Día 10 II Domingo de Adviento

        Evangelio: Mc 1, 1-8 Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios. Como está escrito en el profeta Isaías:
        Mira que envío a mi mensajero delante de ti,
        para que vaya preparando tu camino.
        Voz del que clama en el desierto:
        "Preparad el camino del Señor,
        haced rectas sus sendas".

        Apareció Juan Bautista en el desierto predicando un bautismo de penitencia para remisión de los pecados. Y toda la región de Judea y todos los habitantes de Jerusalén acudían a él y eran bautizados por él en el río Jordán, confesando sus pecados. Juan llevaba un vestido de pelo de camello con un ceñidor de cuero a la cintura y comía langostas y miel silvestre. Y predicaba:
        Después de mí viene el que es más poderoso que yo, ante quien yo no soy digno de inclinarme para desatarle la correa de las sandalias. Yo os he bautizado en agua, pero él os bautizará en el Espíritu Santo.

Lo que en realidad pretendemos

Palabra de Dios para los Domingos y Fiestas
David Amado
        En este segundo domingo de Adviento nos presenta la Iglesia, para nuestra meditación a los cristianos, a Juan el Bautista. Lo vemos cargado de celo por Dios y por la salvación eterna de los hombres, el único destino para el que hemos sido creados. Predica, dice el evangelista, un bautismo de penitencia, que en muchos casos llevaba a los oyentes al arrepentimiento, una vez reconocidas las propias culpas. Ese pesar, ese dolor al contemplar sin ambages la vida pasada, que en ocasiones nos avergüenza y ha sido indigna de un hijo de Dios, es imprescindible: hay que pasar por él como condición para el cambio de actitud que reclama nuestra vida.

        A Juan le urge su tarea. Considera vital que la gente abandone la vida del pecado: esa indiferencia respecto a Dios y excesiva preocupación por uno mismo que complace. De él, en cambio, apenas se preocupa. Con lo que consigue para su alimento en la agreste naturaleza que le rodea le basta. Podemos suponer, en todo caso, que logra lo suficiente para cumplir con su misión, lo único relevante para el Bautista.

        Como recordamos, Juan, el hijo de Zacarías e Isabel, prima de la Santísima Virgen, había sido "tocado" por el Espíritu Santo desde el vientre de su madre: Y cuando oyó Isabel el saludo de María, el niño saltó en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo; y exclamando en voz alta, dijo:
        —Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme? Pues en cuanto llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno; y bienaventurada tú, que has creído, porque se cumplirán las cosas que se te han dicho de parte del Señor.

        Estas cosas sucedían treinta años atrás cuando la madre de Jesús –después de haber recibido el anuncio de que iba a ser madre de Dios– fue a visitar a Isabel que llenaba ya seis meses encinta. Sin embargo, alcanzan ahora todo su protagonismo. Aquel niño sería el Precursor del Hijo de Dios encarnado, que advertiría, según nos muestra hoy San Marcos, de la inminente venida de Jesús, portador de un mensaje superior al suyo: Yo os he bautizado en agua, pero él os bautizará en el Espíritu Santo.

        Todo, en la liturgia de la palabra que estamos meditando, nos habla de preparación. De preparación nuestra para un acontecimiento único, grandioso y de absoluta trascendencia para los hombres. Sin exagerar, podemos decir que se trata de la preparación más importante en que cabe pensar. Estamos implicados, en cuanto hombres y de un modo más expreso en cuanto cristianos, en el acontecimiento de la venida de Dios a la humanidad. Que no es algo que puede interesarnos o no; que nos puede parecer más o menos valioso; en lo que podemos sentirnos afectarnos hasta cierto punto, según las circunstancias de cada uno. No se trata de algo que, en definitiva, reclama en alguna medida nuestra atención y nuestro adhesión. No; el acontecimiento de la Encarnación y vida pública de Jesucristo es el único que puede, –dependiendo de la actitud personal y libre ante él– consumar nuestra vida en la única plenitud que le es debida, por voluntad de Dios, nuestro Creador.

        Dependiendo de cual sea la actitud personal, libre, de cada uno, ante el anuncio de Juan, conseguiremos o no culminar el sentido y destino de nuestra vida. Porque nos ha ofrecido Dios, Padre nuestro, su vida, a través del nacimiento, vida, pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. Ese ofrecimiento es real ofrecimiento, no algo otorgado sin intervención nuestra, como es, por ejemplo, la condición de persona humana, con los múltiples rasgos que nos hacen ser cada uno, exclusivos en nuestra común naturaleza. Únicamente llegaremos a ser cuanto podemos en Jesucristo y libremente empeñados en ello. En definitiva, todo es una cuestión de disposiciones efectivas ante esa venida, en la que vivimos de modo permanente mientras no llega el encuentro definitivo con Dios.

        Pero ahora, que se acerca la Navidad, evocamos de un modo más insistente y detallado que Dios vino como hombre a nuestro mundo y que, como consecuencia, espera Dios nuestra acogida, y una preparación que nos disponga a la mejor bienvenida que podamos darle. La actitud del Bautista, aparte de lo desproporcionada que nos pueda parecer su indumentaria y sus alimentos para hoy en día en muchos lugares, pone indudablemente de manifiesto un máximo interés, un máximo empeño, haber dado toda la prioridad a lo que Dios espera de los hombres. Juan se había tomado las cosas de Dios en muy serio. Dios era para él lo único que daba sentido a su existencia. En realidad, así es para todos, pero Juan era muy consciente y consecuente con ello: empeñaba su vida entera y de modo apasionado en las cosas de Dios.

        María, la madre de nuestro Salvador, es ejemplo maravilloso –en su sencillez– de entrega incondicional a los planes divinos. Y a ella nos encomendamos, pidiéndole nos enseñe a ser, antes que nada, buenos hijos del Padre nuestro que ésta en los cielos.