba, dijo:
        —Éste es el Cordero de Dios.
        Los dos discípulos, al oírle hablar así, siguieron a Jesús. Se volvió Jesús y, viendo que le seguían, les preguntó:
        —¿Qué buscáis?
        Ellos le dijeron:
        —Rabbí —que significa: «Maestro»—, ¿dónde vives?
        Les respondió:
        —Venid y veréis.
        Fueron y vieron dónde vivía, y se quedaron con él aquel día. Era más o menos la hora décima.
        Andrés, el hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que habían oído a Juan y habían seguido a Jesús. Encontró primero a su hermano Simón y le dijo:
        —Hemos encontrado al Mesías —que significa: «Cristo».
        Y lo llevó a Jesús. Jesús le miró y le dijo:
        —Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas —que significa: «Piedra».

Vivir para la voluntad de Dios

Sintonía con Cristo
Michel Esparza

        A la vuelta de muchos años, Juan, Apóstol y Evangelista de Nuestro Señor, evoca el momento preciso en que, animado por el Bautista y en compañía de Andrés, conoce a Jesús. Los varios detalles, bien precisos, de lugar y de tiempo que concretan la escena, nos indican que el acontecimiento fue decisivo para el narrador: al día siguiente...; era más o menos la hora décima... ; Andrés, el hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que habían oído a Juan y habían seguido a Jesús...

        Con frecuencia debió meditar Juan –como paladeando– en las circunstancias de aquel encuentro, que había sido para él el comienzo de una insospechada riqueza. Toda una larga vida separaba este día primero de Juan con Jesús de la escritura de su Evangelio. Una vida que, siendo propia de Juan, jovencísimo pescador entonces del lago de Tiberíades, en buena medida sería, ya para siempre, asimismo divina: de ahí, el inefable valor de su existencia.

        En ocasiones, los diversos acontecimientos que se sucedan en nuestra vida podrían parecernos consecuencia de la casualidad, del azar o, en todo caso, de circunstancias en las que nos hemos encontrado sin nuestra decisión. La fortuna, pues –la buena o la mala suerte, solemos decir–, jugaría un papel decisivo en la existencia de toda persona. Pero no es la vida del hombre un conjunto de eventos que suceden a impulsos de la suerte. No habría en ese caso libertad, y el concepto de "responsabilidad" carecería absolutamente de sentido.

        Todo en el mundo, y de modo muy particular la persona humana, está bajo el gobierno de Dios Creador. Creador y Providente, que domina en cada criatura según su naturaleza. A las criaturas libres, como los hombres, respetando su libertad, pues, de otro modo no seríamos hombres. Las criaturas irracionales, en cambio, se someten sin más al poder divino. Por así decir, no se le escapa a Dios el mundo de las manos. Por consiguiente, la vida de los hombres en su tránsito por este mundo es consecuencia de la voluntad divina y la voluntad humana. Una voluntad divina que quiere mantenernos como sujetos libres, a la vez que ha determinado, sin intervención nuestra, tantas circunstancias de la existencia de cada uno; desde nuestro género y raza, hasta un concreto momento de la historia en que vivimos.

        Estaba en los planes de Dios ese fijándose en Jesús que pasaba, dijo:
        —Éste es el Cordero de Dios. Pero muy bien pudieron quedarse ambos discípulos de Juan el Bautista pasivamente tranquilos. El deseo de seguirle –se quedaron con él aquel día– y, sobre todo, la fidelidad de toda una vida al servicio de Dios, fieles al mandato de ese mismo Jesús, es –con el auxilio divino– fruto de la humana libertad.

        —Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas —que significa: «Piedra». Con estas palabras recibe el Señor a Pedro. Le hace conocedor, en cierta medida, de su vocación. Como sabemos, Jesús manifestará a Pedro, en otras ocasiones y con más precisión, la misión capital a la que ha sito destinado. La voluntad de Dios va por delante y cada uno cumplimos libremente esa voluntad sí, de hecho, ajustamos a ella nuestra vida. ¿Qué agradará más a Dios en este momento? Y, entre en las diversas opciones, deseamos –con libertad– escoger la que cumple mejor, según nuestro entender, el querer divino.

        No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca. De este modo se expresa Jesús ante los discípulos. Respondieron, sí. Pero una elección divina, que antecede a toda respuesta de la criatura, hace posible, más aún, garantiza el cumplimiento de la misión, si se mantiene innegable la fidelidad. ¡Qué admirable prodigio!: tener la ocasión de ser los protagonistas de un querer de Dios. Verdadera identificación con su voluntad y, en consecuencia, con su poder y eficacia. Poco importa que se trate de cuestiones menudas, si las llevamos a cabo como Dios manda y porque Él lo quiere. La eficacia y la potencia descomunal de Dios no precisa, para manifestarse, de grandes gestiones por nuestra parte.

        De que tú y yo nos portemos como Dios quiere —no lo olvides— dependen muchas cosas grandes. San Josemaría lo tenía muy claro. Hablaba, incluso, de darle la vuelta al mundo como a un calcetín, si santificamos la vida corriente. Ese quehacer de todos los días, por poco extraordinario que sea, nos puede y nos debe unir con Dios, y tiene en sí toda la fuerza de su omnipotencia. Qué gran cosa es saber descubrir su voluntad –¡y su amor!– hasta en lo que parece más intrascendente de nuestras jornadas.

        Santa María, Virgen fiel. Desde el anuncio del Ángel hasta la Cruz, sólo quiere ser la esclava del Señor: la que obedece, la que cumple su voluntad por antonomasia. Al Espíritu Santo suplicamos nos conceda visión sobrenatural para saber descubrir, como Santa María –a cada paso– la voluntad de Nuestro Señor.